El adjetivo “soberbio” tiene dos acepciones absolutamente contrapuestas: una refiere a la altivez, la arrogancia, la suficiencia, la altanería, la vanidad, la inmodestia; la otra, a la excelencia, la majestuosidad, lo sublime, lo regio, lo admirable, lo insuperable. Resulta difícil encontrar a quienes reunan ambas características, pero no imposible. Es que en el mundo de la política estos rasgos extremos pueden llegar a tocarse, o por imperio de la incomprensión de la realidad que se enfrenta, o por ambiciones desmedidas de poderíos que sólo parecen poder expresarse por la fuerza que puedan demostrar unos sobre otros. Fuerza que no siempre está basada en la razón, sino en la terquedad del soberbio en cuestión.