El
aniversario número 29 del 10 de diciembre de 1983 me llevó a formular
algunas reflexiones, más allá de la celebración. Todas ellas alrededor
de un concepto que puede aparecer polémico: no se trata de veintinueve
años de democracia, sino de continuidad de gobiernos elegidos por el
voto, sin fraude ni proscripciones. Veintinueve años en que se han
sorteado graves crisis –que antes desencadenaban golpes de Estado–
siguiendo los pasos institucionales indicados en la Constitución
Nacional. Al menos, no de una democracia integral.
No quiero que se interprete esto como un cambio menor. Baste mencionar
que, a partir del 10 de diciembre de 1983, el Estado cesó de ser un
instrumento represivo para pasar a ser garante de derechos civiles y
políticos. En una realidad como la nuestra, es nada menos que la
diferencia entre el debido proceso y el arrojar al río los cuerpos de
los disidentes. Y ese es un prerrequisito fundamental de la democracia,
pero no es toda la democracia, no es la democracia integral. Me resisto a
reducir la democracia a la sola ausencia de dictadura, porque sería un
desmedro de su contenido social.
Lo que quiero poner en cuestión, vista la perspectiva histórica, es una
idea con la cual nos formamos en plena transición entre la dictadura y
la institucionalidad. Es la que indicaba que cada golpe de Estado, es
decir, cada período de totalitarismo, traía consigo un profundo
debilitamiento de lo social; habíamos vivido tantas interrupciones
institucionales con sus consecuencias tremendas para los sectores
populares y más vulnerables, que la premisa era recobrar la estabilidad
institucional, y con ella vendría el bienvivir. Por lo tanto, había que
asegurar lo procesal, para garantizar el logro de los contenidos
sociales de una democracia cabal. Es lo que Alfonsín había sintetizado
en su frase: "Con la democracia, se come, se educa y se cura."
Cuando atravesamos esta fecha, se suele hablar de "las asignaturas
pendientes de la democracia". Y, en ese sentido, en lo primero que
pensamos es, por ejemplo, en la pobreza, o en la calidad educativa. Pero
lo cierto es, que, durante los primeros veinte años posteriores al 10
de diciembre de 1983, no sólo no se resolvieron esos y otros problemas
sociales, sino que los mismos se multiplicaron y se profundizaron. Eso
no es ya una asignatura pendiente, sino un claro retroceso. Es decir, en
pleno cumplimiento de los pasos procesales de la democracia, su
dimensión social se deterioró profundamente.
Tomemos, por caso, tres grandes fundamentos que determinaron la desestructuración de nuestra sociedad.
1. Entre 1983 y 2003, y no obstante la desarticulación de nuestro
sistema productivo durante la dictadura, la Argentina pasó de ser una
sociedad de pleno empleo a tener el 50% de la población económicamente
activa con problemas de trabajo, y un 25 % de desocupación lisa y llana.
2. Cuadruplicó los 45 mil millones de dólares que arrastraba de deuda externa en 1983, tomando números muy gruesos.
3. Multiplicó exponencialmente los indicadores de pobreza, pasando de
bolsones parciales al empobrecimiento estructural de franjas cada vez
más anchas de nuestro pueblo. Podríamos hablar, también, en términos
similares, de nuestro desempeño en materia de salud y educación.
Estos botones de muestra, señalan a las claras que no se trató
simplemente de "no cumplir asignaturas pendientes", sino del
debilitamiento estructural del sujeto democrático. Y todo, bajo el
estricto cumplimiento de los pasos procesales previstos por la
Constitución Nacional. Es decir, la realidad desmintió con toda
intensidad aquella idea de que la estabilidad institucional acarrearía
la prosperidad social.
Fue recién a partir de 2003, cuando algunas de las dimensiones
estructurales de lo que podemos definir como una democracia "integral"
comenzaron a ser revertidas con políticas de inclusión, interrumpiendo
claramente aquellas tendencias descendentes que la democracia
procedimental no había logrado detener. Es a partir de 2003 que se
inicia un proceso de trabajosa conjunción entre las normas
constitucionales que consagran las libertades civiles y políticas, con
aquellas que determinan el umbral de derechos sociales. No hace 29 años,
sino recién diez años, que avanzamos en una etapa ascendente de
reconstrucción de la dimensión social de la democracia, es decir, hacia
un concepto integral, y no meramente parcial o electoral, de la
democracia.
Diez años, desde que instituciones fundamentales como la libertad de
expresión, de reunión y de asociación, y el sufragio sin fraudes ni
proscripciones, se entremezclan con otras instituciones de –como mínimo–
tanta "calidad institucional" como la Asignación Universal, las
negociaciones colectivas, el desendeudamiento, la integración regional
libre de tutelajes, la economía social y solidaria, la soberanía
energética, la recuperación del Banco Central para el sistema
productivo, la sustitución de importaciones, el control de la fuga de
divisas, la enorme masa de ciudadanos humildes que hoy concurren a la
universidad pública. En definitiva, la recuperación del Estado como
facilitador social y equiparador de desigualdades, en lugar de aquel
Estado cooptado durante décadas por los grandes conglomerados
económico-financieros. Con la honrosa excepción de los primeros años
posteriores a 1983, cuando aquella primera etapa del gobierno del doctor
Alfonsín intentó una digna, pero tenue resistencia.
En definitiva, está demostrado que con el solo cumplimiento de las
pautas procesales de la democracia no se come, ni se educa, ni se cura.
Se trata de una condición necesaria, pero no suficiente. Para completar
el ciclo democrático se requiere, además, combinar un fuerte liderazgo
político con la férrea voluntad de transformación de un pueblo
politizado, movilizado, capaz de conflictuar los preconceptos liberales,
que, bajo un pseudo consensualismo teórico, en la práctica nos habían
llevado a perder muchas de nuestras conquistas históricas, aún, bajo
gobiernos elegidos por el voto.
*Publicado en Tiempo Argentino
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