Imagen de "Cuarto Poder" |
Por
Roberto Marra
Mientras
los últimos “cuerpitos” se acomodan en el carro electoral,
mientras los traidores se dan el lujo de emerger como “nobles”
representantes del “verdadero peronismo” aliado con los peores
enemigos de esa doctrina, mientras algún pelafustán con ínfulas de
estadista decadente pretende todavía caminar por senderos
intermedios entre la Patria y la antipatria con el dedo acusador a
diestra y siniestra; siguen sucediendo genocidios encubiertos por la
maquinaria de la mentira organizada para construir una sociedad ciega
y sorda, solo capaz de someterse a lo que le dicten desde las
pantallas, el hogar de las operaciones destinadas a aceptar
realidades tergiversadas para que los poderosos se salgan con la
suya, acumulando más de los que pueden a costa de las ocultas
muertes cotidianas.
Le
tocó ahora a una sencilla maestra, de esas que dejan la vida
(literalmente, en este caso) por sus alumnos. La abatieron con las
balas húmedas de las gotas del bombardeo indiscriminado sobre todo
lo que se pueda considerar sembrable, buscando hasta el último
milímetro cuadrado de rentabilidad, dejando sin resquicio de
salvación posible a quienes pretendan generar vidas mejores para los
niños huérfanos de protección ante semejante ataque artero.
No
es que no escuchen los avisos desesperados de los más despiertos. Es
que no les interesa escuchar, ocupados como están en acumular silos
de granos asesinos, montañas de dólares escondidos, a costa de los
siglos de los humus arrasados cada vez que un avión descarga las
millones de letales gotas del horror. “Daños colaterales”,
denominarán a sus actos demoníacos, repletos de odios clasistas y
deshonestos objetivos de fáciles ganancias.
Matan
dejando sin trabajo y matan a los que aún lo tienen. Asesinan niños
con la facilidad y el desparpajo de los que se saben impunes,
protegidos por jueces y fiscales que les pertenecen, igual que las
tierras y las cuatro por cuatro. Descartan humanos como hacen con los
residuos después de llenarse con impúdicas comilonas, esas que les
impiden tener a sus vasallos, esclavos modernos de un sistema donde
la vida vale tanto como el chasquido de los dedos de los poderosos
que las permiten. O nó.
La
maestra asesinada por el goteo venenoso no puede ser solo una cifra
más en la tabla diaria del desprecio. Su muerte y el destino
pavoroso de sus alumnos no puede quedar en manos de los criminales
que pretenden sacar las escuelas para obtener un pedazo más de
tierra para sembrar sus odios con formas de semillas de soja. Los
miles de sometidos a semejantes ultrajes no pueden terminar sus días
sin que se rebelen los que aún no se vieron en el espejo de sus
iguales, enceguecidos por esos mares verdes que nunca podrán acabar
con sus miserias, porque son, justamente, los que la generan.
Tal
vez (solo tal vez) algunos de aquellos que pretendan conducir a la
Nación después de la horrenda noche macrista, se atrevan a poner
fin a esta guerra silenciada, al oprobio de la muerte escondida por
los cómplices mediáticos, al disimulo y la postergación de las
vidas maltratadas, y terminar sometiendo al sometedor de tantas
injusticias planificadas a una Justicia capaz de arrancarles de raíz
el mortal culto a la ganancia ilimitada.
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