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La palabra conciencia se nos
escurre entre las manos. Es raro tener una palabra entre las manos. Pero ella
significa muchas cosas, que tan pronto terminan de insinuarse, se diluyen en
múltiples equivalencias. También resbaladizas: razón, intención, lenguaje,
discurso, inconsciente, juicio, conocimiento, sabiduría, cuidado, alma,
escrúpulo, ego, espíritu, persona. ¿No usamos la palabra conciencia, cuando la
solicitamos en nuestra lengua común, para cualquiera de estas acepciones? Con
este ambiguo repertorio, la palabra conciencia ha estado siempre en el
estrellato de la filosofía y se convierte en el trasfondo de todo lo que
estamos discutiendo actualmente. Porque no puede dejar de ser invocada
precisamente por su equivocidad. Postulamos a la conciencia cuando preguntamos:
¿En qué creer? ¿Se induce el voto? ¿Qué es el clientelismo? ¿Qué es la
conciencia respecto a las normas o las leyes? ¿Hay conciencia de clase? ¿Lo
popular es una forma de la conciencia? ¿Un gesto político es una forma de la
conciencia? ¿O ya no es posible, salvo para los sempiternos fenomenólogos y
existencialistas tardíos, elaborar nociones sociales y políticas sobre la base
de las expresiones de la conciencia?