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Con
la nota publicada en Clarín, el pasado domingo, la ex diputada Vilma
Ibarra reabre la ya muy transitada discusión sobre el progresismo y su
relación con los gobiernos kirchneristas. Utiliza como referencia y
blanco principal de sus críticas a Martín Sabbatella, de cuya conducta
política extrae el ejemplo de una claudicación: la del progresismo que
“hizo silencio”, “traicionó su historia y su identidad” y a quien “le
faltó coraje” para denunciar la “corrupción kirchnerista”. La nota está
atravesada por circunstancias témporo-espaciales muy significativas: su
publicación se produce una semana después de las elecciones primarias en
las que disminuyó la fuerza electoral oficialista, diez días antes de
la audiencia pública citada por la Corte Suprema a propósito de la ley
de medios –de la que Sabbatella es la expresión pública más directa– y
en las páginas del diario Clarín.
Abstracción hecha de las descalificaciones políticas con las que
lamentablemente se cierra, el escrito resulta interesante como
exposición de un punto de vista de lo que significaría ser progresista.
Su punto de vista sobre la cuestión empieza con la sorprendente
afirmación de que, después de la elección primaria del domingo, “Elisa
Carrió se presenta como líder de un importante espacio de
centroizquierda”. El verbo utilizado tiene el discreto encanto de la
ambigüedad: no “es”, sino que “se presenta”. Y en esa presentación está
marcando, según ella, una ausencia en los sectores progresistas que
apoyan al Gobierno. Larga sería la discusión sobre si hay un ser de la
política por fuera de la presentación, pero Ibarra no abre, en este
punto, ninguna discusión: se propone mostrar cómo Carrió, Macri y la
izquierda testimonial –algo así como el recorrido del arco político en
toda su amplitud– han tenido un discurso “consistente” sobre la
corrupción, del que según su autora careció el “progresismo
kirchnerista”.Un poco más cerca de un intento de definición del sujeto político cuya identidad justifica el ataque a un sector político definido (la fuerza de tradición de centroizquierda que forma parte del kirchnerismo), Ibarra declara su añoranza de las voces “que hace no muchos años convocaban votos, voluntades y militancia, con un discurso que demandaba una Justicia independiente, una mejor redistribución del ingreso y una lucha frontal contra la corrupción, el clientelismo y la re-reelección menemista”. Para la autora de la nota, entonces, la cuestión principal es la relación entre lo que en los años noventa se llamó centroizquierda o progresismo y el proceso político kirchnerista. Efectivamente, en aquellos años –los años de la revolución neoconservadora, de la caída del Muro de Berlín, del Consenso de Washington– la agenda central de las fuerzas que con más energía y, en algunos casos mejor resultado electoral, disputaban con el menemismo giraba en torno de la corrupción, los abusos decisionistas y las estrategias de reproducción de su poder. Ni antes ni después de su victoria electoral, esos sectores plantearon la existencia de un proyecto de desarrollo nacional alternativo al que se desarrollaba en esos años con todo su esplendor y toda su violencia social. Como participante activo de aquel sector, puedo decir que la “mejor redistribución social” que el texto le atribuye funcionaba más como señal de una lejana tradición política que como un programa político. Claramente, y así lo demostró la experiencia de la Alianza, la distribución regresiva y el aumento de la desigualdad no eran fenómenos exteriores, sino puntales del programa económico y del proyecto político vigente en esos años.
Aquella experiencia política puede ser reconocida valorativamente por su eficacia política para enfrentar a un gobierno que avanzaba en una dirección conservadora con apoyo social mayoritario y a favor de la instalación de un “pensamiento único” en el país. Sin embargo, ese reconocimiento debería completarse con el señalamiento de límites conceptuales que lo llevaron a confluir políticamente de modo indiferenciado con quienes sustentaban un proyecto de atropello social y vaciamiento de la política. El progresismo de entonces no fue, de ningún modo, el ala izquierda del gobierno de la Alianza; con respeto histórico hay que recordar que fue Raúl Alfonsín, enfrentado con la dirección radical de entonces, quien se constituyó en uno de los más severos críticos del proyecto de país impulsado por el menemismo y no ahorró críticas al gobierno de la Alianza. Nada que pueda llamarse eficacia contra la corrupción estatal o “superación del clientelismo” (cualquiera fuera la definición de tan ambiguo y presuntuoso objetivo) fue puesto en marcha por la coalición que ganó la elección presidencial de 1999; el vergonzoso episodio del soborno en el tratamiento de la ley laboral en el Senado incluyó entre sus protagonistas a algún referente de la fuerza progresista de la época.
La memoria reivindicativa que ensaya Ibarra tiene un marcado sentido político, el de situar en un pie de igualdad al menemismo con el kirchnerismo y, a partir de ahí, comparar el “coraje” de aquel progresismo y el “silencio” de sus oscuros herederos oficialistas. Claro que esto no puede hacerse sin construir un momento de ruptura entre la etapa de su propia adhesión al oficialismo y su actual posición de impugnación. Ese parteaguas se construye a partir del rumbo político asumido por el partido que dirige Martín Sabbatella, cuando decidió afirmarse como fuerza componente del espacio kirchnerista. Según la mirada del artículo, esa decisión trajo consigo el silencio de la crítica y la pérdida de la independencia. El desarrollo de la nota permite ver que el silencio que se cuestiona es el de no haberse sumado a las campañas desestabilizadoras que en los últimos meses han girado en torno de muy promocionadas denuncias de corrupción y de la cerrada resistencia de la corporación judicial –dentro de la que hay muchos protectores de corruptos– a un proyecto de democratización de ese poder. Lo más sugerente es que Ibarra, igual que todos los exponentes conocidos de la vulgata clarinista, solamente hace referencia a casos en los que las sospechas salpican más o menos cerca de los funcionarios kirchneristas o de sus amigos. Nada de corrupción en el Poder Judicial, entre los grandes concentradores de la propiedad de la tierra, ni en las finanzas, ni en los multimedios. En estos discursos aparece con nitidez cómo los temas de ética pública han dejado de ser necesariamente síntoma de valentía y de transparencia política para pasar a ser con mucha frecuencia instrumentos de una estrategia política. Diríamos mejor, de una estrategia antipolítica, puesto que una vez que el antagonismo se desplaza al plano ético quedan afuera las cuestiones del rumbo político del país, las cuestiones del contenido del poder: solamente nos resta creer que entre los amigos o aliados políticos actuales de Ibarra no hay políticos corruptos ni caciques clientelistas o que los fenómenos de corrupción política serán algún día drásticamente eliminados por apelaciones morales como las que la autora dirige a Sabbatella y al kirchnerismo.
Una discusión más fructífera tendría que abandonar el territorio de jueza de un tribunal moral que adopta la autora del artículo. Tendría que preguntarse por la naturaleza de los procesos transformadores, por su historia nacional y mundial. Tendría que pensar en los liderazgos de esos procesos, sus alianzas, sus contradicciones, sus glorias, sus miserias y sus tragedias. Desde Maquiavelo (¡hace quinientos años!) podríamos saber que el líder transformador no es un reformador moral, no es un agitador de verdades sagradas ni un cultor de los buenos modales. Que su moral tiene eje en el bien de la patria. Podríamos saber que la política es la disputa del poder y ésta no ha sido nunca en la historia materia de monjes ni de almas bellas. Hace falta mirar a nuestro alrededor para saber cuán corruptos, mentirosos y clientelistas son, para las clases dominantes de sus respectivos países, personas como Chávez, Correa, Evo Morales e incluso Lula y Dilma en el tan envidiado Brasil. Hace falta recordar el juicio de los contras sobre Perón y Eva Perón. Y también el juicio ético que tenía la oligarquía argentina sobre Yrigoyen y el radicalismo transformador. O, más cerca, la manera en que fue usada la cuestión de la corrupción en el desgaste del gobierno de Raúl Alfonsín.
Hay un sector participante de aquellos “años dorados” del progresismo de los noventa que ha producido un viraje en la dirección del compromiso con un proyecto que considera profundamente transformador. Ha decidido, en consecuencia, asumir sus problemas, vivir sus contradicciones, fundirse con él en términos de horizonte histórico y práctica concreta. Ibarra habla en tono crítico de lo que Sabbatella “no hizo”. Para el autor de esta nota hay algo muy importante que no hizo: no se prestó a ser la luminaria progresista y ética del multimedio y sus favorecedores, tarea para la que no tenía ningún antecedente de corrupción que lo inhabilitara. Tomó una decisión política de alto riesgo por la que parece estar dispuesto a pagar costos. Toda decisión política puede discutirse. Sin embargo, la discusión que plantea Ibarra está cargada de los estereotipos de la prensa dominante y, lo que es peor, se inclina a la descalificación moral en el lugar que correspondería al debate de ideas.
*Publicado en Página12
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