Imagen de blogdecristianiglesias.blogspot.com |
Es
sabido que ciertos personajes de la literatura han traspasado los
límites del texto en el que estaban encerrados, pegaron un salto y
empezaron a circular triunfalmente por la vida y la cultura, a veces,
como Edipo, durante siglos. Fue una suerte para él, pero no fue el único
que la tuvo, aunque el tránsito que recorrieron y recorren los menos
afortunados, como Hamlet o Alonso Quijano el Bueno, es de menor
duración, pero no de menor intensidad; debemos decir que esa menor
duración no es resultado de una incapacidad para pegar ese salto, sino
sólo de un hecho de nacimiento: nacieron siglos después y no pudieron
disfrutar del glorioso envejecimiento del Cid Campeador o el del astuto
Ulises, pero siguen gozando de su representatividad, son citados a cada
rato. Sin ellos la noción de ejemplo fallaría.
Estas comparaciones –hay muchos personajes más, igualmente vivos
fuera de las páginas en los que fueron cobijados, como Raskolnikov,
Madame Bovary, el Capitán Nemo, Pedro Páramo y tantos otros– no son
vanas: permitirían establecer un cuadro en el que se destacan por su
universalidad por oposición a otros personajes cuya gravitación es
relativa a la situación en la que se desempeñan: una cosa es el Quijote y
otra Funes, el memorioso.
De entre éstos quisiera destacar al Cándido, de la novela de
Voltaire. Tanto se ha impuesto que ha dado lugar a un sustantivo, la
“candidez” –que ya existía, pero que sin él habría conservado su sentido
original, o sea la blancura–, y a un adjetivo, “cándido”, ingenuo,
susceptible de ser fácilmente engañado, carente de malicia aunque tal
vez no de inteligencia. Voltaire se mofa de su personaje, un optimista
radical, fiel seguidor de una famosa consigna de Leibniz: “Este es el
mejor de los mundos posibles”. Así, pues, este personaje perdura porque
encarna el optimismo, así como Quijano representa la utopía y el Cid el
arrojo patriótico. Y puesto que estamos en personajes literarios diría
que los opuestos a los de Voltaire serían, más allá de los que no son ni
una cosa ni la otra, los héroes de la novela negra, los Marlowe que
siempre desconfían, los que creen que detrás de toda promesa hay una
traición, que nada es tan bello como pretende serlo y que los crímenes
más espantosos se dan en las familias más respetables sin que haya modo
de contradecir esta ley. ¿Pesimismo?
¿Optimismo? Cándido y Pangloss parecen ser optimistas a rabiar y
contra toda evidencia, pero la fórmula –la inventó Leibniz– en realidad
está satirizada por Voltaire: ¿quién podría creer, después del terrible
terremoto de Lisboa de 1755, que éste es el mejor mundo? Para burlarse
del filósofo, quizás teniendo a la vista esa catástrofe natural,
Voltaire hace caer sobre sus personajes, en 1759, toda clase de
desgracias; me atrevería a decir que, al contrario, la fórmula sería en
verdad dramáticamente pesimista: si esto que nos rodea, o sea el mundo,
es lo posible, o sea que no se puede aspirar a más, qué nos espera, en
dónde estamos, sometidos a una naturaleza impiadosa –¿qué tal lo que
pasó en Japón en ese desdichado año 2011?– y a seres humanos crueles y
ambiciosos; en verdad no se trata de lo posible sino de lo imposible. Y
ahí, en esa contradicción, reside el problema.
Por eso, el optimismo –lo “óptimo”, del latín “lo mejor”– parece ser
la condición de la lucha contra el pesimismo (del latín “pejus”, lo
peor); en la palabra optimismo estarían encerrados conceptos tales como
fe, esperanza, ilusión, creencia, cambio, transformación y todo lo que
sigue, que no es poco y que nos permite vivir; en pesimismo la falta, la
sin salida, lo aciago, todo ese ejército de males que amenaza la vida.
Pero si para Voltaire importaba el juego entre lo posible explícito y
grotesco y lo imposible deseable, los hechos posteriores, la Revolución
Francesa y luego las revoluciones americanas mostraron que lo imposible
era alcanzable y que, en consecuencia, el optimismo, por contraste,
tenía su razón de ser y el pesimismo, al menos en ese momento, había
sido derrotado, aunque luego las cosas volvieran a su cauce, como parece
que siempre sucede: la Revolución Rusa fue una gran desmentida al
pesimismo, pero ¿qué pasó con el optimismo cuando llegó el stalinismo?
De modo que, vistas las cosas de la historia desde arriba, da la
impresión de que no hay mucho lugar para el optimismo, entendido como
regocijo por el presente, aceptación alegre del pasado e idea luminosa
del futuro; catástrofes, guerras, pestes, crueldades, miseria,
colonialismo, imperialismo, fundamentalismo, delincuencia, narcotráfico y
las restantes plagas, incluidas las innovaciones tecnológicas y los
monstruos que crean así como la crisis de la lectura inteligente y de la
formación intelectual, quitan no sólo el perfume del optimismo, sino
que no dejan respirar tranquilos, uno no sabe qué le espera ni, lo peor,
qué les espera a sus hijos. ¿De qué hablar entonces? ¿En qué recipiente
de basura queda este concepto? ¿No son a esta altura patéticos los
optimistas?
Hay más de una razón para ver todo negro, pero si se piensa que hay
dos clases de optimismo así como de pesimismo tal vez se pueda hallar
una salida. Por empezar, cierta disposición crítica, que aspira a no
dejarse engañar por espejismos o por repetitivas o burdas promesas, es
considerado vulgarmente “pesimista”; pero lo es auténticamente quien no
percibe ninguna señal en lo que lo rodea, que centra su discurso en lo
que no va a ser, el que piensa que si algo puede salir mal saldrá mal,
como lo quiere una muy difundida filosofía de bolsillo. Del lado
opuesto, están los que contra toda evidencia y experiencia ven todo
bien, hasta las razones del enemigo les parecen admisibles, suponen que
nada terrible está pasando ni pasará y que éste, si no es “el mejor de
los mundos posibles”, al menos es muy bueno, está lleno de cosas
hermosas, los niños son almas puras, los pueblos no se equivocan, los
peores criminales algo de humano tienen y, en definitiva, no hay que ver
las cosas con miradas turbias sino el bien que está regado por doquier.
Correlativamente, hay un optimismo que llamo de “laboratorio”, que está
en toda perspectiva y prospectiva de un trabajo transformador.
Este optimismo me gusta; admite la existencia de falencias severas
–ningún gobierno es como el que uno podría dirigir–, de tendencias
agresivas –¿cómo negarlas?–, pero se propone enfrentarlas, una a una,
sin perder las esperanzas de una vida mejor, “paso a paso”, como decía
el poeta Pessoa, admitiendo el costo y la perplejidad.
Así que, no muy tristemente, diría que ni Cándido, que no llega a la
verdad, ni Marlowe, que la restablece, sino Roberto Arlt cuando decía:
“El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo”. Aunque no supiera
cómo podría ser ese futuro ni cómo podría ser el trabajo ni si podría
llegar a ser nuestro.
*Publicado en Página12
No hay comentarios:
Publicar un comentario