No
creo en el Derecho. Discúlpenme. Pero así como nunca he creído en el
periodismo como Cuarto Poder, como espacio público que otorga patente de
fiscales objetivos, neutrales e independiente a los periodistas,
tampoco creo en el Derecho como disciplina orientada a establecer
justicia en una sociedad determinada. De allí, mi soberana desconfianza
de las instituciones. No creo en jueces ni abogados como entidades
dignas de reverencias. Mi jacobinismo me impide pronunciar frases
disparatadas como "Vuestra Excelencia" o "Su Señoría". No creo en
magistrados que coleccionan apellidos y forman parte de "familias
judiciales" que se imbrican con poderosos bufetes de abogados que
intercambian secretos y favores, muchas veces a costa de los humildes y
del Estado. Siempre sospeché de un poder del Estado que se hace llamar
democrático y no es elegido por el pueblo ni representa a la
ciudadanía.
Desde mis años de estudiante en el cuadrado neoclásico de la
avenida Figueroa Alcorta, más precisamente mientras cursaba la materia
Filosofía del Derecho, con Eduardo Ángel Russo –un profesor de esos
cuyas palabras generaban una metralleta descontrolada de ideas en el
cerebro de sus alumnos–, perdí ese fervor fetichista que muchos sienten
por las normas y los complejos jurídicos. Si a eso le sumamos el
accionar de los hombres y mujeres del Poder Judicial, el cuadro de
paranoia y desconfianza se completa. El Poder Judicial nunca me ha
parecido el cuenco de la justicia. Apenas me resulta un enmarañado y
apasionante andamiaje de leyes, procedimientos y sanciones, resultado de
la Teoría Pura del Derecho de Hans Kelsen. Y este iuspositivismo
incluye, claro, un relativismo radicalizado respecto de las
posibilidades de un Poder Judicial nacional de poder emitir justicia.
Por lo tanto, si el Derecho no responde a una justicia divina o
natural, las normas son hijas del capricho de los hombres. Como Fiodor
Dostoievski le hiciera decir a un angustiado Iván Fiodorovich Karamazov:
"Si Dios no existe, todo está permitido." Las leyes, las instituciones,
las constituciones son, con mucho optimismo, hijas del consenso social,
de algún contrato previo. En el peor de los casos –y esto es lo que
realmente pienso–, la imposición de un sector social poderoso –una clase
dominante– de una serie de normas a los sectores subalternos.
Especialista en Derecho Romano, el napolitano Aldo Schiavone sentenció
en su libro IUS, La invención del Derecho en Occidente, que el Derecho
moderno no es otra cosa que una herencia de una "forma de
disciplinamiento social" diferente de la religión, la ética y la
política, y que ese sistema de "ritualidad y orden" logró transformarse
"en una ciencia y tecnología del control de la relaciones humanas". O
como se desprende de Michel Foucault, un tanto más directo: el Derecho
es el intento de la burguesía de cumplir su sueño en encerrar al
proletariado y controlar los cuerpos de los pobres.
Obviamente, el Derecho es un complejísimo edificio racional
estructurado e intermediado por cientos de intereses en pugna. La
"justicia" y la administración de justicia componen un sistema en
constante proceso de perfeccionamiento, y no es mi intención hacer una
diatriba absoluta ni posicionarme desde el No Lugar y desde allí arrojar
piedras contra los cristales del Palacio de Tribunales. Simplemente
recordar que las normas jurídicas y el Poder Judicial son consecuencias
de un resultado determinado de fuerzas políticas en pugna. Creo como
Pierre-Joseph Proudhon que "la propiedad es un robo", y como
Jean-Jacques Rousseau, que el hombre que dijo por primera vez "esto es
mío", inició una sucesión de engaños que dio comienzo a las desigualdad
entre los hombres (creo que la cita es de Rousseau; pero si no llega a
pertenecerle al autor de El Contrato Social, atribuya mi error, estimado
lector, a mi fervor sarmientino por falsear citas como hacía el gran
sanjuanino). Que el robo de un autoestereo conlleve una pena mayor que
un engaño amoroso –que es más doloroso y produce más daños
psicológicos–, por ejemplo, es una decisión estrictamente política
forzada por aquellos que más tienen, o al menos por aquellos que tienen
autoestereos sobre los que no tienen. A partir de aquí, todo el
andamiaje normativo es artificial y arbitrario (estoy exagerando,
obvio).
El Derecho argentino no puede estar exento de estos caprichos de
las clases dominantes. Hija del liberalismo decimonónico, la
Constitución Nacional es la imposición de los vencedores de Caseros –y
de Buenos Aires, tras la batalla de Pavón– y la organización del Poder
Judicial acompañó el Proceso de Organización Nacional que llevó adelante
Bartolomé Mitre con su ejército nacional, reprimiendo brutalmente a
quien se le interpusiera. El Poder Judicial, entonces, nació no sólo
liberal, sino también mitrista. Y la Corte Suprema de justicia nació
repleta de oscuridades. Su primer presidente fue Francisco de las
Carreras, quien duró apenas unos meses. Su remplazante fue el inefable
Salvador María del Carril, que ocupó ese puesto hasta 1877, cuando
renunció a la Corte.
¿Quién era Del Carril? El mismo que aconsejó a Juan Lavalle
derrocar a Manuel Dorrego y luego fusilarlo sin juicio previo.
Recordemos su carta: "Ahora bien, general, prescindamos del corazón en
este caso (...) Así, considere usted la suerte de Dorrego. Mire usted
que este país se fatiga 18 años hace, en revoluciones, sin que una sola
haya producido un escarmiento (...). En tal caso, la ley es que una
revolución es un juego de azar en el que gana hasta la vida de los
vencidos cuando se cree necesario disponer de ella. Haciendo la
aplicación de este principio de una evidencia práctica, la cuestión me
parece de fácil resolución. Si usted, general, la aborda así, a sangre
fría, la decide; si no, yo habré importunado a usted; habré escrito
inútilmente, y lo que es más sensible, habrá usted perdido la ocasión de
cortar la primera cabeza a la hidra, y no cortará usted las restantes;
¿entonces, qué gloria puede recogerse en este campo desolado por estas
fieras ? Nada queda en la República para un hombre de corazón."
¿No es impresionante? Para el presidente de la primera Corte
Suprema de Justicia de la Nación, es "ley" que aquellos que protagonizan
un golpe de Estado pueden ser los dueños de la vida de los vencidos. Y
allí sentó jurisprudencia sobre los golpes militares. Y si no, basta con
hacer memoria sobre la acordada del 10 de septiembre de 1930, tras el
golpe de José Félix Uriburu contra Hipólito Yrigoyen, en la que los
magistrados dispusieron sin vergüenza que "ese gobierno se encuentra en
posesión de las fuerzas militares y policiales necesarias para asegurar
la paz y el orden de la nación y, por consiguiente, para proteger la
libertad, la vida y la propiedad de las personas, y ha declarado además,
en actos públicos, que mantendrá la supremacía de la constitución y de
las leyes del país, en el ejercicio del poder; (…) Que el gobierno
provisional que acaba de constituirse en el país, es pues, un gobierno
de facto, cuyo título no puede ser judicialmente discutido con éxito por
las personas en cuanto ejercita la función administrativa y política
derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y seguridad
social". Esta acordada sentó jurisprudencia y dio cobertura jurídica a
todos los demás golpes de Estado y sus dictaduras respectivas. Es decir,
el órgano máximo del Poder Judicial siempre jugó a favor de los
intereses de los poderosos.
La lista de desastres del Poder Judicial es larguísima. Desde el
apoyo y complicidad con la represión ilegal de la última dictadura
militar hasta la Corte de los milagros presidida por Julio Nazareno y
los jueces que venden cautelares al Grupo Clarín para que este pueda
seguir riéndose de la democracia argentina, los ejemplos en los cuales
el Poder Judicial definió políticas a favor de los sectores dominantes
oscurecen el proceso de administración de justicia en nuestro país.
La presidenta Cristina Fernández de Kirchner –por su formación de
abogada y porque comprende al Estado Nacional como ordenador de la
sociedad– posiblemente no esté de acuerdo con nada de lo escrito en esta
nota. Sin embargo, su decisión de reformar el Poder Judicial es de una
radicalidad democrática abrumadora. La oposición podrá criticar sus
supuestas intenciones, la oportunidad del momento, etcétera, etcétera…
Lo que no podrán negar es que el Poder Judicial es uno de los últimos
bastiones de la Argentina conservadora y reaccionaria, un instrumento de
dominación de los sectores privilegiados sobre las clases subalternas.
Tampoco pueden negar que después de una democratización profunda de
nombres, de prácticas y procedimientos dentro del Poder Judicial, habrá
un Estado argentino más justo (perdón, no pude con mi ironía). O más
"ajustado", mejor dicho, a los intereses de la mayoría (valor que me
parece mucho más "verdadero" que el de justicia).
*Publicado en Tiempo Argentino
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