Los
recursos percusivos tienen conciencia de su valor y de su historia. Se
han refinado y asociado ahora a diversas coreografías. Han proliferado
en los últimos años las grandes formaciones de percusionistas, con
nuevos visos escénicos, que insisten en que de esos conjuntos tímbricos
salen las estructuras fundamentales de la música. Con diversas versiones
rítmicas, nuevos instrumentos e investigaciones, exploran lo que el
cuerpo humano ya contiene de sonoridad en sus propios movimientos. Pero a
mí, simplemente, me gusta el hombre del bombo. El clásico hombre del
bombo. Lo puedo escribir con mayúsculas, para darle un ligero toque
atemporal, no necesariamente metafísico. El Hombre del Bombo.
En la multitudinaria manifestación del domingo 10 –uso las fechas del calendario gregoriano, a fin de sentir mejor la certeza entrecortada del tiempo– caminé largamente detrás de los hombres del bombo. ¿Es ensordecedor? Un poco, lo sé. Pero es un grato momento observarlos. Su oficio proviene de épocas remotas, donde se combinan sabidurías diversas en el trato de cajas de resonancia, cueros, formas de estiramiento, estructuras circulares, mazas cubiertas de diversos fieltros. En suma, un objeto milenario con versiones infinitas. Timbales, atabaques, surdos, legüeros, panderetas o cajas chayeras. Muy lejos de los timbaleros turcos, húngaros o napoleónicos, los muchachos bombistas de las distintas agrupaciones del conurbano manejan a conciencia el bombo con platillos adosados –un tipo de instrumento complejo, que interesó a Stravinsky–, haciendo figuras que exigen esmero y resistencia física. Desde Avenida de Mayo y 9 de Julio hasta la entrada en la Plaza, esas seis o siete cuadras míticas que hace muchas décadas recorremos, permiten comprobar cómo subsiste el arte del bombista de manifestación. Torso desnudo, musculatura imperativa y fibrosa resistencia para encarar la combinación de tamboril, bombo grave y bombo intercalado de platillos que parecen tímidas doncellas alrededor de una voz grave obsesiva y profunda.
No parecen los hombres del bombo concentrarse en cuestiones muy
ajenas a la continuidad de su propia marcha. ¿Dictámenes de la Corte,
jueces demasiado dóciles a un sentido corporativo, cautelares
inusitadas, fierros en vez de togas en los aposentos tribunalicios? Sea.
Pero parecería haber una recurrente distracción esencial de los hombres
del bombo de todo lo que no sea su fervor frente al instrumento. Como
el metalúrgico frente a su fragua, el tornero mecánico frente a su
máquina de tornear. O el panadero frente a su mesa enharinada. El hombre
del bombo se concentra en lo suyo. Pudo venir con la agrupación del
barrio, los hombres del intendente o con el grupo militante que cruzó
los puentes del Sur en sus trajinados ómnibus contratados. Esas son las
precondiciones. Pero cuando aparece la condición última, darle cadencia
de enérgico y grave carnaval al drama nacional sobre las avenidas, se
tornan absortos, ensimismados. Vienen entonces de la larga marcha, de
alguna ignota eternidad. Qué importa el ómnibus de la agencia El Trébol
que los trajo. ¿No es famosa la frase que se calle el del bombo, que
irrumpía tenaz en uno de los discursos de Perón?
El Hombre del Bombo, como el que está solo y espera, como el que
habló en la Sorbona, según Gerchunoff, como el hombre arltiano que vio a
la partera, es un personaje de la vida, la tragedia y la angustia
colectiva. Su momento sublime está ajeno a la lógica política, y por eso
quizá la expresa como ninguno. Son graciosos sus staccatos, su ardua
concentración en la reducida formación –dos o tres ejecutantes–, o en
caso de exhibicionismo político, casi en escala de las grandes baterías
del carnaval brasileño, con un conjunto de bombistas que pueden llegar a
una o dos docenas, lo que exige un maestro coordinador o bastonero.
Descienden del Carnaval, de la murga, de remotas negritudes, de la
historia neblinosa, de tiempos pretéritos. Llegó a ser una especialidad
que podía ser sometida a contrata, como en las época del Tula. Pero no
es lo más atractivo ni conveniente.
El Hombre del Bombo sabe que puede encarnar la veta más discutible
del populismo o su momento obsesivo e inspirado, donde el orador máximo
les pide callar. Compite con todas las voces, quiere ser la base
esencial de todo lo que se dice, se sabe interpelativo y de consciente
rudeza, con la que juega astutamente: cuando salen de esos bombos y
platillos las protomelodías que son la estructura, el diseño musical del
lubolo, de la comparsa, de la danza de máscaras, del murguista
lamborghiniano –descolocado–, entonces ahí vemos algo inusitado. El
presente se hace circular, como los cilindros que sostienen la idea
misma de bombo. Y una sonoridad grave, a veces dolorosa y veces ansiosa
de advertir sobre los riesgos del momento, casi siempre de extraña
perseverancia –porque no solo están en la marcha, son la marcha misma–,
invade el sentido dificultoso, o si se prefiere dichoso, de una
historia. Frente al irresuelto tic-toc del cacerolismo, verdaderamente
desconfiado, el bombo ha nacido de antiguas civilizaciones, tiene
identidad plena. Su exacta alquimia sonora conserva un rastro de
antiguas humanidades en lucha. El 10 de diciembre de 2012, puedo decir,
he marchado con gusto detrás de los Hombres del Bombo.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
Publicado en Página12
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