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Mi lectura y posterior opinión sobre el
documento emitido por los obispos argentinos fue atravesando etapas. La
primera –esa dimensión tan humana y que Cristo tanto entendería– fue la
ofuscación y esas ganas tan fuertes de gritar que me parecía deplorable.
Pero no debía quedarme ahí, porque eso convalidaría una confrontación
basada en el impulso, y ese plano, aunque válido, no resulta igualmente
constructivo que el de la reflexión.
Por eso pasé a la ponderación de cada párrafo, a lo que me referiré unas
líneas más adelante. Pero la dimensión más abarcadora es la que me
lleva a calificar el documento desde una mirada general, esto es, a
discrepar con el lugar desde donde decide ponerse el obispado para
evaluar nuestra realidad. Y es aquí donde llego a la primera conclusión.
Se trata de un documento eminentemente partidario, desde el momento que
se apropia de toda, sin excepción, la línea argumental de los factores
de poder cuyo principal objetivo no es construir una Patria mejor, sino
denostar al gobierno en todo lo que haga. No está hecho desde la
Iglesia-pueblo, sino desde la Iglesia-poder. No está hecho desde la
mirada de los humildes, sino desde los sillones. No está redactado desde
el vínculo estrecho y profundo –que no lo tienen– con los más
vulnerables, sino desde los estereotipos construidos en las grandes,
pero herméticas, oficinas del poder, y "propalados" luego (aquí sí cabe
la palabra), por los títulos gráficos, los zócalos televisivos y los
mensajes radiales del poder. Es un documento surgido de esa renovada
alianza de clase –y rencor de clase– que históricamente constituyó la
cúpula de la Iglesia con los grupos de interés más poderosos de nuestro
país.
Sólo así, desde ese divorcio más absoluto con la realidad concreta que
viven amplios sectores de nuestra sociedad, y especialmente los jóvenes,
es que pueden asociar el extraordinariamente rico momento histórico que
atravesamos junto con Sudamérica, con ejes como la droga, el delito, la
falta de libertad. Como si algo de eso fuera lo que define nuestro
presente. Como si fuera eso, y no la recuperación de nuestra dimensión
latinoamericana, nuestro arduo proceso de autonomía financiera, la
recuperación de la negociación a la alza de las relaciones laborales.
Como si fuera eso y no el enorme salto de calidad que ha experimentado
el debate público, que discute hoy temas centrales como cuestionarse
dónde ha residido el poder real durante las últimas décadas. Ese poder
real, que, pese a que hemos ejercido nuestro derecho al voto, fue mucho
más fuerte que el voto y nos llevó a entregar el Estado, a tremendos
ajustes, a la exclusión de tantos y tantas compatriotas. Porque nadie
votó eso, y sin embargo fue lo que realmente sucedió.
Y no es que no haya drogas, o delito, o aumentos de precios que sería
mejor que no estén. Pero si somos intelectualmente honestos, todos y
todas deberíamos reconocer que hay una clara tendencia a revertir esos
flagelos, con la inclusión de miles y miles de pobres al mundo del
trabajo, del cooperativismo, de las escuelas públicas, de las nuevas,
pujantes y socialmente igualadoras universidades nacionales. Con los
miles de proyectos comunitarios, con la proliferación de modalidades de
economía social y solidaria. Con el manejo más autónomo que impulsa el
Estado de las variables económicas y su intervención para reorientar el
ahorro desde el atesoramiento individualista y financiero, hacia la
inversión productiva.
Es un documento del poder, hecho desde el poder. Porque solamente así se
justifica pensar que un pueblo podría "reconciliarse" con un proyecto
cuyo jefe, el dictador Videla, reconoce con sus propias palabras el
valor de haber asesinado a miles de jóvenes. Pero la tergiversación no
es ingenua, sino que responde, precisamente, al hecho de que hoy, el
debate que denuncia a los poderes históricos, ha ido ganando terreno en
todos los rincones del país. Y es eso lo que el poder, y los obispos son
parte central de ese poder, no tolera.
Por eso fustigan la politización de los jóvenes. Si trazáramos dos
líneas de tiempo, veríamos cómo coinciden los momentos de mayor ajuste y
exclusión, con aquellos de mayor despolitización, apatía e indiferencia
frente al debate político. Por eso, cuanto más presente esté el debate,
más se cierra el entramado social para que no vuelvan a pasar las
recetas de ajuste social, que es el precio que pagamos para financiar
los negocios y privilegios del poder. Y a ese debate público, a esa
recuperación de lo político, que es lo que afecta sus intereses, le
llaman "división irreconciliable".
Y cuando un Estado democrático se decide a no seguir esperando que una
ley surgida de los poderes democráticos votados por millones se frene
por la capacidad de ciertas corporaciones para influir sobre algunos
jueces, a eso le llaman "menoscabo del poder judicial".
Para seguir usando palabras del documento, "la Patria es un don de Dios
confiado a nuestra libertad", respondo: la patria es una construcción
histórica, en medio de un contexto mundial y regional, con hombres y
mujeres reales, que tienen sus contradicciones, sus imperfecciones, sus
contramarchas. Y que, cuando se combinan algunos factores, como voluntad
popular y liderazgo político –no peyorativo caudillismo– decide tomar
un nuevo rumbo histórico, construyendo autonomía, desatando tutelajes. Y
es ahí donde entra a tallar el valor Libertad. Y, como lo practicaba
Evita, o como lo señala el lúcido vicepresidente de la hermana Bolivia,
Álvaro García Linera, "no hay derechos si no hay recursos". Y es esa
búsqueda de recursos genuinos y de ampliación de derechos lo que
posibilita la libertad de un pueblo, para que, progresivamente, no sólo
vote, sino decida. Decida sobre los temas que históricamente decidió el
poder, y dentro de él, el obispado argentino, cómplice, entre otras
cosas, del genocidio de los setenta.
Pocas impunidades son tan aberrantes como cuando una persona o una
institución se atribuye la representación de Dios. Una institución que
mandó construir monumentos imponentes mediante el trabajo esclavo de
miles y miles de seres humanos, para congraciarse con un Dios que no era
Jesús de Nazaret. Porque el Cristo histórico, el Cristo hombre, sólo
les reclamaba humildad y compromiso con los humildes.
El último tramo de mi análisis no es ya criticar las críticas que hace
el documento de los obispos. Al contrario, hay críticas que enaltecen al
criticado. Mi sensación final es, más bien, agradecerles la claridad.
*Publicado en Tiempo Argentino
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