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A
algunos columnistas de opinión les ha parecido que, en su discurso del 9
de julio último, la Presidenta optó por hablar de la época mundial en
la que vivimos (temas “mundanos” según el impropio adjetivo que en la
ocasión usó Van der Kooy) para eludir los problemas internos. La
cuestión no es menor; remite a una obsesión del discurso neoconservador:
la de vaciar la discusión política de toda referencia contextual o
estructural, la de reducirla a un juego simple de demandas sociales y
ofertas públicas factibles de ser encuadradas y sometidas a las lógicas
del marketing. La expresión “capitalismo mundial”, por ejemplo, es
condenada por este neomercantilismo político al desván de las
antigüedades, inservibles para explicar la política real. Estancados en
el clima cultural de principios de los noventa, creen ver en las
oposiciones al capitalismo neoliberal y financiarizado una rémora de
discursos revolucionarios que se habrían sepultado bajo las piedras del
Muro de Berlín.
Cuesta entender que se pretenda separar el drama nacional de las
últimas décadas de las vicisitudes mundiales. Parece más una muestra de
provincialismo retardado que de pragmatismo inteligente que se procure
afirmar que acontecimientos como la dictadura militar, la crisis de la
deuda externa, el endeudamiento público masivo e irresponsable, el
“blindaje”, el “megacanje” y el derrumbe de diciembre de 2001 no tienen
nada que ver con el mundo capitalista, con el triunfo global de la
fracción financiera altamente concentrada del capital, con la política
de las organizaciones internacionales de crédito favorable a la
mundialización financiera. Según esa curiosa visión del mundo y de la
historia, Argentina es una isla que vive al margen del mundo y sus
peripecias son algo así como fenómenos telúricos. No es inocente la
mirada ni se debe a la pura ignorancia. O, en todo caso, es una
ignorancia ideológicamente guiada. Tiene el discreto encanto de
prescindir de la conducta de las clases socialmente dominantes en el
país que se beneficiaron en sociedad con el capital internacional de una
política de depredación industrial, de concentración del capital y
degradación de las condiciones de vida populares. En el relato de la
derecha no hay mundo, ni clases, ni intereses, ni estructuras; todo es
un juego fantasmal de políticos corruptos y empresarios víctimas de esa
corrupción. Todo el mal está en el Estado, muy especialmente si sus
ocasionales conductores se atreven a tocar intereses que son intocables.
El mundo ideológico de la derecha sigue paladeando el fruto de la
explosión mundial de los años noventa, de la implosión del socialismo
autoritario del Este europeo, de los años dorados de la liberalización
económica que prometía la prosperidad eterna. Acaso no haya tomado nota
de que al big-bang comunista ya se le ha agregado uno nuevo, el de la
globalización neoliberal. Para ser más precisos habría que decir que lo
que está agonizando es el sistema de relaciones relativamente armonioso
entre el paradigma neoliberal y las instituciones de la democracia
nacional y la convivencia pacífica en escala mundial. Dicho de otro
modo: si la crisis neoliberal se sigue tratando con terapias
neoliberales, lo que está en peligro es el precario pacto social que
procura asegurar lealtad ciudadana y fidelidad mundial a un statu quo a
cambio de mínimas condiciones de vida social y convivencia social. Claro
que la pax neoliberal es más bien un mito fugaz y deben ponerse
correctamente en el pasivo mundial de estos años tremendas guerras de
exterminio, como las que asolaron el territorio de la vieja Yugoslavia,
la continuidad radicalizada del conflicto de Medio Oriente, las feroces
agresiones norteamericanas a Afganistán y a Irak, así como los
devastadores conflictos inter-tribales en el interior del Africa,
herencia actualizada del neocolonialismo. El gravísimo episodio del
agravio de varios países europeos –claramente articulados desde Estados
Unidos– contra el presidente Evo Morales y la escandalosa evidencia del
espionaje norteamericano en varios países europeos, en Brasil y en
Argentina, reactualizan en las actuales condiciones de crisis un pathos
político imperial-colonialista, que constituye un enorme peligro para la
paz mundial.
La novedad actual es el penoso costo que la crisis acarrea a las
poblaciones de muchos países integrantes de la Alianza Atlántica. La
orgullosa democracia liberal europea ha devenido un mecanismo de
legitimación formal de poderes que actúan por fuera de toda apelación a
la voluntad popular; los gobiernos europeos no pueden responder a las
demandas sociales de sus países, sencillamente porque no tienen poder de
decisión sobre las materias involucradas en esos reclamos. El emblema
patético del drama es el ex primer ministro griego Papandreu,
automáticamente destituido por su propio parlamento cuando quiso llevar
los diktats de la troika europea a una consulta popular. La teoría
política institucionalista inspirada en las doctrinas norteamericanas y
europeas no parece tener nada que decir sobre la tragedia: su arsenal
discursivo sobre parlamentarismo o presidencialismo, sistema electoral
mayoritario o proporcional, unicameralismo o bicameralismo, naufraga
vergonzosamente en las aguas de la crisis de una civilización; está
claro que hoy para hablar de política hay que abandonar ese léxico
formalista y vacío. Solamente desde ese cambio de paradigma podrían
pensarse los acontecimientos en nuestra región como un modo de defensa
de los intereses nacionales y de inserción en un mundo en crisis y no
bajo el ambiguo e inútil estigma del “populismo autoritario”.
Es completamente natural que el conservadurismo argentino no quiera
oír hablar de la crisis mundial, ni del capitalismo, ni de la
democracia, ni de las clases sociales. Necesita disolver al pueblo en
individuos atomizados, huérfanos de memoria histórica, obsesivos
calculadores de costos y beneficios. Necesita reducir el fenómeno del
kirchnerismo –y de las otras expresiones populares de la región– a un
ciclo económico positivo y a la posibilidad de satisfacer
circunstanciales demandas sectoriales. La idea es reducir un cambio de
época en la región al concepto mucho más acotado de “ciclo favorable” de
manera de separar los avances sociales de las experiencias políticas
que lo fundamentan. Los mismos que festejaron el endeudamiento y
sacralizaron la destrucción de los ferrocarriles se rasgan hoy las
vestiduras por los conflictos jurídicos debidos a la negociación del
default y por el mal estado de las vías y los vagones; en este último
caso hacen sugestivo silencio frente a las evidencias de que la tragedia
de Castelar no tuvo nada que ver con problemas de gestión y se debió a
fallas humanas.
Va a ser muy instructivo observar el fenómeno del intento de
despolitización en las recién comenzadas campañas electorales para las
primarias abiertas de agosto. Veremos, con seguridad, cómo el ruido
mediático procura sacar de la agenda los problemas estratégicos y
políticos bajo el argumento (a veces desgraciadamente compartido por
algunos de los que actúan en el campo popular) de que las grandes
mayorías votan exclusivamente por su bolsillo y sus perspectivas
inmediatas. No se trata, claro, de despreocuparse por el bolsillo para
hablar de cuestiones mundiales y estructurales. Se trata, más bien, de
ligar las innegables conquistas populares de estos años e incluso la
forma digna en que el país enfrenta la actual crisis defendiendo el
empleo y el consumo popular, con definiciones políticas sustantivas. Al
fin y al cabo la política no es un menú en el que uno aprueba o
desaprueba tal o cual plato. Queda muy bien decir que se está de acuerdo
con la Asignación Universal por Hijo, con los aumentos salariales y
jubilatorios, pero la gran pregunta que habrá que saber formular en esta
campaña es cómo se hace para conservar y ampliar esos avances
reconstruyendo el hoy perdido vínculo funcional de dependencia de la
política gubernamental con las grandes corporaciones económicas. Cómo se
hace para tener caja en condiciones de afrontar políticas de reparación
y desarrollo social sin incomodar a los dueños de las grandes cajas y
los grandes privilegios. Cómo se amplían derechos sin confrontar con los
usufructuarios de la restricción de esos derechos.
La campaña que empieza será una batalla entre politización y
mercantilización del voto. La gran esperanza que abrigan los que
apuestan al fin del ciclo kirchnerista, Sergio Massa, ya ha dado
muestras de su estrategia de marketing. El representa la continuidad de
lo bueno y el reemplazo de lo malo. Simpatiza con la ley de medios pero
también con el Grupo Clarín, es amigo de las retenciones y de la
Sociedad Rural, es amigo de los kirchneristas y también del macrismo.
¿Existe este “justo medio”? En septiembre sabremos si la fórmula tuvo
éxito político circunstancial, lo que claramente no define la
posibilidad de gobernar a un país con tal nivel de ambigüedad. Por ahora
la historia argentina nos ha mostrado que las supuestas equidistancias
políticas terminan siempre en la reproducción de las desigualdades.
Antes aun que esas futuras definiciones está el hecho de que en la
Argentina de hoy es difícil hacer campaña desde la pretensión de tan
radical ambigüedad. Esa puede ser una buena táctica decidida en lucidos
laboratorios de marketing. Pero, como suele decir el Coco Basile, se
puede “parar” bien a los jugadores, pero después empieza el partido y
los jugadores se mueven. La pelota ha comenzado a rodar y todo indica
que el partido se juega entre el kirchnerismo y un nutrido set de
propuestas igualmente opositoras.
*Publicado en Página12
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