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En
estos días que están pasando vuelven, casi precisos, desde la
adolescencia, unos contundentes versos de Bertolt Brecht: "El analfabeto
político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo
que odia la política". Y la odia, fundamentalmente, definida como un
modo preciso, concreto de intervenir en la realidad -cotidiana- de los
diferentes habitantes de una sociedad, es decir, si la política deviene
motor imprescindible de los cambios posibles en las estructuras
sociales.
Una buena parte del denominado pensamiento occidental se destaca por
su carácter binario: blanco o negro. Parecería, en muchos casos, que
los matices se ignoran y sobre todo hoy en día en Argentina, un país en
el que ya no se debe hablar de izquierda y derecha sino de fragmentos
que van componiendo cada una de las ideologías no tan precisas como
podían serlo hace cuarenta años. Sin embargo, en ocasiones como estas,
en breves escritos, no queda otra opción que manejarse con esas
polaridades. Por lo tanto, sin temor a cometer un grave error, podríamos
asignarle a la derecha el odio a la política. Ellos no son analfabetos
políticos -en algunos casos sí- sino que siendo conscientes de que el
único modo de modificar el status quo es la intervención política, la
rechazan de plano. Siempre, pero siempre, desde los lugares más comunes,
al mejor estilo Flaubert; valga como ejemplo paradigmático: "Todos los
políticos son corruptos". Sí, claro, no soy un inocente que supone que
en política cada uno de los hombres y mujeres que la practican día a día
como profesión, digamos así, son santos que trabajan por el bien común.
No. Pero no queda otra que confiar en que, algunos de ellos, muchos o
pocos, tienen en sus manos la herramienta más potente para el cambio,
para que los expulsados luego de décadas infames criminales, lentamente,
regresen.
Pero retomemos el lugar común: "Todos los políticos son unos
ladrones". El movimiento de la derecha antipolítica -perdón por la
tautología- es el siguiente: desprestigia desde todos los puntos de
vista posibles a la política y cuando aparece en escena afirma: nosotros
no venimos de la política sino de lugares supuestamente asépticos como
pueden ser la actuación o el deporte. La prueba reside en que en general
estos personajes descriptos por ellos mismos como buenos tipos, serios,
limpios, sin prontuario -esto, claro, en apariencia- recaen en partidos
que profesan las ideas más conservadoras y retrógradas. Los casos son
bien conocidos por todos y no vale la pena mencionarlos.
Así, la lectura del poema de Brecht se complica. Analfabeto es, por
definición, alguien que no sabe, es el que ignora, el que no tiene
cultura. Analfabeto político sería aquél que desconoce el papel que
tiene la política para transformar, entre otras cosas, la realidad
económica de los individuos.
Sin embargo, y a partir de lo que se viene reflexionando, el
analfabeto político no ignora que "el costo de la vida, el precio del
poroto, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los
remedios, dependen de decisiones políticas", sino que lo sabe demasiado
bien y por eso cualquier decisión política que intervenga en el ámbito
sagrado de la libertad individual -B. Sarlo: "Hoy, en cualquier lugar
del mundo, afirmar la primacía absoluta de los derechos individuales (yo
hago lo que quiero con lo mío) es una versión patética y arcaica de lo
que se cree liberalismo"- es concebida como obra maestra del diablo o
sus secuaces.
Además, el que profesa una ideología de derecha, a diferencia del
analfabeto político, habla de política, participa incluso de los
acontecimientos políticos. Pero afirma que la política es detestable y
que son todos unos canallas. Queda claro, los reaccionarios no son
analfabetos políticos (algunos sí), son reaccionarios, a secas. El
problema es que el analfabeto político juega para ellos. Es el caso de
la maravillosa frase atribuida a Simón de Beauvoir: el que dice que es
de izquierda, es de izquierda; el que dice que es de derecha -escasos-,
es de derecha; el que dice que no es de izquierda ni de derecha, es de
derecha.
Ahora bien, la pregunta que inevitablemente surge es: ¿por qué el
rechazo visceral? Arriesgo, en el final, pudiendo pecar de ingenuo, una
respuesta (seguro existen muchas más): cuando los derechos de los otros,
de los postergados, de las minorías se extienden, la derecha siente en
carne viva que sus inveterados privilegios corren peligro de venirse
abajo. Pero deben quedarse tranquilos porque no es netamente así. Si los
derechos se amplían, ellos van a estar incluidos. Bueno, sí, quizás
deban pagar algo más de impuestos, como en cualquier país normal, en
donde el que más tiene más paga, con el objetivo de construir un tejido
social que contenga a los que no hayan tenido la suerte de forjar un
buen pasar. Porque vivimos en una sociedad y cada uno no se puede cortar
solo. Claro, ellos con esfuerzo y trabajo alcanzaron el éxito, pero
lamentablemente no todos lograron el sueño americano y por tanto es
necesario tomar ciertas medidas.
La respuesta, entonces, a la pregunta es: miedo, temor, inseguridad.
Ya lo decía el poeta alemán: no hay nada más parecido a un fascista que
un burgués asustado.
*Publicado en Rosario12
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