“Lo
esencial es invisible a los ojos” parecía, a los doce años, un gran
descubrimiento. Varias generaciones experimentaron el vacío en el
estómago que provoca una revelación repentina cuando comprendieron esa
frase que El Principito le decía a su rosa presumida, tan segura ella de
que de su aspecto fresco y apimpollado dependía todo su ser. A esa
afirmación de El Principito podrían suscribir hoy, a dúo desafinado,
Fiona y Schrek, que significan más o menos lo mismo. Si hay algo
esencial que permanece más allá de lo visible, entonces eso hace a lo
visible algo accesorio. Pero esa frase corre en el sentido inverso al
mandato de la época que atravesamos, en la que se afirma
ininterrumpidamente, en miles de mensajes simultáneos, que el amor entra
por los ojos. O sea, todo lo contrario.
Cuando hablamos en términos de batalla cultural, esto es, de lucha simbólica, nos referimos también a la suerte que corren este tipo de dilemas o contradicciones al ser tramitados subjetivamente. Se habla de ideología en el sentido más amplio, la que surge de textos universitarios y corrientes de opinión, pero también la que se expande en las frases de los señaladores o los sobrecitos de azúcar. “Lo esencial es invisible a los ojos”, después de todo, terminó siendo una frase de señalador, así como los valores del Che fueron desviados hacia el estampado de una remera –que, remera y todo, fue prohibido en la Gran Bretaña de los Juegos Olímpicos: increíble–. Como fuere, en nosotros conviven esos dos corpus superpuestos. El de la escala de valores y el del valor de la imagen.
La imagen fue ganando un protagonismo exasperado en las décadas pasadas, merced a las nuevas tecnologías, por un lado, y al neoliberalismo, por el otro. La subordinación del contenido a la forma fue un movimiento ideológico de pinzas que llevaron adelante, desde los ’80, el marketing y los medios de comunicación masiva. La imagen se comió el contenido. La lucha por el poder se volvió lucha de imágenes. Mientras por el lado privado el imperio de la imagen desvive a hombres y mujeres que se niegan a envejecer desde los 30 años, mientras se extienden los trastornos de alimentación y de autoimagen, y hay hasta un servicio de Internet que ofrece al suscriptor “mejorar su imagen” ante sus amigos del Facebook a través de falsas noticias sobre sí mismo en las que adquiere el rol de ganador, en el mundo público los medios concentrados que resisten la aplicación de la ley de medios se han vuelto picadoras de imágenes oficialistas, y por ellos deambulan cada día políticos sin más base ni incidencia que, precisamente, la imagen que les prestan los medios concentrados. La subordinación del contenido a la forma se completa allí con la subordinación de la política a los intereses de los medios que ofrecen, a cambio, la plataforma de su visibilidad como moneda de pago. Los derivados directos del imperio de la imagen son fenómenos variados que abarcan desde la operación de tetas como regalo de cumpleaños de 15 hasta la elección de un candidato por el tipo de trajes que usa o el jopo que lleva, que ahí está el mexicano Peña Nieto.
Uno siempre vuelve, pobre Juan Manuel Casella, al recuerdo de su dentadura arreglada hacia las elecciones de 1987, porque fue un hito en la llegada de la videopolítica. Fue un primer caso disruptivo con la vieja escala de valores, en la que a muchos dirigentes les hubiera dado pudor arreglarse los dientes para tener mejor imagen. Lo cierto es que los dirigentes políticos, a partir de entonces, tuvieron que construirse inevitablemente una imagen, pero no para sus votantes, sino para los medios, tomados por inevitables intermediarios entre ellos y el electorado. Y aquí “la imagen” vale doble: es la imagen literal, forjada con un corte de pelo, un color de traje, una sonrisa blanca, una mirada a cámara; y es la imagen como suma de atributos atribuidos por los medios a ese corte de pelo, ese color de traje, esa sonrisa blanca, que reemplazan a las ideas. El máximo exponente de esta forma de política intermediada por la imagen que proyectan los medios concentrados es Macri. Ya desde antes de ganar por más del 60 por ciento de los votos su segundo mandato, Macri había corrido su deseo político de la ciudad a su candidatura presidencial, aunque tuvo que conformarse con ser por segunda vez jefe de Gobierno de una ciudad habitada por “gente” que es “rehén” del gobierno nacional.
A eso, básicamente, se reduce su tarea de gobierno: a una huelga de brazos caídos u hombros encogidos, a un porte de “y a mí por qué me miran” si la culpa es de “de esta señora de enfrente”. Parece puesto allí para no gobernar y dejar que todo se venga abajo, listo para repetir ante las cámaras que “lamentablemente” el gobierno nacional “castiga a Buenos Aires”. Sigue usando con una impunidad repugnante a los muertos de Once, y sigue acusando por cada cosa que les compete a los demás, como un eterno hijo demandante.
Sin otra iniciativa política que esa construcción de imagen que deja en manos de cuatrocientos medios de comunicación, Macri depende de ellos: está en sus manos; si lo soltaran, caería por peso absolutamente propio. El jefe de Gobierno procesado por asociación ilícita y sus planes para el futuro están íntimamente relacionados con el nuevo hit que le preparan sus comunicadores mientras se lo cocinan a sí mismos: el latiguillo de la “justicia independiente” que gritaban los caceroleros del mes pasado es una banda de sonido propicia para cantar si la Justicia los obliga a desinvertir y, al mismo tiempo, si su delfín sufre un revés en el juicio oral por las escuchas ilegales.
Pero aun con ese salvavidas de imagen que es el conglomerado de medios que sigue sin ver nada de raro en una ciudad colapsada y un jefe de Gobierno que parece no saber de lo que habla, es tal su estado hueco tras la imagen creada, que la imagen empieza a desdibujarse. Al hueco no hay con qué llenarlo. El largo paro de subtes, que endemonió la ciudad y le complicó la vida a más de un millón de personas, fue un exceso hasta para la imagen blindada de quien nunca fue más que su imagen. Macri insiste en ser recibido por la Presidenta, como si él y sólo él y su única idea fueran cuestiones de Estado, y no el malestar creciente en una ciudad irritada por la inacción, sucia como nunca, en una ciudad que se quedó a oscuras porque Macri no pagó la luz y en la que se está reclamando declarar la emergencia sanitaria neonatal, porque las sombrillitas amarillas serán bárbaras, pero se nos mueren los pibes.
Macri tenía un plan A, que le salió mal. Y no tiene plan B.
*Publicado en Página12
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