Leía en forma distraída un texto del filósofo político alemán Isaiah Berlin mientras miraba a los salteños y salteñas pasear presuntuosos por su hermosa Plaza 9 de julio cuando comencé a entablar una relación lúdica entre las ideas de “liberalismo monista” y “liberalismo pluralista” y la historia de las ideas argentinas. Nada hay más divertido que ensayar la aplicación de conceptos a situaciones empíricas para ver si encajan como piezas de rompecabezas o, al menos, para poder reflexionar y repensar situaciones a la luz de la utilización –no sin intencionalidad metafórica– de nuevas perspectivas. Sostengo desde hace años (ver El Loco Dorrego) la tesis –no muy novedosa, por cierto (ver Sarmiento, Ingenieros, Hernández Arregui, Ramos, entre tantos otros)– que afirma que la historia argentina está sostenida sobre dos fuentes básicas de pensamiento y de acción política: por un lado, el liberalismo conservador (LC), y por el otro el nacionalismo popular.
Obviamente, no se trata de hacer un damero esquemático e inamovible sino de comprender las dos paralelas que traccionan las conductas y la generación de ideas de los diferentes actores del mapa argentino. La tradición nacional puede describirse por extensión como hispanista, criollista, americanista, colectivista, republicana, democrática –en términos sustantivos-; mientras que el liberalismo conservador se caracteriza por su tradición anglo-francesa, su evangelización civilizatoria, la apelación al individualismo, su proclividad a las interrupciones institucionales, la enunciación de valores democráticos formalistas. (Digresión: No incluyo en este esquema tradiciones menores como el nacionalismo católico oligárquico –con sus aberraciones paranoicas– ni las experiencias de izquierda tradicional –con sus acertados diagnósticos en muchos casos pero con recetas inaplicables– por su imposibilidad por conseguir consensos mayoritarios para convertirse en verdaderas opciones de poder).
Berlin habla de dos tipos de concepciones filosóficas en la
historia de las ideas de la humanidad: el monismo y el pluralismo. El
primero, como se sabe, es la construcción de una única escala de valores
basada en una única naturaleza humana, una sola racionalidad y un solo
progreso. Esta idea moderna y prerromántica –en baja estima en la
actualidad– supone que hay una sola forma de comprender al hombre. El
segundo se basa sobre la posibilidad de que exista más de una escala de
valores –sin alcanzar el relativismo absoluto–, más de una idea de
felicidad humana, y duda de la racionalidad como único fundamento de
acción política y de la existencia de una línea de progreso sin
historicidades ni particularidades culturales.
A priori uno podría pensar que el peronismo con su lema “la única
verdad es la realidad” podría ser el imperio del monismo en la
Argentina. Sin embargo, en esa frase hay mucho menos de tautología que
de pragmatismo empirista. “La única teoría válida –parecería decir– es
aquella que se puede constatar y aplicar al mundo de los sentidos”. Las
teorías inaplicables son galimatías o juegos de crucigramas. Esa frase
esconde un pluralismo de posibilidades y un monismo basado en el
resultado. Es verdad lo eficiente.
El liberalismo criollo, en cambio, ha abrazado un peligroso monismo
valorativo y teórico que lo ha anquilosado y convertido en un
fosilizado armazón enunciativo. Desde Civilización o Barbarie, el
conservadurismo disfrazado de liberal ha construido una visión monista
de la existencia humana: hay una sola línea civilizatoria, una sola
forma de democracia, un solo proceso de progreso humano, una sola forma
“apolítica” de hacer política.
Este liberalismo monista –que a veces logra disfrazarse de
progresista interpretado por enojadísimos intelectuales a sueldo en sus
instituciones académicas y sus principales diarios– establece como única
racionalidad la suya, con un solo sistema métrico posible sobre el bien
y el mal, lo correcto, lo democrático, lo político, sin poder aceptar
otro modelo de gestión de autoridad, de liderazgo, de representación
democrática, de inversión de valores.
Y si bien se reconoce a sí mismo como liberal romántico de mediados
del siglo XIX, en realidad, repite sólo sus formas pero no produce el
descalabro pasional que genera en Europa. El liberalismo monista es
heredero de un pensamiento romántico sin romanticismo. Porque la
generación intelectual de 1837 –que marcó la cancha cultural en la
Argentina– imitó la literatura europea, pero en lo substancial no
significó un quiebre con la racionalidad occidental, como lo marca
Berlin. Es un romanticismo sin nación a la francesa ni volks a la
alemana, sin el desborde pasional subversivo respecto de la tradición
europea, y sin la asunción de lo “americano” como exuberancia sino como
ajenidad. La Generación del 37 –esto ya lo dijeron otros antes que yo–
integrada por Juan Bautista Alberdi –el más interesante de ellos a mi
modesto entender–, por Bartolomé Mitre, Esteban Echeverría y Domingo
Sarmiento, entre otros, no hizo otra cosa que intentar convertirse en el
mascarón de proa de la civilización europea en América. Es decir,
mientras el romanticismo destrozaba los cimientos de Occidente –perdón
por la exhuberancia irónica– aquí intentaba imponer esa racionalidad.
Ese monismo antiplural que eligieron los representantes del
liberalismo conservador vernáculo tuvo su expresión de máxima
peligrosidad en la enunciación de la dicotomía “civilización y/o
barbarie”. Porque como toda visión monista estaba a punto de convertirse
en exterminadora: lo bárbaro, lo ajeno, lo extranjero debía ser
extirpable; y así lo fue: primero el gaucho, luego el indio, después el
yrigoyenismo y finalmente el peronismo fueron las víctimas-victimarios
de ese pensamiento binario. El conservadurismo argentino se llevó a las
patadas con la Otredad y terminó haciendo del Otro un objeto de
eliminación o de depósito en campos de concentración.
El desprecio y el odio de las principales plumas del liberalismo
conservador teñido de progresista hoy son hijos, en parte, de este
elitismo cultural monista de las clases dominantes argentinas. Sólo
alguien que considera a los estudiantes de Letras la “crem de la crem”
de la intelectualidad argentina sólo por pasar por sus cátedras puede
ser adalid de “patoviquismo cultural” similar al del portero de
Auschwitz.
Esa visión elitista les hace creer al liberalismo conservador que
son parte de la modernidad argentina, pero lejos de convertirse en
vanguardia terminan convertidos en una sencilla oligarquía retardataria,
custodia de manierismos y prerrogativas.
Como pocas veces ha detentado los recursos del poder, el movimiento
nacional, popular, democrático, se ha visto obligado permanentemente a
comprender si no la pluralidad, al menos la existencia del Otro
poderoso. Por ser su víctima, para establecer relaciones carnales con el
liberalismo conservador como en los noventa o como adversario
hegemónico. Pero nunca lo reconoce, por su imposibilidad fáctica, como
objeto de exterminio. Mientras el LC es monista, el nacionalismo popular
se ve obligado, al menos a ser dualista, cuando no pluralista como
aglutinador del resto de la Otredad.
La irrupción de la Otredad pluralista es vista por el status quo
monista como lo aberrante, lo no decente, lo incorrecto, lo
incorregible, lo que no debería existir, lo exterminable. No son
comprensibles ni sus motivaciones ni sus ideas ni sus maneras. No están
dentro del canon de la racionalidad europea que el LC concibe que la
“única verdad es la verdad verdadera”, es decir ya no con el mundo
empírico como referencia sino la teoría por la teoría misma. Así, es
posible “formar ciudadanía” desde las escuelas a Dios rogando y con el
Facundo dando pero imposible tolerar que el Otro “adoctrine” con El
Eternauta, por ejemplo. Y el adoctrinamiento liberal está tan
encarnizado que, en aquellos que no hay mala intención, no pueden
comprender que el Estado a través de sus aparatos ideológicos ha
adoctrinado en los últimos 150 años a la sociedad forjando una
mentalidad determinada. Para el monismo, todo lo que no es propio es
anómalo. Un grupo de jóvenes regalando libros es “adoctrinamiento”,
regalar medialunas con la remera amarilla del PRO o borrar manuales con
contenido gramsciano, como hizo el ministro de Educación porteño, es
hacer tareas “divertidas” y “bien pensantes”. Hacer política regalando
libros es una actividad fascista, prohibir determinadas lecturas es PRO o
llevar el mensaje de un grupo mediático monopólico a través de “Clarín
en las escuelas” es filantropía y no lobotomización de las conciencias
de millones de argentinos. Es decir, el Liberalismo conservador y sus
aparatos ideológicos puede “adoctrinar”, pero el nacionalismo popular no
puede “formar ciudadanía”. El que no comprende esto es demasiado
ingenuo o cómplice.
Un último punto a pensar y reflexionar es el de la política en la
escuela. Mientras el monismo piensa que sólo se forma ciudadanía a
través del colegio, el dualismo o el pluralismo no duda en saber que la
política se enseña haciendo política. El "0800-denuncie los subversivos
al PRO" o el "0800-¿sabe lo que está haciendo su hijo en este momento?"
no es otra cosa que la emergencia de la No-Política como forma de acción
política.
Según gran parte del LC, la política debe ser supuestamente
profiláctica y desideologizada. Sólo construida de esa manera, la acción
colectiva puede ser utilizada como condón por las clases dominantes. El
kirchnerismo vino a traer una mala noticia: hay formas menos
circunspectas de hacer política. Para el monismo liberal la democracia
es, en el mejor de los casos, un liceo de señoritas; en el peor, la paz
de los sepulcros. Para el movimiento nacional y popular, la democracia
es un lindo quilombito de a muchos. Quien escribe estas líneas está
convencido que la democracia será quilombera o no será nada.
*Publicado en Tiempo Argentino
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