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Parafraseando
una sentencia aristotélica, puede ser tan injusta la desigualdad entre
iguales como la igualdad entre desiguales. Esto implicaría que si dos
personas se encuentran en condiciones similares no sería justo tratarlas
de manera diferenciada, pero también podría ser injusto tratar de la
misma forma a dos personas que se encuentren en condiciones muy
distintas.
El concepto de igualdad remite a una idea aritmética de repartir en
partes iguales dividiendo lo que se ofrece por la cantidad de personas
que reciben. Si esas personas parten de situaciones muy diferentes
(condición inicial) esa repartija aparentemente equitativa podría estar
convalidando la desigualdad de origen de cada individuo. Así, la
distribución “igualitaria” en una situación de desigualdad originaria
podría ser inequitativa.
El concepto de equidad, en cambio, lleva implícita una idea de
justicia en relación con una situación deseable acordada previamente y
valorada como tal. Esa situación objetivo implica el acuerdo previo con
base en valoraciones sociales expresadas a través de mecanismos
participativos que la legitimen por consenso. En las sociedades
contemporáneas esos mecanismos derivan en su mayoría de procesos
políticos definidos democráticamente.
Hay varias maneras de consensuar una situación objetivo desde el
punto de vista de la equidad social. Las más comunes refieren a la
distribución de la riqueza y de los recursos entre los miembros de una
sociedad. Para ello existen distintos criterios, entre los que se
destacan:
- A cada uno según su contribución a la producción de los recursos.
- A cada uno según su productividad y eficiencia en ese proceso.
- A cada uno según sus necesidades, independientemente de su contribución.
Los tres llevan implícita alguna valoración “subjetiva” de justicia.
El primero considera justo que la distribución se haga en proporción
directa al esfuerzo que realiza cada miembro de la sociedad, dando más a
quien más contribuye y menos al que lo hace en menor medida. El segundo
no sólo toma en cuenta el esfuerzo sino también la eficacia de ese
esfuerzo, premiando más a quienes resultan más eficientes en la
aplicación de ese esfuerzo. Y el tercero plantea que, más allá de la
contribución que pueda hacer cada miembro, la sociedad debe ser capaz de
garantizar a cada uno lo elemental para su subsistencia en condiciones
dignas.
Los dos primeros criterios, si bien proponen una idea de “justicia
proporcional” (a mayor esfuerzo y/o eficiencia, mayor remuneración)
responden a una visión individualista de la distribución de recursos que
no se compadece de los efectos sociales en la distribución desigual de
la riqueza que resultaría con el paso del tiempo. Por eso, el reparto
inicial según esfuerzos y/o eficiencia llevará, tarde o temprano, a
tener que aplicar medidas que ya no serán de igualdad (entre desiguales)
sino de equidad para morigerar las diferencias.
El tercer criterio responde al principio de que en una sociedad
“justa” todo el mundo tiene derecho, por el solo hecho de nacer en esa
sociedad, a recibir un mínimo de condiciones para una vida digna,
independientemente de la condición de origen de su núcleo familiar.
Parte de la idea de que nadie puede elegir el lugar y el momento de su
nacimiento y por lo tanto no tiene por qué sufrir los efectos de una
distribución desigual previa de la riqueza. Nadie debería nacer
condenado a la pobreza desde la cuna.
El único ente que puede garantizar este mínimo de protección social
es el Estado, mediante una política de reasignación de recursos que
permita una distribución de los mismos diferente a la distribución
original de la riqueza. Los mecanismos para esto son múltiples y se
basan fundamentalmente en las políticas tributarias progresivas y en
asignaciones que aseguren el ingreso mínimo para una vida digna a todos
desde el nacimiento. Bajo esta concepción de “derecho a una vida digna”
los receptores de las asignaciones dejan de ser beneficiarios para pasar
a ser derecho-habientes de las mismas.
La definición de una política de equidad debería basarse en una
combinación adecuada de estos criterios básicos, ya que si se asentara
en uno solo de ellos podría generarse una situación de desigualdad
progresiva, en un extremo, o de falta de incentivos para premiar los
esfuerzos y la eficiencia, en otro extremo. En términos generales podría
esperarse que los primeros dos criterios se basen en las “leyes de
mercado” mientras que el tercero surgiera de una política estatal muy
activa que garantice un mínimo de protección social para todos los
habitantes.
Sin embargo, los mercados en muchos casos generan desigualdades
injustificadas, no basadas en la retribución proporcional al esfuerzo o
la eficiencia, sino producto de posiciones dominantes que limitan el
libre acceso, la transparencia y la competencia, presupuestos básicos
para que sean asignadores eficientes de los recursos. Entonces, la
intervención del Estado en pos de una política de equidad no sólo debe
ser posterior a la acción de los mercados sino que también debe ser
previa o concomitante para evitar inequidades derivadas del mal
funcionamiento de los mismos.
¿Cuál es la combinación adecuada de estos tres criterios para una
política de equidad? Eso es algo que debe definir cada sociedad en
función de los objetivos políticos prevalecientes expresados
democráticamente. En principio, el tercer criterio de equidad no debería
adquirir tal importancia que desalentara la “cultura del trabajo”.
Garantizar una vida digna no implica brindar lujos ni opulencia; pero sí
poder acceder en igualdad de condiciones no sólo a una alimentación
sana sino también a servicios sociales básicos de calidad en salud,
educación y vivienda, y una vejez sin carencias. Esto implica:
- Equidad no es sinónimo de igualdad; las políticas de equidad
pueden y deben basarse en medidas desiguales para morigerar
desigualdades ya establecidas.
- Las políticas de equidad deberían orientarse a sostener una
igualdad básica: la de todos los individuos a tener una vida digna como
un derecho adquirido desde el momento mismo de su nacimiento y hasta su
muerte.
- Para ello el Estado debería garantizar una protección social
mínima a todos sus habitantes basada en una alimentación sana y
servicios sociales básicos de calidad.
- La política de equidad debe velar también, de manera preventiva,
por el adecuado funcionamiento de los mercados en condiciones
competitivas, para evitar situaciones de inequidad derivadas de
posiciones dominantes.
*Publicado en Página12
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