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Que
bajo una administración justicialista una parte de la “columna vertebral
del movimiento” se manifieste en contra del Gobierno hasta llegar a un
paro nacional podría considerarse casi una anomalía. Más cuando por la
vía de la deformación del instrumento extremo del piquete, desvío
inaugurado nada menos que por las patronales agropecuarias, aunque
también implementado activamente por el hoy disidente gremio de
camioneros, el paro realizado semanas atrás fue más notable de lo que
representan las fuerzas que lo impulsaron, cuadro al que no fue ajena la
amplificación de la hiperactiva cadena nacional de medios privados.
Pero este nuevo reagrupamiento de una porción del movimiento obrero es
imposible de analizar por fuera de la complejidad de su dimensión
política, que acumula rencores personales, resentimientos por desplantes
y una nada despreciable dimensión de negocios vía recursos de las obras
sociales. Sólo desde la puja política puede explicarse la acción
conjunta, ahistórica, de gremios hasta ayer kirchneristas, del más
conspicuo sindicalismo menemista y de una fracción de las corporaciones
agrarias y su Tío Tom duhaldista. La participación en la patriada de la
izquierda “luchista” es en cambio más comprensible: su despiste es tan
histórico como proverbial.
El problema principal, entonces, no es el rejunte de los
demandantes, sino la naturaleza de los demandados: ya no se trata de la
tradicional mejora de salarios o de las condiciones laborales, sino del
reclamo, más propio de capitalistas, de no pagar impuestos que, además,
sólo alcanzan a una porción reducida de los trabajadores de más altos
ingresos.
Que los desvíos y despistes comiencen por la política y la disputa
con las corporaciones no quiere decir que no exista un sustrato
económico. Hay datos de la economía que circunstancialmente pueden haber
contribuido al desenfoque político. La mayoría de los indicadores de
actividad muestran que en 2012 el contexto internacional golpeó más
fuerte a la economía argentina que a la del resto de Latinoamérica, una
evolución que es exactamente la contraria a la producida durante la
crisis de 2009. Al igual que entonces, las razones deben buscarse en las
políticas internas, directamente relacionadas con la evolución del
estímulo a la demanda. La mirada de Keynes sostiene que el gasto debe
expandirse en los momentos de baja del ciclo que, como hoy desconocen
para su mal muchos países europeos, es el momento menos adecuado para
pensar en reducir déficit. Quizá la principal diferencia entre 2009 y
2012 resida en que en el primer año las medidas anticíclicas,
financiadas precisamente con impuestos, se tomaron con anticipación,
como por ejemplo los Repro, que durante aquel año permitieron sostener
los ingresos y continuidad del empleo de 135.000 trabajadores. Dicho sea
de paso, 2009 fue el único año en que el mínimo no imponible de
Ganancias no se aumentó.
Cualquiera sea el caso, en el presente el punto más crítico para los
trabajadores es el freno de la actividad. Esto es así porque del
crecimiento económico depende el nivel de creación de empleo, el que a
su vez determina otra variable clave para los ocupados: su capacidad de
negociación con la patronal, un factor endógeno para la redistribución
positiva del ingreso. Luego vienen los factores exógenos de esta
redistribución, que son los impuestos y transferencias, entre ellas los
subsidios, los que erróneamente suelen considerarse en forma separada y
no como la cara y contracara de un mismo proceso. En buena medida esta
confusión se debe a que los medios hegemónicos machacaron el concepto de
“la caja”, según el cual los impuestos no se recaudan para gastarse en
las políticas públicas, como por ejemplo los subsidios a la energía y al
transporte, la educación y la salud, todos ingresos extrasalariales,
sino para ser depositados en el figurado cofre de “la caja”.
Es probable que esta visión haya aportado a la deformación
conceptual que hoy se encarna en el principal reclamo del gremialismo
opositor, el que desdeñando el uso social de los impuestos, su rol en la
redistribución del ingreso y en la restroalimentación del crecimiento,
concentra sus reclamos en que la porción mejor remunerada de su clase
aporte lo menos posible al proceso del que se beneficia.
Una segunda cuestión es poner en contexto la significación de
Ganancias al interior de la clase trabajadora. El primer dato es que 3
de cada 4 asalariados registrados, exactamente el 75,2 por ciento, no
paga el impuesto. El resto, 1 de cada 4 trabajadores, recibe el 53,4 por
ciento de la masa salarial total. Luego, más del 85 por ciento de los
trabajadores que pagan Ganancias se encuentran en los últimos dos
deciles de ingresos. A ello se suma la progresividad del tributo. Para
que se entienda bien: un trabajador soltero y con hijos con un salario
bruto de 10.000 pesos mensuales paga lo mismo de Ganancias que de cuota
sindical. Estos datos explican el porqué del concepto de “aristocracia
obrera”.
Podría creerse, entonces, que la situación de Ganancias sería un
problema propio de la Argentina, inexistente en otros sistemas
tributarios de la región, pero los números lo desmienten. En el país, el
mínimo no imponible equivalía, a fines de 2011, a 3,5 salarios mínimos.
Para la misma fecha, esta relación era de 2,8 en Brasil, 2,7 en Chile y
2,4 en Uruguay.
¿Entonces es un problema de alícuotas? En Argentina la tasa máxima
de Ganancias llega al 35 por ciento, en Chile al 40, en Estados Unidos
al 42, en Alemania al 45 y en Gran Bretaña del 50 por ciento. En el
mercado local resta mucho por hacer en materia de progresividad del
impuesto.
Finalmente, que el principal reclamo del gremialismo opositor sea
“la baja del mínimo no imponible de Ganancias” es una muestra indirecta
de la mejora relativa en las condiciones de la clase trabajadora desde
comienzos de siglo, tiempos muy recientes en los que ni siquiera se
reclamaba por salarios, sino simplemente por inclusión.
*Publicado en Página12
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