La
mayoría de las heroicidades se pierden en la historia, tapadas por
las seguidillas de noticias menores con las que secan las
consciencias los medios del Poder. Cada tanto, fruto de las acciones
de pequeños grupos de utopías nunca resignadas, afloran los
recuerdos de esos imprescindibles que, sin que muchos lo hayan
entendido, fueron los cimientos de los beneficios que después
pudimos obtener.
Ese
es el caso de Kosteky y Santillán, poco menos que dejados de lado en
baúl de los olvidos políticos de las mayorías. Dos simples
trabajadores que resumían la solidaridad en sus vidas, que solo
pretendían, como tantos otros, acabar con la ignominia de la miseria
de entonces, la misma de ahora, la eterna lacra del sistema de ahogo
popular que arroja a la basura a miles o millones de personas para el
logro de sus inauditas fortunas mal habidas.
Conviene
repasar aquellos días, rememorar esos minutos de horror programado
para darle continuidad al despropósito económico y social de aquel
entonces, frenado al poco tiempo por la aparición de un diferente
absoluto que comenzaría una etapa de recuperación de una magnitud
reconocida a regañadientes, gracias a la “colaboración” de los
mismos medios que estigmatizan a los héroes cotidianos como
Maximiliano y Darío.
Es
necesario volver a ubicarse en esa desgraciada etapa con índices de
pobreza e indigencia como nunca habían sido alcanzados. Es preciso
que nombremos a los autores de tanta miseria, los Cavallo, los De la
Rua, los Menem, acompañados por ministros y secretarios que ahora
mismo repiten sus acciones depredatorias junto al “Lucifer” de la
Rosada, máximo representante del desprecio y el odio hacia quienes
menos tienen, perfecta imagen de la rancia oligarquía rediviva
gracias a sus patrañas y embustes.
Nuestros
dos héroes nunca imaginaron serlo, jamás supusieron incluirse en la
larga lista de anónimos compositores de la sinfonía popular que
construye la Nación desde el pie, desde sus entrañas poco
divulgadas, desde ese abajo que merece estar arriba, hacedores de
glorias chiquitas, pero eficaces para suplir el hambre de los nadies
por el bocado de la generosidad que nunca se ve.
Eran
dos casualidades en la calle y en el puente que no llegaron a cruzar.
Podrían haber sido otros los destinatarios de las balas de los
Franchiottis, pero el azar y sus persistencias de luchas los ubicaron
justo delante de sus miras asesinas, precisamente en frente de esos
malditos colaboradores del Poder, brazos ejecutores de las cobardías
que no se atreven a concretar sus mandantes.
La
“justicia”, como siempre, se presentó a medias, sancionando a
quienes apretaron los gatillos pero nunca a los proveedores de sus
armas. Éstos siguen dando cátedra de “democracia”, como los
perversos dueños de todas las hipocresías que son. Continúan con
sus latosas monsergas, señalando a sus rivales ideológicos como
generadores de todos los males con los que ellos nos proveyeron a su
tiempo, tapando sus participaciones ineludibles en aquel hecho
trágico que dividió la historia en el comienzo del siglo.
Es
esencial volver a aquellos días. Es indispensable recordar a los
cuerpos inermes de Maximiliano y Darío, apuntados con saña por el
autor de los disparos. Es vital entender los orígenes de semejante
salvajismo, pasar por la razón y el corazón aquellos hechos que
desnudaron la esencia del sistema que nos apremia cada día. Y es
urgente reconstruir todos los días aquello por lo que a Kosteki y
Santillán les arrebataron sus vidas. Será solo la Justicia Social,
plena y concientemente tomada como bandera de las mayorías, la que
hará posible elevar a esos héroes al altar de la Patria que, ellos
sí, se merecen como nadie.
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