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La
cuestión económica está dominada con la idea de que algún tipo de
colapso es inminente que, en general, no termina ocurriendo. Esto no
significa que no haya tensiones, dificultades ni errores de gestión
porque, como se sabe, el paraíso no existe. El aspecto relevante en ese
escenario de permanentes desafíos económicos es detectar qué tipo de
política se implementa en cada momento para abordar los inevitables
problemas que se van presentando.
En la economía intervienen sujetos
sociales con intereses contrapuestos, lo que deriva en una dinámica con
elevadas cuotas de incertidumbre, aunque haya profetas que prometan
minimizarlas mientras se dedican a exacerbarlas en el marco de una
intensa disputa político-mediática. Para alimentar el estado de ansiedad
económica, la mayoría de los pronósticos de las usinas tradicionales ha
sido pesimista en los últimos años. Esa inspiración negativa ha tenido
diferentes fuentes, de acuerdo con las circunstancias. No ha ignorado
ninguna estación, comenzando por la crisis externa, el conflicto con el
campo, el peligro de la caída del precio de la soja, la debacle
energética, el supuesto atraso cambiario, el amenazador desborde
inflacionario, la devaluación del real o el estancamiento de Brasil, el
incremento de los subsidios en servicios públicos, la emisión monetaria,
la cuestión fiscal, hasta el fantasma del Rodrigazo. La última
adquisición ha sido la devaluación de la moneda venezolana como espejo
de lo que le espera a la argentina. Cada una de esas amenazas luego se
fue diluyendo o relativizando a fuerza del recorrido de las principales
variables macroeconómicas. Los vaticinios estuvieron más cerca de los
deseos de los divulgadores de lo que fue el desarrollo efectivo de la
economía. Ahora es el turno de las advertencias a partir del fuerte
ajuste cambiario en Venezuela, lo que exige precisar las características
de esa economía y las diferencias y los parecidos con la Argentina.
El 8 de febrero pasado, el gobierno venezolano anunció una serie de
medidas financieras, entre las que se destacó la modificación de la
paridad cambiaria del bolívar con el dólar, al subir de 4,30 a 6,30
bolívares por unidad, es decir que se produjo una devaluación del 31,7
por ciento (la variación nominal fue de 45,5 por ciento; vale observar
un error generalizado: una moneda no puede devaluarse un ciento por
ciento, puesto que implicaría que deja de ser). El gobierno bolivariano
estableció el régimen de control de cambio en 2003. Desde entonces ha
mantenido una política cambiaria de paridad fija y la ha modificado en
tres oportunidades, incluyendo la última. La anterior fue en febrero de
2010, cuando la subió de 2,15 a 4,30, una devaluación del 50 por ciento.
n Primera diferencia: Venezuela sigue con una paridad fija, incluso
luego de la última devaluación, mientras que Argentina implementa desde
hace diez años una política de tipo de cambio administrado de constantes
pequeñas devaluaciones, aliviando en parte las tensiones cambiarias,
sumando presión inflacionaria.
En el mercado ilegal, la cotización se ubicaba en 18 bolívares por
dólar, brecha del 300 por ciento respecto de la oficial, diferencia que
no se redujo luego del ajuste cambiario. Prueba que el precio de la
divisa en el circuito informal está ligado al movimiento de excedentes
de la actividad no registrada y a su fuga al exterior más que a la
relación con otras variables de la economía. En el caso venezolano, la
brecha también está vinculada con la debilidad en el control sobre las
importaciones. Las maniobras de sobrefacturación de grandes firmas que
recibían los dólares por parte del gobierno alimentaban el mercado
paralelo. Para obturar esa operación que les reportaba abultadas
ganancias a esas empresas se anunciaron dos medidas, además de la
devaluación: una de ellas es implementar un control de seguimiento de la
ruta de los dólares asignados a cada importador para verificar el
ingreso de la cantidad de productos declarados, y la otra es que divisas
a la cotización oficial sólo serán giradas para importaciones de bienes
necesarios para satisfacer demandas sociales.
n Segunda diferencia: recién con las últimas medidas, Venezuela
intenta instrumentar un régimen de administración del comercio exterior
más efectivo, en especial sobre las importaciones, mientras que
Argentina en comparación tiene una mejor estructura de fiscalización, lo
que no significa que no sean indispensables mayores controles en la
Aduana.
La economía venezolana tiene una industria muy poco desarrollada y,
por lo tanto, fuertemente dependiente de las importaciones, destacándose
el rubro alimentos, muy sensible para el presupuesto de los hogares, en
especial para los de medios y bajos ingresos. A la vez exhibe un
marcado carácter rentístico determinado por la producción petrolera. En
un informe sobre la devaluación venezolana publicado en el sitio web
sinpermiso, el economista Rolando Astarita señala que, de acuerdo con
datos de la compañía estatal Pdvsa, de 1999 a 2012 el Estado tuvo un
ingreso de 383.233 millones de dólares provenientes del petróleo. “Este
ingreso no dio lugar a un proceso de industrialización sostenida, ni al
desarrollo de sectores productivos de alto valor agregado”, observa,
pero a la vez señala que una parte importante de esos recursos fue
destinada a mejorar la calidad de vida de la población más humilde,
sobresaliendo el plan de viviendas. Mark Weisbrot y Jake Johnston, del
Center for Economic and Policy Research, de Washington, detallan en el
documento “¿Es sostenible la recuperación económica de Venezuela?” que
el programa del gobierno para la construcción de viviendas en 2011
alcanzó las 147 mil viviendas, siendo el sector público responsable de
las dos terceras partes del total, mientras que el sector privado, el
tercio restante. El año pasado, la cantidad de viviendas construidas fue
de 200 mil.
n Tercera diferencia: Venezuela es monoexportador, concentrado en el
petróleo, generando una renta extraordinaria, con una muy débil
industria local y dependiente de la importación, fundamentalmente de
alimentos. Argentina tiene una estructura de comercio exterior
diversificada, aunque con importante peso del complejo oleaginoso
(soja), que evitó la reprimarización de sus exportaciones en la primera
década del nuevo siglo, a contramano de la mayoría de los países de la
región, según la Cepal (por ejemplo, en Venezuela, el 96 por ciento de
los ingresos por exportaciones del año pasado provinieron de la
petrolera Pdvsa y sus asociadas). Además posee una industria local más
compleja y tiene garantizada su soberanía alimentaria al no requerir
importaciones para cubrir los bienes de la canasta básica de los
hogares.
La breve descripción del caso venezolano y sus diferencias con el
argentino revela que la devaluación del bolívar respondió a
particularidades de esa economía, que el año pasado creció 5,5 por
ciento y en el anterior se había expandido el 4 por ciento, con un
superávit de cuenta corriente del 4,5 por ciento del Producto, detallan
Weisbrot y Johnston.
Las dos economías registran similitudes en transitar el actual ciclo
político con aumentos de precios bastante por encima del promedio
regional y fuga de capitales (de febrero de 2003 a fines de 2012 sumó
144.900 millones de dólares, de acuerdo con el Banco Central de
Venezuela), con conflictos específicos en cada país, pero que reflejan
en ambos la resistencia de las tradicionales elites empresarias.
El intento de mostrar la fuerte devaluación venezolana como destino
inevitable de la economía argentina se basa en consolidar en el sentido
común que las presiones del “mercado” inexorablemente terminarán por
imponerse frente a cualquier regulación de Estado, ya sea en la plaza
cambiaria o en el control de precios. La prédica incansable afirma que
la única economía sana y posible es la que se sustenta en la absoluta
libertad de mercado. Para escapar de ese jaque, cantado diariamente con
el tema precios y el dólar ilegal, la gestión económica se enfrenta al
desafío de ser eficiente en los hechos cotidianos, respondiendo a las
demandas de las mayorías. De ese modo podrá minimizar el daño simbólico
del discurso conservador que descalifica permanentemente la
imprescindible intervención del Estado en la economía.
*Publicado en Página12
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