La
representatividad política se puede definir como la capacidad de
alguien de actuar en nombre de un colectivo que la acepta. Para que
exista, quien la ejerza debe ostentar características que lo
distingan por su credibilidad, por la idoneidad que se le reconozca
para representar las ideas y los intereses de quienes confían en esa
persona. Esa fiabilidad, a su vez, deberá estar asentada en la
coherencia de sus actos con la comprensión de que sus acciones
pueden afectar a la sociedad toda.
Esto
deriva en un alto grado de responsabilidad de aquellos funcionarios
electos para conducir un gobierno, una obligación de actuar poniendo
mayor cuidado en atender sus deberes sociales que en sus beneficios
individuales. Esa ética de la eficacia gubernamental, entendida como
la preeminencia de los valores que hacen al sostenimiento de la
legitimidad que le dio origen al mandato en cuestión, es la que
puede hacer posible un desarrollo de gobernanzas con resultados
positivos, al menos en lo institucional.
Claro
que esta ideal manera de transcurrir los tiempos políticos no
resulta, la más de las veces, la que de verdad se concreta. Personas
que se asumen como preeminentes por sobre otras, por el solo hecho de
ostentar un cargo ejecutivo o legislativo de importancia, suelen
dejar de lado tales conceptos de la representatividad y sus
correlatos morales, para convertir sus períodos de gobierno en meros
procesos especulativos que les aseguren, al individuo en cuestión o
al grupo que encarna, la continuidad de las ventajas obtenidas en el
ejercicio del poder político de que se trate.
Cuando
un gobernante de esas características especulativas está por dejar
su lugar a otro que no sea de su mismo origen ideológico, comienza a
buscar, con el ahínco propio del egoísmo que lo guía, las formas
de impedir que su rival por asumir pueda llegar a ejercer con
eficacia el gobierno. Ese grado de brutalidad antisocial solo
logrará, si resulta “exitoso” para el especulador saliente,
dificultar o impedir las acciones de gobierno que se haya propuesto
el gobierno entrante, que son las razones primordiales por las cuales
alguien resulta electo.
En
la Provincia de Santa Fe, se está confirmando esta característica
tan odiosa de la politiquería sustentada solo en las conveniencias
particulares. Cierto sector de la actual “oposición” de la
Cámara de Senadores, aliado al oficialismo saliente (y no solo
circunstancialmente), aceptó tratar y aprobar el proyecto de
presupuesto enviado con la urgencia propia de la especulación más
obscena, por el gobernador saliente. El trámite resultó tan inmoral
como su presentación, al ser aprobado en menos de veinticuatro horas
de entrado el expediente de centenares de fojas, imposible de leer en
tan escaso tiempo.
El
apuro del saliente gobernador y electo diputado provincial, y los
senadores que se prestaron a esta irresponsable maniobra, algunos de
los cuales están culminando su mandato, no puede calificarse con
otra palabra que contubernio. Una confabulación que demuestra la
catadura amoral de quienes la concretaron, tirando a la basura la
legitimidad original de sus mandatos, ahora convertidos en eventuales
modos de extorsión hacia el gobernador por asumir, que deberá
adicionar semejantes despropósitos legislativos a la degradante
situación económica, financiera y social que dejan los
especuladores que culminan sus mandatos.
Todo
un modo de expresar los intereses a los cuales responden algunas
personas que se pretenden por encima de la sociedad que los eligió
en su momento, haciendo añicos el concepto más básico de
“democracia” al cual dicen adscribir cada vez que les ponen un
micrófono delante. Toda una manera de destruir las esperanzas de un
Pueblo maltratado por las políticas nacionales de estos últimos
cuatro años, y por la incapacidad o la desidia de los gobiernos
provinciales de censurar semejantes actos de desprecio y
empobrecimiento generalizado.
La
representatividad de estos perversos actores de la politiquería
convertida en paradigma de la continuidad malversada, se muere en el
instante de las prestas manos levantadas para aprobar la ilegitimidad
de una Ley tan importante como la de este Presupuesto malversado
desde su origen. La credibilidad es ahora una mancha más en la piel
de esta frágil estructura institucional, donde se abroquelan con
desesperación los ineptos y las malvados para salvar sus pellejos
cómplices de un desfalco más. Y la ética termina siendo solo una
palabra vacía, un hueco fatal en la conciencia de los sucios
conductores del fracaso por venir.
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