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Hace
unos años, recordando el regreso de la democracia en 1983, reviví la
inmersión en la multitud que aquel 10 de diciembre fue a saludar la
asunción de Raúl Alfonsín en la Plaza de Mayo. 1983 fue un año inédito
en la inmersión en multitudes. La primavera democrática reinstaló los
cuerpos en las calles. Nunca más hubo cierres de campaña como los de
aquel año, con millones de personas atestando la 9 de Julio, ni una
asunción tan celebrada por ganadores y perdedores. ¿Qué sabíamos de la
democracia? Muchos, apenas, que no era la dictadura. Eso alcanzaba para
escupir tantas almas al espacio público, durante tantos años vedado y
tutelado. Mi partido era el PI y el cierre de campaña había sido en
Once. Recuerdo cada paso de esa caminata hasta Plaza de Mayo. “Mire mire
qué locura, mire mire qué emoción...” La sensación física y mental era
extraordinaria: se acababa la dictadura y se reía y se gritaba y se
lloraba al mismo tiempo, porque el camino había sido de espinas. En 1983
las llagas estaban abiertas.
Aquel regreso a la democracia estuvo marcado, también, por aquella confluencia multipartidaria a la asunción de Raúl Alfonsín, porque después de los resultados de octubre, en diciembre, ya se había vuelto a dimensionar ese hecho histórico, y éramos todos festejantes del sistema. Después de décadas de subestimación y desenfoque, la democracia aparecía como el orden primario, el más elemental, el plato del que no se podían sacar los pies, aunque todavía nos esperaba más de una década de sobresaltos carapintadas, primero, después y hasta hoy una sucesión de pantomimas presuntamente republicanas que nos han usurpado el discurso antidictatorial, y oponen la república a la soberanía popular. La democracia no es buena cuando las mayorías coinciden con uno y mala si los vientos electorales soplan para otro lado. La democracia es la única herramienta conocida para dirimir el poder político sin violencia. Y hace treinta años chorreábamos violencia. Veníamos de un genocidio del que todavía no sabíamos casi nada, y de una guerra apenas un año antes.
Y veníamos, además, de una trama cultural autoritaria que iba de lo político a lo personal, borrando lo político de lo personal. Por eso, quizá, resultan imborrables aquellas multitudinarias inmersiones en lo colectivo de 1983, aquellas movilizaciones que, vistas por dentro y desde la espesura de la memoria, eran tejidos humanos apretados, en los que era difícil avanzar sin rozar al de al lado; eran un subte en hora pico a cielo abierto, pero de un ánimo hermanador; era perforar la burbuja personal, azuzada por el miedo y la indiferencia; era desdibujarse para aparecer redibujado en el punto grueso de lo colectivo; era enredarse, encajarse, envolverse con los otros.
Así recuerdo la entrada a la Plaza de Mayo en 1983, afiliada a un partido que me parecía el mejor pero que no me enamoraba, proveniente de un hogar en que como en tantos otros hacía muchas décadas se había dejado de hablar de política en los cumpleaños –no se hablaba ni de Caruso ni de Lombardi, ni de radicales ni de peronistas; no había Internet, así que tampoco se hablaba del oso panda que estornuda–. Los medios de comunicación y la industria del entretenimiento fueron nuestros ositos panda resfriados: recién en 1983 la política fue rehabilitada como tema de conversación colectivo, aunque ya venía con todas sus trampas cazabobos adheridas a su significado. La trama cultural autoritaria que nos habían metido en la cabeza lo primero que nos inoculó fue la certeza de que la política era eso que había, y nada más. Eso así de turbio, así de despreciable, y nada más. La política no fue reintroducida en 1983 como algo disponible para que la ejercieran todos los que quisieran. Esa conquista es nueva, y es democrática. Es democracia hecha con más democracia.
Ese día de la asunción de Alfonsín, vi llegar desde atrás del ex Banco Hipotecario la enorme columna de la JP. Para mí el peronismo era un misterio. “Esa gente estaba unida, no estaba suelta. Los bombos parecían parte de sus cuerpos y de sus voces. Honraban a sus muertos con cánticos desgarrados. Venían del brazo o saltando, como un tropel, amalgamados en ese engrudo de pertenencia enorgullecida a pesar de que su candidato había perdido las elecciones. El peronismo se me presentaba en aquella época como un lenguaje pródigo en dialectos. El de Herminio Iglesias era un dialecto. La apabullante columna de la JP hablaba en otro. Pero el peronismo, en todas sus versiones, era finalmente una dimensión no sólo de la política sino del otro, de las emociones, de los límites, de las clases, de las ideas. El peronismo representaba una identidad política que abarcaba territorios personales, y en esos territorios, el peronismo lo que hacía era disolver vallas infranqueables entre personas, contenerlas en un envase multitudinario”, escribí a propósito de aquella marcha en 2005.
Ya entonces, creo ahora, recordaba vívidamente esa primera visión de la JP, de la castigada JP que atravesó la dictadura, porque en 2005 despuntaba una nueva forma de esa misma identidad política, pero con una particularidad: era al mismo tiempo más específica y más inclusiva que el peronismo en general. El kirchnerismo como tal no existía a pesar de los dos años de gobierno de Kirchner. Pero ya se palpaba, ya se olía, que desde un peronismo cuyo dialecto estaba en trámite de elaboración, estaba hecha una invitación a la política que millones de personas de todas las edades aceptaron.
Desde entonces, he atravesado, compartido y comprendido decenas de marchas como aquélla, más chicas, más grandes, más y menos agitadas. Vi emerger y confluir desde poco después de 2005 los cuerpos kirchneristas tatuados, pintados, embanderados, expresándose a sí mismos por encima del ojo que los mira y escribe sobre ellos en los grandes diarios, donde siguen siendo punteros, vagos, clientes, gente que vive del Estado. Todo ese cuento es más viejo que el más viejo de los golpistas de la televisión. Lo nuevo, 30 años después de aquel día de diciembre de 1983, se ve muy bien desde el entretejido corporal y emocional de las marchas, donde hay un amplio sector de argentinos, un sector mayoritario, que se siente representado por una identidad política. Eso expresa algo totalmente distinto a las miles de marchas de recorren el planeta, desconfiando de la política como los argentinos hace treinta años, y llamando a tirar todo abajo. Para un “fin de ciclo” hace falta mucho más que atacar a los representantes. El problema lo tienen con los representados.
*Publicado en Página12
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