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Por
Roberto Marra
La
megalomanía es una
psicopatología que se caracteriza por ilusiónes delirantes de
poder, de superioridad, por una exagerada autoestima. Los individuos
que la ¿padecen?, si adquieren conocimientos y fortunas, se
transforman en seres de niveles de engreimientos insoportables, al
tiempo que tratan de manifestarse tan superiores que hasta pueden
adoptar costumbres opuestas a las que se esperan de semejantes
absolutismos mentales. No es raro, entonces, observar que estos
personajes exalten la austeridad como parte de sus atributos de
omnipotencia inalcanzables.
No
es que no haya algunos que de verdad se prepararon, adquiriendo
conocimientos que les permitieron acrecentar sus medios de vida,
hasta convertirse en multimillonarios. Algunos descendientes de
colonos inmigrantes han logrado semejante “prodigio”,
transformando sus viejas posesiones territoriales trabajadas por sus
abuelos en enormes estancias de su propiedad.
Lo
que siempre cabe preguntarse es de qué modo lograron sus fortunas,
como las hicieron crecer, que quedó en el camino de la acumulación
de tales millones. Lo cual nos conduce a la necesaria reflexión
sobre el sistema económico y social en el que estamos inmersos,
ámbito que estos engreídos personajes pretenden haber “domesticado”
en base a sus supuestas extraordinarias capacidades, méritos que no
tuvieron quienes resultan los “perdedores” en la disputa básica
del capitalismo: la distribución de la riqueza.
Los
“ganadores” lo son porque lograron prevalecer sobre los
“perdedores”, pero no solo en base al mayor conocimiento del
sistema para su mejor aprovechamiento individual. Fue una
construcción cultural que demandó el sacrificio de millones de
compatriotas, la vulneración de todos y cada uno de los preceptos
sociales, la construcción de paradigmas deformantes de la realidad
humana, que condujeron, lentamente, a la sumisión de los más
débiles a los dueños del Poder.
Desde
allí, megalómanos o nó, los empoderados por decisión propia, los
enervantes propietarios de casi todo, los repulsivos hacedores de
pobrezas, los auténticos corruptores de la humanidad, fueron
transformados casi en intocables, en seres que adquirieron un
invisible escudo contra los vaivenes económicos y financieros, de
los cuales salen siempre “bien parados”. Hasta desde los
gobiernos populares se los trata como “especiales”, dado el poder
acumulado y la enorme capacidad de daño a cuanta política social se
pretenda llevar adelante, si es que les afecta sus fortunas.
Cuentan
además, estos ensoberbecidos personajes, con la admiración
ilimitada de los integrantes de eso que se ha dado en denominar como
“mediopelo”, sector social que reproduce, a su manera, las mismas
taras de sus “maravillosos” oligarcas. Especie de megalómanos de
cabotaje, por sus limitaciones económicas, no cejan en sus empeños
denostantes del pobrerío que consideran inferiores y faltos de
méritos para que les sean otorgados derechos similares a los que sí
suponen que tienen ellos.
Astutos
como pocos, los integrantes del Poder han ido comprendiendo la virtud
de la dominación psicológica, para lo cual se han apoderado (o
asociado) con los propietarios de los medios de comunicación,
sumando una fuerza vital a la hora de emprender persecuciones a sus
enemigos ideológicos, convirtiendo la política en una guerra de
palabras vacías y sinsentidos judiciales, que les saquen del camino
de su evolución acumulativa a quienes, aunque más no sea, solo les
retarde sus prebendarias acaparaciones materiales.
Influyen,
empujan, determinan, señalan, someten, convencen, retuercen la
verdad hasta darla vuelta, haciendo de la realidad una paranoica
versión de un mundo idealizado por ellos, donde sobreviven los más
fuertes, con esa actitud darwiniana que sostiene a todos sus
pensamientos. Nos relatan sus vidas como si fueran ejemplares, nos
envuelven en sus promesas de futuros en esa imposible “república”
donde nadie nunca podrá llegar a vivir. Porque allí estarán ellos,
sus “dueños”, que nos harán saber, de la peor manera posible,
que somos inferiores. “Sus” inferiores.
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