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lunes, 20 de agosto de 2012

LA CÁMPORA Y EL LIBERALISMO MONISTA

Por Hernán Brienza*

Leía en forma distraída un texto del filósofo político alemán Isaiah Berlin mientras miraba a los salteños y salteñas pasear presuntuosos por su hermosa Plaza 9 de julio cuando comencé a entablar una relación lúdica entre las ideas de “liberalismo monista” y “liberalismo pluralista” y la historia de las ideas argentinas. Nada hay más divertido que ensayar la aplicación de conceptos a situaciones empíricas para ver si encajan como piezas de rompecabezas o, al menos, para poder reflexionar y repensar situaciones a la luz de la utilización –no sin intencionalidad metafórica– de nuevas perspectivas. Sostengo desde hace años (ver El Loco Dorrego) la tesis –no muy novedosa, por cierto (ver Sarmiento, Ingenieros, Hernández Arregui, Ramos, entre tantos otros)– que afirma que la historia argentina está sostenida sobre dos fuentes básicas de pensamiento y de acción política: por un lado, el liberalismo conservador (LC), y por el otro el nacionalismo popular.  

Obviamente, no se trata de hacer un damero esquemático e inamovible sino de comprender las dos paralelas que traccionan las conductas y la generación de ideas de los diferentes actores del mapa argentino. La tradición nacional puede describirse por extensión como hispanista, criollista, americanista, colectivista, republicana, democrática –en términos sustantivos-; mientras que el liberalismo conservador se caracteriza por su tradición anglo-francesa, su evangelización civilizatoria, la apelación al individualismo, su proclividad a las interrupciones institucionales, la enunciación de valores democráticos formalistas. (Digresión: No incluyo en este esquema tradiciones menores como el nacionalismo católico oligárquico –con sus aberraciones paranoicas– ni las experiencias de izquierda tradicional –con sus acertados diagnósticos en muchos casos pero con recetas inaplicables– por su imposibilidad por conseguir consensos mayoritarios para convertirse en verdaderas opciones de poder).

Berlin habla de dos tipos de concepciones filosóficas en la historia de las ideas de la humanidad: el monismo y el pluralismo. El primero, como se sabe, es la construcción de una única escala de valores basada en una única naturaleza humana, una sola racionalidad y un solo progreso. Esta idea moderna y prerromántica –en baja estima en la actualidad– supone que hay una sola forma de comprender al hombre. El segundo se basa sobre la posibilidad de que exista más de una escala de valores –sin alcanzar el relativismo absoluto–, más de una idea de felicidad humana, y duda de la racionalidad como único fundamento de acción política y de la existencia de una línea de progreso sin historicidades ni particularidades culturales.
A priori uno podría pensar que el peronismo con su lema “la única verdad es la realidad” podría ser el imperio del monismo en la Argentina. Sin embargo, en esa frase hay mucho menos de tautología que de pragmatismo empirista. “La única teoría válida –parecería decir– es aquella que se puede constatar y aplicar al mundo de los sentidos”. Las teorías inaplicables son galimatías o juegos de crucigramas. Esa frase esconde un pluralismo de posibilidades y un monismo basado en el resultado. Es verdad lo eficiente.
El liberalismo criollo, en cambio, ha abrazado un peligroso monismo valorativo y teórico que lo ha anquilosado y convertido en un fosilizado armazón enunciativo. Desde Civilización o Barbarie, el conservadurismo disfrazado de liberal ha construido una visión monista de la existencia humana: hay una sola línea civilizatoria, una sola forma de democracia, un solo proceso de progreso humano, una sola forma “apolítica” de hacer política.
Este liberalismo monista –que a veces logra disfrazarse de progresista interpretado por enojadísimos intelectuales a sueldo en sus instituciones académicas y sus principales diarios– establece como única racionalidad la suya, con un solo sistema métrico posible sobre el bien y el mal, lo correcto, lo democrático, lo político, sin poder aceptar otro modelo de gestión de autoridad, de liderazgo, de representación democrática, de inversión de valores.
Y si bien se reconoce a sí mismo como liberal romántico de mediados del siglo XIX, en realidad, repite sólo sus formas pero no produce el descalabro pasional que genera en Europa. El liberalismo monista es heredero de un pensamiento romántico sin romanticismo. Porque la generación intelectual de 1837 –que marcó la cancha cultural en la Argentina– imitó la literatura europea, pero en lo substancial no significó un quiebre con la racionalidad occidental, como lo marca Berlin. Es un romanticismo sin nación a la francesa ni volks a la alemana, sin el desborde pasional subversivo respecto de la tradición europea, y sin la asunción de lo “americano” como exuberancia sino como ajenidad. La Generación del 37 –esto ya lo dijeron otros antes que yo– integrada por Juan Bautista Alberdi –el más interesante de ellos a mi modesto entender–, por Bartolomé Mitre, Esteban Echeverría y Domingo Sarmiento, entre otros, no hizo otra cosa que intentar convertirse en el mascarón de proa de la civilización europea en América. Es decir, mientras el romanticismo destrozaba los cimientos de Occidente –perdón por la exhuberancia irónica– aquí intentaba imponer esa racionalidad.
Ese monismo antiplural que eligieron los representantes del liberalismo conservador vernáculo tuvo su expresión de máxima peligrosidad en la enunciación de la dicotomía “civilización y/o barbarie”. Porque como toda visión monista estaba a punto de convertirse en exterminadora: lo bárbaro, lo ajeno, lo extranjero debía ser extirpable; y así lo fue: primero el gaucho, luego el indio, después el yrigoyenismo y finalmente el peronismo fueron las víctimas-victimarios de ese pensamiento binario. El conservadurismo argentino se llevó a las patadas con la Otredad y terminó haciendo del Otro un objeto de eliminación o de depósito en campos de concentración.
El desprecio y el odio de las principales plumas del liberalismo conservador teñido de progresista hoy son hijos, en parte, de este elitismo cultural monista de las clases dominantes argentinas. Sólo alguien que considera a los estudiantes de Letras la “crem de la crem” de la intelectualidad argentina sólo por pasar por sus cátedras puede ser adalid de “patoviquismo cultural” similar al del portero de Auschwitz. 
Esa visión elitista les hace creer al liberalismo conservador que son parte de la modernidad argentina, pero lejos de convertirse en vanguardia terminan convertidos en una sencilla oligarquía retardataria, custodia de manierismos y prerrogativas.
Como pocas veces ha detentado los recursos del poder, el movimiento nacional, popular, democrático, se ha visto obligado permanentemente a comprender si no la pluralidad, al menos la existencia del Otro poderoso. Por ser su víctima, para establecer relaciones carnales con el liberalismo conservador como en los noventa o como adversario hegemónico. Pero nunca lo reconoce, por su imposibilidad fáctica, como objeto de exterminio. Mientras el LC es monista, el nacionalismo popular se ve obligado, al menos a ser dualista, cuando no pluralista como aglutinador del resto de la Otredad.
La irrupción de la Otredad pluralista es vista por el status quo monista como lo aberrante, lo no decente, lo incorrecto, lo incorregible, lo que no debería existir, lo exterminable. No son comprensibles ni sus motivaciones ni sus ideas ni sus maneras. No están dentro del canon de la racionalidad europea que el LC concibe que la “única verdad es la verdad verdadera”, es decir ya no con el mundo empírico como referencia sino la teoría por la teoría misma. Así, es posible “formar ciudadanía” desde las escuelas a Dios rogando y con el Facundo dando pero imposible tolerar que el Otro “adoctrine” con El Eternauta, por ejemplo. Y el adoctrinamiento liberal está tan encarnizado que, en aquellos que no hay mala intención, no pueden comprender que el Estado a través de sus aparatos ideológicos ha adoctrinado en los últimos 150 años a la sociedad forjando una mentalidad determinada. Para el monismo, todo lo que no es propio es anómalo. Un grupo de jóvenes regalando libros es “adoctrinamiento”, regalar medialunas con la remera amarilla del PRO o borrar manuales con contenido gramsciano, como hizo el ministro de Educación porteño, es hacer tareas “divertidas” y “bien pensantes”. Hacer política regalando libros es una actividad fascista, prohibir determinadas lecturas es PRO o llevar el mensaje de un grupo mediático monopólico a través de “Clarín en las escuelas” es filantropía y no lobotomización de las conciencias de millones de argentinos. Es decir, el Liberalismo conservador y sus aparatos ideológicos puede “adoctrinar”, pero el nacionalismo popular no puede “formar ciudadanía”. El que no comprende esto es demasiado ingenuo o cómplice. 
Un último punto a pensar y reflexionar es el de la política en la escuela. Mientras el monismo piensa que sólo se forma ciudadanía a través del colegio, el dualismo o el pluralismo no duda en saber que la política se enseña haciendo política. El "0800-denuncie los subversivos al PRO" o el "0800-¿sabe lo que está haciendo su hijo en este momento?" no es otra cosa que la emergencia de la No-Política como forma de acción política. 
Según gran parte del LC, la política debe ser supuestamente profiláctica y desideologizada. Sólo construida de esa manera, la acción colectiva puede ser utilizada como condón por las clases dominantes. El kirchnerismo vino a traer una mala noticia: hay formas menos circunspectas de hacer política. Para el monismo liberal la democracia es, en el mejor de los casos, un liceo de señoritas; en el peor, la paz de los sepulcros. Para el movimiento nacional y popular, la democracia es un lindo quilombito de a muchos. Quien escribe estas líneas está convencido que la democracia será quilombera o no será nada.
*Publicado en Tiempo Argentino

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