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“Pero sus estridentes ladridos /
sólo son señal de que cabalgamos.”
Goethe, 1808
sólo son señal de que cabalgamos.”
Goethe, 1808
A diez años de gobierno K, la oposición define este período como una
década desaprovechada, frustrada,”no positiva” y perdida. Las críticas
al período K son múltiples y diversas. Entre otras cosas, se lo acusa de
autoritarismo, de avasallamiento de la “Justicia independiente” y de
los medios de comunicación, de fomentar los antagonismos, de aumentar la
pobreza y el desempleo, de corrupción, de conculcar las libertades
individuales. A nuestro entender, estas críticas giran en el vacío
impuesto por una visión de la realidad que oculta las causas
estructurales de los problemas actuales. En este sentido, mas allá de lo
efectivamente logrado o de los errores y limitaciones de las políticas
implementadas, lo más importante de la década K ha sido su contribución a
arrojar luz sobre las raíces de la estructura de poder actual, una
estructura que impide la unidad nacional y canibaliza al país sumiéndolo
en el estancamiento económico, la fragmentación social y la
ilegitimidad institucional.
Las sociedades no son simples agregados de individuos. Son
estructuras de relaciones sociales entre las que se destacan las
relaciones de poder. Estas son relaciones de control y de exclusión que
se dan en todos los ámbitos de la vida social. Estas relaciones de poder
dan lugar a distintos tipos de conflictos. Toda sociedad es, pues, una
trama articulada de conflictos sociales, de cuya resolución depende la
estabilidad política y el bienestar del conjunto de la población. En las
sociedades modernas, las relaciones de poder económico –de control o
exclusión del excedente económico– generan el conflicto principal, aquel
que determina en última instancia la posibilidad de desarrollo
económico con unidad e identidad nacional. Los conflictos son, pues,
inherentes a la vida de las naciones. Su forma de resolución determina
el predominio de la civilización sobre la barbarie, de la solidaridad
sobre el canibalismo social. La historia demuestra que la preeminencia
de la coerción en la resolución de los conflictos lleva, tarde o
temprano, a la desintegración social. Por el contrario, la conciliación
de intereses diversos en búsqueda de un interés común que supere las
mezquindades individuales y tenga como norte la solidaridad social, es
un paso adelante en la consolidación de una cultura civilizada y hace
posible el crecimiento económico con estabilidad política y bienestar
para el conjunto de la población.
Desde nuestros orígenes como nación independiente hemos estado
inmersos en el continuo fragor de un enfrentamiento, entre los que
tienen más y los que tienen menos, por la apropiación del excedente. A
partir de 1930 este conflicto se agudizó. La recesión en los países
centrales y la crisis del comercio internacional hicieron posible un
mayor crecimiento industrial. La posibilidad de industrializar al país
trasladando hacia la industria –a través de subsidios de todo tipo–
parte del excedente producido por el sector agropecuario estuvo a la
orden del día. Desde entonces, las transferencias de ingresos de un
sector social a otro sacudieron a la propia elite dominante y
convirtieron al Estado en un verdadero botín de guerra. Estos
enfrentamientos se dieron en un contexto político caracterizado por la
incapacidad de los que tienen más –y son los menos– de conciliar sus
intereses con los de otros sectores sociales y de plasmarlos en un
proyecto político capaz de aglutinar al conjunto de la sociedad. Esto
explica que los sectores económicamente más poderosos sólo pudiesen
acceder al control del Estado con el fraude electoral o las
proscripciones. La otra cara de esta moneda fue la existencia de un
movimiento popular –el peronismo– que pudo ganar elecciones articulando
un proyecto político que nucleaba a diversos sectores sociales. Esta
situación llevó a los sectores económicamente más poderosos a un
constante ejercicio de la presión corporativa a fin de realizar sus
intereses específicos. Cuando esto no fue suficiente, se recurrió al
golpe militar. Se configuró así una paradoja que explica nuestro
estancamiento económico e inestabilidad política: la asincronía entre el
poder económico y el poder político. Esto dio origen a la endémica
crisis de legitimidad de las instituciones y a la crisis de
representación de los partidos políticos. El terrorismo de Estado fue la
expresión más acabada del fracaso de la coerción política y abrió una
nueva era donde otros mecanismos coercitivos no ligados al uso de las
armas irían a dominar la escena política.
En efecto, en los últimos 30 años el poder de veto de los sectores
económicamente más poderosos se ejerció creando y recreando espacios y
mecanismos económicos que operan en abierta trasgresión de las normas
vigentes, eludiendo así el control del Estado sobre las transferencias
de ingresos y provocando una sangría de recursos a nivel cambiario,
financiero, e impositivo. En este contexto, la inflación y las corridas
cambiarias se convirtieron en los principales mecanismos de
desestabilización política y provocaron la caída de gobiernos elegidos
democráticamente. Ello fue posible porque en los últimos 30 años se
produjo un gran avance de la concentración en la economía. Hoy día, unos
pocos grupos económicos nacionales y extranjeros controlan los puntos
claves de las cadenas de valor en la producción, comercialización,
acopio y distribución de bienes. Este control les permite ser formadores
de precios, desabastecer y provocar una inflación incontrolable. Les
permite además, especular y provocar corridas cambiarias, acumular
divisas, dolarizar activos y fugar capitales. Ningún gobierno anterior a
la década K ha podido sobrevivir a este embate.
La devaluación de principios del 2002 provocó una enorme
transferencia de ingresos desde los sectores populares hacia los que más
tienen y permitió mantener bajo control a la inflación durante los
primeros años del gobierno de NK. Las enormes ganancias obtenidas y la
fuga de capitales fueron, tal vez, el precio de esta paz efímera. Pero a
poco de andar comenzaron los problemas en torno de la apropiación del
excedente económico y su destino final. El conflicto con el campo por el
aumento de las retenciones a las exportaciones agropecuarias marcó el
inicio de una nueva etapa caracterizada por una mayor claridad en los
objetivos perseguidos por el Gobierno y en la adopción de una serie de
medidas destinadas a fortalecer el mercado interno transfiriendo
ingresos hacia la industria y hacia los sectores populares.
Paralelamente, comenzaron la espiral inflacionaria y las corridas
cambiarias. Estos fenómenos habrían de agudizarse a partir de la
reelección de CFK. A diferencia de lo ocurrido con otros gobiernos
democráticos, CFK ha enfrentado las corridas cambiarias explicitando sus
fines y tomando medidas específicas para tratar de impedirlas.
Asimismo, este gobierno ha intentado limitar el control monopólico y
oligopólico en algunos sectores de la economía y en la producción y
difusión de información. Esto ha despertado una fuerte reacción
desestabilizadora que se acrecienta en vísperas de las próximas
elecciones.
Lo que está en juego hoy día es la visibilidad de las raíces del
poder económico y la posibilidad de utilizar los resortes del Estado
para imponer cambios en la estructura de poder, cambios que en sí mismos
no son una revolución pero constituyen un salto cualitativo en el
desarrollo de nuestro país al pretender una mayor inclusión social y una
democracia participativa. El conflicto principal es el que opone a
aquellos que reivindican el poder de los monopolios y su derecho
“inmanente” a reproducir este control sobre toda la vida de una nación
(económica, política y cultural) y aquellos que intentan cuestionar este
poder impulsando un desarrollo que incluya a toda la sociedad y
“empodere” a los ciudadanos. La inflación, las corridas cambiarias y el
fogoneo constante de un relato que demoniza a CFK y a todas las
políticas implementadas marcan la temperatura de este conflicto. Este
relato de los medios más concentrados intenta ocultar los intereses que
mueven a la oposición. Intenta además volver invisible la estructura de
poder monopólico. Así, la ley de medios que pretende desarticular el
poder monopólico en la producción y distribución de información aparece
como un atentado a la libertad de expresión; la reforma judicial que
pretende terminar con el control corporativo sobre el Poder Judicial y
democratizarlo se presenta como el avasallamiento de una “Justicia
independiente”, una Justicia a la que estos mismos medios concentrados
se han cansado de considerar “Korrupta”; las políticas sociales se
presentan como puro clientelismo y así, sucesivamente.
En los últimos tiempos CFK ha dado un paso de fundamental
importancia al convocar a la población y especialmente a la juventud a
“mirar para cuidar” los precios de los bienes de consumo. Esto ha
llevado al relato de oposición a comparar la situación actual con la
República de Weimar y el acceso de Hitler al poder. Este disparate
muestra la inescrupulosidad con que se manipula a la opinión pública.
Muestra, además, que la participación de la población en el control de
las políticas aplicadas es la mejor respuesta a los “golpes de mercado”.
Esta política de “mirar para cuidar” debería de aplicarse a toda la
cadena de valor de los distintos bienes producidos a fin de que los
diversos sectores –productores, trabajadores, pequeñas, medianas y
grandes empresas, comerciantes, proveedores etc.– que la constituyen
puedan participar en el control de la inflación. Esta convocatoria a
“mirar para cuidar” toda la cadena de valor volverá más efectivo el
control de precios y permitirá sumar a sectores sociales que deben y
pueden ser integrados al proyecto de inclusión social y democracia
participativa.
Esta es, entonces, una década ganada porque ha permitido empezar a
visualizar las causas estructurales de nuestro estancamiento económico e
inestabilidad política. Queda, sin embargo, mucho por hacer. Entre
otras cosas, es de fundamental importancia revisar la política de
subsidios y monitorear sus resultados a fin de impulsar una
industrialización que multiplique una inclusión social sustentable. Hoy
día la integración compleja de los conglomerados trasnacionales domina
al mundo dando lugar a la desintegración de la cadena productiva a nivel
mundial y al control de segmentos cruciales de estas cadenas de valor
por parte del capital trasnacional. Entre otros fenómenos, esto ha
fomentado una nueva división internacional del trabajo que impone serios
límites a la capacidad de los Estados de elaborar y aplicar políticas
de desarrollo en sus territorios nacionales. Otra consecuencia ha sido
una creciente dependencia tecnológica con el consiguiente impacto
negativo sobre la balanza comercial y de pagos y sobre la capacidad de
generar empleo en los sectores productivos. Esta dependencia tecnológica
afecta en nuestro país tanto al campo como a la industria y perpetúa
los conflictos históricos entre sectores empresarios, y entre éstos y
los que menos tienen. Es pues imperioso hacer sintonía fina sobre el
tipo de estructura productiva que hoy tenemos y sobre los subsidios que
el Estado vuelca sobre ésta a fin de introducir los cambios que se
necesitan para concretar un desarrollo económico que asegure a mediano y
largo plazo la inclusión social y la democracia participativa.
* Socióloga, autora de La economía política argentina. Poder y clases sociales.
Publicado en Página12
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