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Por
Roberto Marra
El
teólogo canadiense Bernard Lonergan, definió a la religión como
“un conjunto de experiencias, significados, convicciones,
creencias y expresiones de un grupo, a través de las cuales sus
participantes responden a sus dialécticas de autotrascendencia y
relación con la divinidad”. El español Ortega y Gasset decía
que “religiosus quería decir ‘escrupuloso’; por tanto, el
que no se comporta a la ligera, sino cuidadosamente. Lo contrario de
religión es negligencia, descuido, desentenderse, abandonarse”.
Sin
embargo, el transcurso del tiempo y el avance del sistema
socio-económico capitalista en el que estamos inmersos desde hace
tanto, ha ido contaminando estos conceptos, desgarrando sus orígenes
y convirtiéndolos en palabras vacías. La religión se ha
transformado en una mercancía más, tal como ha sucedido con el ser
humano y su único valor reconocido por el sistema: su fuerza de
trabajo.
Descubierto
el “valor” de la “religión” para su utilización en la
eterna búsqueda de la maximización de las ganancias por parte de
los dueños del Poder, se han desarrollado nuevos credos, amoldados a
los requerimientos del capital y el imperio de turno, demostrando que
no existe límite alguno para los especuladores del “mercado
humano”, siempre y cuando les signifique profusos beneficios
económicos y mayor poder de dominación sobre la cada vez mayor
cantidad de sometidos.
El
imperio norteamericano ha sido el principal promotor y sostén de
esos “cultos” incultos, basados en palabreríos más o menos
relacionados con el cristianismo, donde histriónicos “pastores”
televisados imponen sus supuestos poderes derivados de sus
incomprobables cercanías al Dios que dicen representar. Con
actitudes casi payasescas, estos energúmenos transforman lo que
debiera ser un ámbito de reflexión existencial, en un teatro de
operaciones psicológicas destinadas a atraer, convencer y someter la
voluntad de las personas que se acercan en busca de salvaciones
imposibles de sus padecimientos o desgracias, a cambio de un rédito
económico enorme para esos “sacerdotes” de la mentira.
Pero
es el interés por la dominación de los territorios ajenos que mueve
con pasión a los habitantes de la Casa Blanca al sostenimiento de
semejantes ejercicios pseudo-religiosos. Es una nueva manera de
invasión silenciosa (o ruidosa, a estar por los gritos destemplados
de esos “pastores”), desde la cual emergen camadas de idiotizados
convencidos de pertenecer a los “salvados” por el Dios desflecado
que se les ofrece para el consumo fácil de sus neuronas golpeadas
por el martilleo constante de la parafernalia perversa que los
transforma en simple masa dispuesta a servir al amo imperial.
Esa
masa se moldea de acuerdo a las necesidades que requiera el invasor,
atribuyéndole el rol de la infantería que va al choque contra los
gobiernos que no les resultan afines al imperio. Forma parte
indisoluble de la actividad mediática consustanciada con los mismos
objetivos, mediante la cual van introduciendo el virus mortal de la
disolución social y el odio hacia quienes no pertenecen a sus
concepciones derivadas de los intereses que defienden con tanta
devoción (por el dinero).
Son
la manera elegida en la actualidad para derribar líderes populares,
desarrollos autónomos, experiencias renovadoras. Son la forma que
utiliza el poder corporativo mundial para modelar a su antojo las
sociedades que buscan sus propios caminos libertarios, con ese
ejército de zombies capaces de matar en nombre de un Dios que le
inventaron a la medida de sus miserias morales. Son los nuevos
enemigos a vencer, los agentes del mal corporizados en energúmenos
que golpean y matan a los diferentes a ellos, o a sus iguales que no
siguen sus consignas de desprecios y rencores incomprensibles.
Y
serán nuestros enterradores, si no se les atraviesa con la espada
del conocimiento y la organización popular consciente de los
peligros que encierran, para re-encontrar y sostener los valores
humanos que nos robaron con la sucia “religión” del escarnio y
la falsificación de un Dios, creador del peor de los infiernos.
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