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En
tiempos de excepción, es decir, cuando los sistemas políticos entran en
crisis terminales, la utilización de la violencia es, quizás, el
recurso básico para imponer una decisión. Ante esquemas de vacío de
poder, la imposición puede surgir como fundamento último de la voluntad
de un grupo o de un sector político. Eso ocurre, bajo gobiernos
dictatoriales ilegítimos e ilegales –la experiencia de la "Revolución
Argentina", por ejemplo– que no permiten espacios institucionales de
acción pública o en las crisis democráticas muy profundas –el proceso
que va de la muerte de Juan Domingo Perón al golpe de 1974–.
En tiempos
de normalidad institucional, la utilización de la violencia es, lejos de
convertirse en una legitimación del propio poder, un signo de la propia
impotencia. Violentan a las sociedades democráticas aquellos que no
pueden salir de su imposibilidad para generar políticas mayoritarias,
generalmente la "derecha" –con todo lo profuso que significa este
término–; o aquellos que no pueden escapar de su propia lógica de
minorías iluminadas, generalmente grupos de la izquierda "lumpenizada"
sin vocación de poder.
A principios de 1973, el presidente cubano Fidel Castro le contestó con
una lúcida carta a un pedido de armas y de dinero realizado por Mario
Santucho, líder del Ejército Revolucionario del Pueblo. En esa misiva,
el indiscutible jefe revolucionario latinoamericano le contestó palabra
más palabra menos –la cita textual pueden buscarla en el libro Todo o
nada, de María Seoane–: "¿Y desde cuándo, chico, se le hacen
revoluciones a un gobierno elegido por el pueblo?" La frase ilumina la
diferencia entre un estadista de izquierda y los "maximalistas a la
violeta". Aclaro, por las dudas, que no considero a Santucho un
"maximalista a la violeta" ni por asomo, aun cuando considere, con el
resultado puesto, que su estrategia posterior al 25 de mayo de 1973 haya
sido absolutamente equivocada. Me refiero a aquellos lideruchos de
grupos minúsculos que intentan desestabilizar gobiernos democráticos
legitimados por las mayorías en nombre de supuestas utopías que en la
práctica no mejoran las condiciones materiales de nadie, excepto de sus
propios referentes a costa de sus clientelas.
Del otro lado, en un extraño juego de pinzas, el moyanismo ha mostrado
su peor cara en Campana, por ejemplo, dónde militantes de su gremio
habrían sido identificados como promotores de los saqueos a
supermercados. Lejos de convertirse en una demostración de poder o de
capacidad de daño, la táctica de la violencia demuestra que el
"moyanismo" como expresión política ha llegado a su propio límite. Es
decir, que ya ha alcanzado su punto máximo de crecimiento y ahora ha
entrado en un barranca bajo sin emoción ni final. Así parece demostrarlo
la pobre convocatoria que obtuvo su acto en Plaza de Mayo, organizado
el mismo día en que se recordaba los cacerolazos contra el gobierno de
Fernando de la Rúa en el año 2001.
En ese acto Moyano encontró las propias limitaciones del pequeño frente
opositor sindical. Porque la convocatoria fue menor a la esperada. Pese
al esfuerzo denodado del diario Clarín por tratar de convertir en
"masivo" un acto que hasta el propio diario La Nación reconoció como una
"plaza a medias", fue evidente que se trato de una demostración de
debilidad más que de fuerza. Y porque la columna más importante fue la
del gremio de Camioneros, como era de esperar. Lo que demuestra que el
sector de la CTA liderada por Pablo Michelli, es decir, "su central",
tiene menos poder de convocatoria que un solo sindicato de la CGT como
es el que conduce Moyano. También hace patente la excesiva "Moyano
dependencia" de la CGT opositora. Si no moviliza Camioneros, los demás
gremios tienen muy poco peso específico. Los unen ciertas lealtades
provenientes de los años noventa, por un lado, como es el caso del
gremio de Canillitas y Dragado y Balizamiento, y un mismo encono contra
el gobierno nacional, por el otro, como el de Luis Barrionuevo y
Jerónimo "Momo" Venegas.
La hipocresía con la que tanto Hugo Moyano como Pablo Michelli
analizaron (festejaron) los saqueos de estos días se ajusta de alguna
manera al hecho de que ninguno de los dos hayan sido protagonistas
destacados de aquellas trágicas jornadas de diciembre de 2001
–recordemos que la CTA dirigida por Víctor de Gennaro no había llamado a
movilizar y el MTA tampoco–. Es quizás por eso que la manipulación de
la fecha se hizo evidente y molesta para grandes sectores de la
sociedad.
Claro que es necesario desmalezar los saqueos, individualizarlos para
obtener un claro panorama. En el caso de Bariloche, la operación se
monta sobre un polvorín. La ciudad a orillas del Nahuel Huapi es una de
las expresiones de mayor desigualdad de la Argentina. Más de 40 mil
personas –aquellos que viven en El Alto– no superan la línea de la
pobreza. La ttal ausencia
del Estado municipal y provincial convierte esa situación en deplorable
en los meses de invierno, por ejemplo, cuando las barriadas pobres no
tienen gasnatural, no tienen
acceso a garrafas ni a leña subvencionada y, literalmente, los pobres se mueren de frío.
La administración municipal siempre estuvo más preocupada por supuestas
grandes obras de infraestructura que tardan años en realizarse
–sospechadas de corrupción– que de la redistribución de la riqueza.
Bariloche tiene un altísimo nivel de evasión fiscal que favorece a las
familias poderosas económicamente y un magrísimo sentido de reparto de
los recursos. Y todo eso bajo el gobierno de un intendente que se hace
llamar kirchnerista pero que no replica en lo más mínimo las políticas
nacionales.
Ante ese panorama, dos agrupaciones políticas: la Primero de Mayo,
ligado a la anarquista FOB, y la 17 de Junio, que nuclea a los padres de
las víctima de la represión policial de 2010, iniciaron los extraños
saqueos de locales de electrodomésticos y supermercados. "Extraños"
porque pareciera que había mayor desesperación por los LCD y los equipos
de audio que por los paquetes de arroz o de polenta. Y más de uno de
los saqueadores llegaban al lugar en autos y camionetas 4x4. Difícil,
entonces, separar la desesperación producto de la pobreza de la
delincuencia con objetivos políticos.
Algo similar ocurrió en Campana y en el Conurbano Bonaerense. Sobre
reclamos atendibles, se montaron las operaciones de desestabilización.
Más que muchedumbres desahuciadas que buscaban comida como en el 2001 se
producían hechos concretos perpetrados por grupos perfectamente
organizados con más intención de generar terror que de obtener alimentos
para llevar a sus hijos. Los pobres no encapuchan su desesperación.
Pero lo que sí hay que tener en cuenta es que la sociedad argentina ha
heredado del neoliberalismo bolsones de "lumpenproletariado" difíciles
de desarticular con políticas públicas. Y eso también forma parte de la
deuda interna.
El kirchnerismo afronta ahora un nuevo desafío. Hasta ahora, el gobierno
nacional sólo había tenido que hacer frente a las políticas fácticas de
los grupos económicos poderosos –las organizaciones rurales atacando la
Constitución Nacional bloqueando los caminos, Clarín burlándose de un
Poder Judicial enmantecado– que recurrían a distintos tipos de violencia
ante su propia impotencia para constituir legitimidad. Desde el 20 de
noviembre pasado, cuando grupos reducidos de militantes de la CTA y la
izquierda maximalista cortaron los accesos de la Capital Federal,
pasando por los saqueos de esta semana, debe enfrentar otro tipo de
violencia, el de la desarticulación social explotada por jefes que,
disfrazados de "progresistas" le hacen el juego a la derecha rancia de
este país.
*Publicado en Tiempo Argentino
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