"La historia se ha visto disuelta durante bastantes
siglos en la superstición, disolvamos la superstición en la historia."
Karl Marx
El 14 de marzo de 1883, hace 130 años, muere el autor de El
Capital, texto donde pensó como nadie la naturaleza histórica de la
sociedad contemporánea. La socialdemocracia alemana, que lo tenía como
referente, le rinde homenaje como parte de una tradición internacional.
Federico Engels, su albacea intelectual y amigo íntimo, pronuncia un
sentido y brillante discurso fúnebre. Al otro miembro del selecto
partido de dos, como jocosamente denominaron su inquebrantable alianza,
la amistad no le nublaba el entendimiento. Comprendía, entonces, que uno
de los cerebros más potentes y sugestivos del siglo XIX había dejado de
funcionar. Aun así el entierro conserva un cierto aire doméstico, y los
gastos –como buena parte de las cosas en vida de Carlos Marx– corren
por cuenta de Engels. Un modesto cementerio, por aquel entonces en las
afueras de Londres, Highgate, en un emplazamiento discreto, guardó sus
restos. Y todos los años fieles del mundo entero peregrinaban hasta su
tumba. Era una tradición socialista espontánea que no contaba con el
boato del poder.
Londres creció, y Highgate terminó siendo una estación del tube,
subterráneo; antes, la Revolución Rusa irrumpió en el siglo XX, en
Octubre del año 17, y Marx conquistó por cierto tiempo los oropeles del
Estado. No sólo hubo avenida Carlos Marx en todas las ciudades del
socialismo real, con los consiguientes monumentos realistas, sino que
José Stalin ordenó a los comunistas británicos la construcción de un
mausoleo acorde con su estética política. La vieja tumba no bastaba, no
guardaba las debidas proporciones, por tanto, el Partido Comunista de la
URSS resolvió cambiar el emplazamiento y ubicar la tumba en un camino
central.
El realismo socialista hizo de las suyas, y un busto zafio coronó
–como pica en Flandes– el poder oriental del "padre de los pueblos". Y
todo izquierdista que se preciara, si pasaba por Londres, se sacaba una
foto al lado de la tumba del deificado contra su voluntad. Si algo
detestaba Marx era precisamente la liturgia oriental.
Eso no fue todo, dirigentes comunistas de colonias del Imperio
Británico adquirieron –a expensas de sus organizaciones, claro– lotes
para enterrarse en las proximidades del muerto ilustre. Un nuevo cursus
honorum, orientado por la momificación de Lenin en 1924, quedaba
grotescamente constituido. Y esa tradición de la nomenclatura,
descascarada se hundió junto al Muro de Berlín, en 1989.
Londres posee otras tradiciones. En la entrada del Parlamento una
estatua impera en la ciudad donde la historia asume la forma del bronce:
el jefe de los cabezas rapadas, que venciera con el ejército del
Parlamento al buen rey Carlos, con gesto de tribuno plebeyo recibe a
turistas y parlamentarios. Lord Cronwell encabezó una revolución que
sometió definitivamente a los reyes; el flamante método histórico
permitió la invención de un nuevo orden político, y las monarquías
absolutas recibieron de su mano un golpe del que no se recuperarían
jamás. Cronwell fue apenas el comienzo; después, la Revolución Francesa
con los instrumentos del terror desparramó, a su modo, por la vieja
Europa la notable novedad.
Claro que no sólo Cronwell tiene cabida en la tradición oficial
británica. El monarca que perdiera literalmente la cabeza a manos del
Parlamento es recordado en el mismo edificio, al igual que el juicio que
lo tuvo por protagonista y víctima. Una losa rememora el lugar donde el
monarca se paró para defenderse, primero y escuchar, después, la
sentencia final. ¿Un recordatorio menor? De ningún modo: sus sucesores
dinásticos jamás volvieron a enfrentar al parlamento.
No fue la única vez que una revolución mató al rey. En Francia,
Robespierre se reservó –ante similar cuadro histórico– el papel de
acusador. Recordó, en 1793, el argumento de Saint Just y votó la pena de
muerte para el ciudadano Luis Capeto. Conviene repasarlo: Este no es un
juicio, afirmó; si lo fuera Luis podría ser inocente, y la Revolución
resultaría culpable. Como la Revolución no puede serlo, mientras la
victoria la acompañe, Capeto no puede ser inocente. Dicho con otra
fórmula canónica: Ningún rey es inocente nunca para ninguna revolución.
Eso es hablar claro. Una diferencia no menor separa la tradición
histórica francesa de la inglesa: No hay estatua de Robespierre en
París. Por el contrario, cerca del Parlamento, en las proximidades de
los Jardines de Luxemburgo se puede visitar la tumba de Napoleón. El
hombre que clausuró la república e inauguró el Imperio goza todavía hoy
de un enorme prestigio público. Es un modo de opacar la Revolución y
subrayar la presencia de Francia en el mundo. Pero no sólo, también
constituye la diferencia entre la inclusiva tradición inglesa y
exclusiva tradición francesa, de vencedores y vencidos, hermanos y
herejes, de la que descendemos los sudamericanos y casi todos los demás.
Los alemanes, cuya escueta tradición revolucionaria dejó menos
huella que la derrota de todas sus intentonas, recorren idéntica
cornisa. En la puerta de Brandenburgo, en el centro de Berlín, un cartel
recordatorio en inglés y alemán permite conocer las peripecias de tan
caracterizado lugar. Con escrupulosidad germana los últimos 200 años son
repasados, y cuando es posible, cuando existen documentos,
fotografiados. El año 1945 recuerda la destrucción de Berlín, vista
desde la entrada de Brandenburgo. Un pequeño detalle se omite: los
desfiles nazis, las banderas pardas flameando desde el capitel superior
de las gigantescas columnas. El Mercedes Benz del führer, en medio de la
multitud rugiendo sus consabidos "Heil", así como los brazos en alto de
la guardia corps –munidos de brazaletes idénticos rojos y negros–
devolviendo su hipnótica mirada. La foto que la propaganda alemana y las
películas de Hollywood repitieron hasta el hartazgo, no integra la
documentada galería alemana para turistas. ¿Una falsificación histórica o
un problema?
La buena fe impone aceptar que se trata de un problema. Si la foto
de Adolf Hitler estuviera hoy en el cartel que relata la historia de la
puerta de Brandenburgo, mi incomodidad personal no sería menor. Esa es
la cuestión: si está resulta insoportable; si falta, remite al silencio
cómplice.
¿Cómo resolverlo?
Decir la verdad es revolucionario, sostuvo Antonio Gramsci con
sencilla exactitud. Hay verdades insoportables, como Auschwitz; ahora,
no es ignorándolas que se cambian las cosas y, por mucho que nos
disguste, Hitler forma parte de la tradición europea. Vale la pena
subrayarlo, europea, no solo alemana.
Pero Berlín posee otras tradiciones, la de los jóvenes
contestatarios es una de las mejores. El 7 de junio del 2010 Angela
Merkel anunció el ajuste alemán. Al día siguiente, miles de adolescentes
y veinteañeros, en compañía de un puñado de adultos, recorrió la ciudad
en defensa de la educación pública. Los conservadores de todo el mundo
cuando tienen que elegir entre sostener el presupuesto universitario o
pagar la deuda contraída con los bancos, jamás dudan. Eso no les impide
rescatarlos cuando tambalean. Puede tambalear el mundo, los bancos no.
Todo el pasado conservador remite a defenderlos. Y los que no están
comprometidos con ese pasado y por eso son jóvenes, marcharon detrás de
una pancarta donde se leía: "Wikipedia no se escribe sola". Eso es
entender. ¿Qué es Wikipedia sino la utopía de la enciclopedia total,
pero infinita, heterogénea, donde todo el saber cabe? Los jóvenes
educados en la revolución informática entienden que sin educación
pública no hay Wikipedia, no hay saber colectivo. Y lo demás, todo lo
demás: humo. Ahora bien, ese es el humo que hoy destilan las chimeneas
de la historia. Por eso Europa sólo remite al pasado, y muy difícilmente
ilumine nuestro porvenir.
*Publicado en Tiempo Argentino
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