Por Gustavo Daniel Barrios*
Una fuerte necesidad de orientar la vida en otra dirección, sentir
multiplicado pero en reserva, me hace atisbar que la litoraleña Formosa, la más
silenciosa y escasamente promocionada de las provincias, sita en el nordeste
del país, guardaría un testimonio en su silencio, tal vez, que nos sería a
todos de utilidad. Una bifurcación de la
vía en el caminar de las costumbres, me alerta el bajísimo perfil provinciano
de Formosa; un signo por demás de atractivo, que al bifurcase un camino para
redirigir el rumbo, si la elección de la vía es la más inexplorada, esa servirá
para contraponerse a la aglomeración pétrea, o a las cosmópolis anónimas
frustradas, a la hora de contenernos en el deseo comunal de expandirnos hacia
el desapego, desinterés, y repudio a toda convención limitativa para el ser.
Formosa simboliza aquí
al encadenamiento forestal, o el conjunto que integra a todos los bosques y
vegas como una criatura inmensa, orden que, si el ecosistema y sus internos
defensores y cultores les marcaran las pautas a los mortales, de acuerdo a las
leyes de conservación de la vida, lo tenso se podría descomprimir, y en la
buena elección de aquella aludida bifurcación, se acertaría la dirección en
cuyo término el despeje comunal aparecerá.
¿Por qué lo digo?
Porque las contracturadas armaduras sociales de las cosmópolis, desbordadas de
intereses impropios o apetitos voraces, se han vuelto inútiles para interrumpir
la involución que acostumbra a sacudir a tantos, en descenso hacia lo invivible
o inhabitable, sin esos tantos, poder frenar el desplazamiento único posible de
un tobogán.
Más adelante volveré a
Formosa, ahora algunos ejemplos de invivible o inhabitable: En la antigua Bactriana,
hombres opuestos a las enseñanzas del mazdeísmo,
y que fueron llamados “seguidores de la mentira”, ataban a los enfermos
terminales a los cadáveres humanos, y de suyo que les era imposible desatarse;
allí a la intemperie, por pura crueldad los dejaban, en los tórridos días,
junto a cadáveres en descomposición pegados a ellos, y en las noches de hielo.
En ese terror, los dejaban lejos de todo quien pudiera acercarse a liberarlos.
Hasta que los perros se cebaban con ellos.
En tiempos de Trajano,
en la ciudad de las siete colinas memorables, hubo ocasión en que se llevaron a
cabo unos espectáculos de los llamados “munera”, el combate entre gladiadores,
pero además otros, en los que ininterrumpidamente en el año 109, durante 117 días, el número de 4912
parejas de gladiadores derramaron su sangre, para el frenesí de muchedumbres
idiotizadas y, digámoslo, fracturadas en su condición de animales con
pretensión de sacralidad. Pero los peores de estos espectáculos –y claro, los
había buenos también, justo es decir, de otro género, otros usos, y otros
horarios-, los peores en Roma fueron del tipo de arrojar a hombres, mujeres y
niños, a las fieras. No fueron como puede verse, la sangre y arena de la
tauromaquia. El imaginar solamente al pellejo desgarrado por leones, en el
marco del divertimento público, estremece. Eso sí, parece que estos
particulares números no solían contar con mucha gente en las gradas. Pero lo
estremecedor en grado sumo, es la perversidad de este acuerdo social, que hacía
a esta ciudad indiferente a eso. Había además en esos tiempos, y en otros, la
propuesta de un combate imposible: el de arrojar a la pista, a un hombre
desarmado, para pelear contra un gladiador forrado en hierro, quien luego de
asesinar –obligado por los institutores del espectáculo- al indefenso hombre,
pasaba a su vez, desarmado ahora él, a ser víctima a manos de otro gladiador,
también finiquitado más tarde.
Suficiente. Me es
imperativo hacer mención, antes de buscar otro atajo más aliviado en el relato,
de que Trajano formó parte del período de los Antoninos; siete emperadores que configuran el llamado mejor tiempo
imperial romano. Vamos a suponer `por un momento que esto fue así. ¿Qué fue de
la vida antes de ese tiempo entonces, en esa sociedad? Pongamos en orden las
ideas. Antonino Pío y Marco Aurelio, dos de los siete, fueron ejemplos para el
orgullo nacional italiano en muchas épocas. Y resulta que ese segmento
histórico es muy recordado, porque en las entrañas de la urbe, había catacumbas
llenas de gente, cuyas vidas no valían un sestercio, y que allí abajo moraban
deseosas de poder vivir en paz. Y allí arriba en la superficie, ¿mandaban estos
exponentes del orgullo nacional? Nadie entiende la lógica de los hombres y
mujeres de este chovinismo. Nadie, y se esperan otros modelos como patrones y
estandartes patrios. Dicho porque este chovinismo se pasea con arrogancia aun
hoy, y dice ser la moral.
Las catacumbas, que de
seguro estaban debajo de la urbe capital, prolongábanse, las mismas oquedades
en conexión, por algunas millas más afuera de Roma, en la llanura del Lacio.
Las excavaron sus primeros ocupantes, aprovechando la roca de tufo, que en
otras partes recibe otro nombre, y cuya blandura de fácil horadación les hizo
trabajar con la perfección que hoy, en parte, se las conoce, pues deslumbran.
Ahora vuelvo al meollo, porque resultó ser que Adriano, uno de los Antoninos, una vez desistió -está
documentado- de proteger a los cristianos, que de ellos hablo, para librarlos
de la muerte. Resulta que Adriano leyó unos comentarios de un tal Quadrato,
favorable a los nuevos, y se
conmovió; pero ni bien los oráculos le persuadieron que si el emperador los
ayudaba, los demás cultos iban a decrecer, entonces Adriano, dejó que
continuase la salvaje persecución, porque los
nuevos ultrajarían –imposible- el panteón romano oficial. Además,
considerando que fueron aquellos víctimas de primer rango para esos teatros de
muerte, desde después del incendio de Roma allá por el año 64, en el siglo 1 de
la Era actual, resulta claro que continuaban siendo sacrificados en el período
de los siete, y alguno habrá que lo quiera desmentir, pero ninguna defensa
obtuvieron nunca de parte de los emperadores mencionados, que recibieron el
beneplácito de la versión estandarizada de los historiógrafos.
Los Antoninos fueron galos y españoles.
Ellos ni siquiera pudieron impedir la práctica aberrante del abandono de niños
neonatos. Se dice que Aurelio quiso en un momento sustituir el combate –a
muerte- de gladiadores, por algo digno, pero nunca lo llegó a hacer, porque
estos hombres, nunca pasaban de tímidas condenas públicas y tímidos intentos de
cambiar. ¡A cuánta gente de hoy se parecen!....curiosidad. Parece que de todos
modos, en términos cuantiosos, fueron armoniosas administraciones, salvo la de
Cómodo al que se lo sindica como la excepción de ellos, pero toda la gama de
innovaciones buenas que al parecer implementaron, en varios campos, aquí no
interesan ni valen absolutamente nada, en base a que nunca se aproximaron a
suprimir las muertes ocasionadas en los circos de roca, que fueron tres o
cuatro, para el morbo y el solaz de los habitantes, entre ellos los que fueron
mandantes y constituyeron el poder romano. A Marco Aurelio se lo creyó incluso
un santo, a Trajano se lo proclamó “el mejor” de los hombres, el llamado Pío,
uno de los galos, fue celebrado como “el sabio”, pero todos mantuvieron bajo
status de persecución a la gente de las oquedades de las ceremonias, de los
cementerios, y los pasillos cavernosos del culto de la nueva religión, morada
de los nuevos, y nunca dignos como
ellos, según ellos. Está demás decir que el pueblo variopinto de las oquedades,
tuvo que reciclarse en otra cosa, porque después por ejemplo de ese año 109, pasaron unos 200 o 205 años más,
inexacto claro, no se produce en un solo momento, pero fue que esta nueva
religión sería suplantada por otra que negó la esencia de aquella única grey de
luminosos amigos, de noche a noche, bajo lucernarios reunidos.
Bueno, voy a explicar
un poco la intención fundamental de estas páginas. La cuestión es que aquí, en
esta exploración, buscase reemplazar el mandato de la ortodoxia opresiva con el
inconformismo. Y me ayudo de divagar un tanto con ese nordeste nacional. Debo
aclarar que yo no conozco a Formosa todavía, aquella provincia del País, que es
una mesopotamia algo en declive; la mesopotamia vertical es Corrientes-Entre
Ríos, parida como Misiones-Corrientes-Entre Ríos. Formosa es levemente
transversal como lo es Misiones en inclinación contraria. Luego de esta
información carente de toda utilidad, regreso al caso para decir que Formosa es
el lugar de reunión o unidad del llamado Gran Chaco. Este se extiende en parte
en Salta Y Bolivia, en toda la provincia homónima, y en el Paraguay. El Gran
Chaco es el común denominador de un rango climático pero además arbóreo, de los
suelos, y otros factores. Y a esta provincia, en función de esa centralidad, la
imagino yo, muy pura en lo ecológico, y sin deterioros, pero además muy regada.
En este sentido, y careciendo de importantes centros urbanos, esta provincia
sintetiza a la foresta, que, a los
efectos de clarear una idea, es el dominio de los patrones de conservación de
la vida, y del eje natural que siempre, aunque fragmentariamente, atravesó a la
humanidad como preceptiva; en esos patrones de natura lo que se ordena es el
opuesto exacto, a las marañas del capital salvaje, al individualismo, al
escepticismo, y al rezo enfermizo de los partidos neo-conservadores.
¿Pero cómo es la vida
regida por los patrones de la foresta, o la ley de esta? Bien, para eso me
dispongo a describir, y diría yo a reescribir, pero ampliado, porque lo he
hecho mucho antes de hoy, a una zona de la que soy consustancial con mucha
facilidad, y que son los valles serranos del noroeste cordobés. Ahora en
particular las Sierras Chicas.
Y en lo que atañe a las
Sierras Chicas, pensaba yo en la tarda sincronización que hay entre el hombre
de las serranías más oculto, y el de ciudad. Hablo de los hombres serranos que
moran en el interior de las colinas que anteceden a los cerros apilados en
cordillera. ¿Dónde? Pues en el blando talud de los valles, en donde se asientan
las poblaciones. En el blando talud está el follaje tupido y abundantísimo, que
siempre, sin excepciones, es nutrido por unos dos arroyos en cada paraje, en
cada comarca departamental de montaña. Siempre estarán, y serán al menos dos.
En el blando talud está la densa, magníficamente densa vegetación, especies
diversas, y estos arroyos surtidores de vida.
Al hacer mención de una
sincronización, me trato de referir a un destiempo que deja en desventaja al
hombre de las hondonadas, pero no como defecto sino de otro modo que voy a
describir: Uno le pregunta, todo viajero, algo desde algunos metros, no
demasiados, e incluso a veces de cerca, claramente, y el hombre, mucho menos la
mujer, se toma varios segundos en desbloquearse, y muy frecuentemente ante la
pregunta del turista, dice “¡¿eh?!” o “¡¿Cómo?!”, y aseguro yo a él le penetró
la frase interrogativa, la entendió, pero no puede responder, y le es forzoso
dejarse abstraer, y poseer, por la curiosidad que lo llena ante el forastero,
inequívoco, al instante visto forastero por él, y cede la racionalización de la
pregunta, para hacer ingresar la rareza del hombre observado en sus retinas, y
al apreciarlo, catar el tipo, la clase, quizás el aura, entonces sí acepta la
reiteración de la pregunta y se ocupa en responder.
Y sigue uno su
apasionada observación de esta realidad, en un caminar adentrado, diríase, no
morro, dentro del valle espeso. En particular, el valle este que hoy recorro en
estas líneas, que hace su culminación en el borde departamental, en el famoso
vado del río Ascochinga, donde se aprecia bien este río, que como todos
aquellos son por momentos arroyo, por momentos un río, e incluso podría
comprobarse que en algún lugar y en
determinado momento es un chorrillo que luego se intensifica y llega a
ser río importante otra vez, sobre todo cuando la creciente lo vuelve un
torrente que se lleva hasta las vacas.
Todo este valle tiene
una altura media de 800
metros. Andando por sus colinas habitables, se impone en
el relato la necesidad de establecer patrones topográficos. Bien, como se ha
dicho más arriba, lo habitable es el blando talud. En este valle como en otros,
las colinas habitadas no son exactamente la montaña. La montaña es aquella que
los viejos osos del volante, choferes abnegados de excursión, de manos gruesas,
siempre luciendo buen carácter, o excelente humor, les muestra a los turistas
–la montaña-, en esos recordados y viejísimos micros en que los llevaban, y
pocos quedan, Chevrolet o Dodge, no he visto a los de ahora. Les muestran la
montaña en las 120 curvas de la montaña X, o en las más de 120 curvas de la
montaña E, haciendo sus maniobras perfectas cuando asoman los riscos, y hasta
toman esas curvas con estilo, y el chofer, él mismo, continúa con su
temperamento frío, y admirable, y uno a esa altura –nunca mejor dicho- no sabe
si aplaudir o desear agregarlo al santoral. A propósito de esto podría aquí
componerse un mito; se pudiera pensar que estos choferes, son magos que sacan
al pasaje, del mundo, sin que este lo note.
Sigo con el aspecto
este, para decir que la montaña es donde no vive nadie. Puédese hallar que
vivan 4 personas en alguna, o en otra remotísima, en sus estribaciones medias,
vivan 6, pero generalmente nadie vive allí. Retomo el aspecto inicial del
bloque o fragmento, y cabe apuntar que el blando talud es el valle fértil, de
colinas, morros, siempre dominables por el ser humano puesto a vivir en esos
lugares, puesto a dar cumplimiento a sus días, y culminar en esos montes. El
blando talud es constituyente principal de los valles, que son el todo, un todo
superpoblado de montes y arroyos, escarpas más duras, por momentos una
callecita tendida en una planicie corta, y luego una calle más fatigosa pero
dominable para el hombre y la mujer, pongamos, de la tercera edad, y hacia
atrás toda persona joven.
Estos son los espacios
en donde se yerguen los poblados, y en ellos internados, todo explorador, por
donde la ruta provincial o nacional se deja de oír, y se apagaron los rugidos
del acero, conoce a quien vive ahí, el sujeto invicto, del interior de la
tierra. Él es quien vive bajo la tutela de los montes, de los arroyos y las
piedras, y bajo la tutela del silencio, y poco acepta salir de allí. E incluso,
para envolverlo en una pátina de misterio, diferenciémoslo de los que viven en
las partes de esos mismos poblados, que están formalmente anexionadas a las
cosmópolis, por medio del sistema integrado vial, en que hay expendios de
combustible, pequeñas terminales de autobús, almacenes, correos, cibers. Creo
que tal vez, al sujeto citado, oculto en el interior de la tierra, y se ha
descripto aquí su entorno montés ya, se lo pudiera entender como beneficiario o
elegido, en razón de que en lo último de las hondonadas del valle, en el denso
follaje, de montes interminables, ese fondo en donde se mueve un arroyo plano,
último rumor;.....digo que el adaptado a el valle profundo, este habitante
especialísimo de las serranías, debiera más bien concebírselo, desde afuera, o
ser revisualizado por la reflexión proyectada a esa región de la vida, como un
habitante separado de los sistemas comunales integrados, por creerlos a ellos,
poseedores de un distintivo, además dibujado en su expresión, de quienes viven
en intimidad con esa Gaiatry que es
la montaña y su vastedad.
Andando por esos
parajes, he visto a herreros artísticos en su pequeño taller, y otros
escultores, y detalles más que interesantes en la construcción de estilos de
vida originales, largos de describir.
Y es en este plano de
avistaje de aquella realidad, cuando se comprende que el sujeto de la población
alzada sobre el blando talud, de esos valles serranos, no se plantee, si ha
nacido o criado o lleva buena parte de su vida allí, la mera divagación a lo
que suponga abandonar esa posición tan elevada, en más de un sentido como puede
verse. Lo más probable es que no se lo plantee jamás. Y se concede que como en
todo haya excepciones.
Somos, pues, nosotros,
los que vivimos en la ciudad, en entramados urbanos de tal complejidad que
requiere estar siempre concentrados, lugares de mucha actividad y exigencias
difíciles, los que nos planteamos cómo no, la necesidad de lograr un sixty-sixty –chiste que viene del 50-50
distributivo-, seis meses en las sierras y seis meses en la ciudad. En estos
lugares donde hemos nacido, tenemos, lógicamente una elección de vida. Tenemos
muchísimo por hacer y mucho compromiso, empero es verdad que mereceríamos
ocultarnos en cada semestre más templado, en esos parajes tan conocidos por los
idealistas, tanto que pudiéramos aggiornar a la propia identidad esos tiempos y
darles uso en la ciudad.
Yo muchas veces me
adentré, estando en aquellos altos poblados, y desde ellos partiendo, en zonas
prácticamente ignotas para el lugareño, que en ocasiones nos sorprenden al
confesar que en lontananza no tienen un motivo para llegarse y estar. Hablo de
lo que es todavía más retirado que la citada cuesta del herrero artístico, y
son alejados terrenos con pocas viviendas, inarticuladas de modo que no
constituyen una división catastral. Realmente lontananza. Y digo he ido y
siempre uno se cruza con diez o doce más que nunca dejan de verse y se
aventuran al igual. Es lejos, donde una de las impresiones más comunes captadas
en tales expediciones, es comprobar un corte o escisión que tiene esa realidad
y tienen esos colonos, de la permanente frustración que soportan los ambientes
cosmopolitanos, en donde hay como lo expresa el término, un cúmulo de
representaciones universales, o todo un mundo dentro de la miniatura de una
metrópoli en este marco. De modo que el drama es el stress que padece, en su
macrocefalia neuronal, o de inmensurables redes neuronales, del saturado
territorio del país vetusto, la gente.
En lontananza, nunca se
conocerá el peligro, en razón de que lo simple, tozudamente simple y
elementario, hace imposible la sofocación de la candente realidad, de cierta
enfermiza fijación por aumentar poder, desechar al prójimo y aumentar poder,
desplazar personas y aumentar `poder hasta pudrirse.
Lo único, y único aquí
no es poco, que atisbaríase a reconocer posible en principio, para bañarse la
gente doliente, de esa imperturbabilidad de los equinos o de los gatos o de las
cotorras o de los alces, es difundir el desapego a ser afectuosos con el
ortodoxo plan lesivo al inconformismo. La interrupción de hacer lo inútil, la
negativa a hacer lo inútil, o admitir el morbo, para que en su lugar se radique
la desconocida variable que vuelva un día otra vez habitable, y ambicionable,
toda aglomeración pétrea.
*Escritor
Miembro de la Asociación Desarrollo & Equidad
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