Imagen de "Concepción Conectado" |
Por
Roberto Marra
Lo
absoluto es un valor que excluye toda posibilidad de relación o
comparación, da idea de ilimitado e irrestricto, de completud o
totalidad, de incondicional y categórico, de tajante y universal.
Así, con esos preceptos, con esa visión de universal e infinito, se
manifiesta el poder de quienes lo tienen por arbitrio propio o
hereditario. Es con la seguridad de contar con semejante respaldo
casi divino que actúan quienes se consideran por sobre sus
congéneres por el solo hecho de tener mayores riquezas acumuladas.
No
solo concibieron una división territorial injusta y una eterna
postergación de sus habitantes con base en las brutales diferencias
económicas que crearon. Fundamentaron su solidez en el tiempo con la
generación de una cultura que atravesó a toda la sociedad, que fue
adquiriendo una concepción de sí misma y de sus interrelaciones,
que posee las mismas características que las existentes con sus
dominadores.
No
pueden extrañar, entonces, las actitudes de quienes, poseyendo
muchas menos riquezas pero iguales concepciones, adoptan posturas
similares ante los que poco o nada tienen. Aparecen entre ellos los
dueños de tierras extensas, aunque no en las dimensiones de sus
admirados déspotas de la historia. Reproducen hasta las formas
originarias de apropiación territorial, desalojando por la fuerza a
los campesinos que trabajan en sus tierras, con títulos propios,
pero que la “justicia” logra, con “mágicos” argumentos,
transformar en posesiones de los “pichones” de oligarcas apañados
por estos prebendarios miembros de la corrupción judicial.
Fruto
de estas particularidades, estos terratenientes de cuatro por cuatro
millonarias, deciden también obligarnos a respirar aires viciados y
tomar aguas contaminadas, apoderándose del último valor que les
faltaba para rematar sus perversiones y sus maniqueas concepciones de
la sociedad: la vida de los demás. Esparcen sin pudor ni
remordimientos toneladas de venenos por los campos, para alzarse con
espúrias ganancias obtenidas a costa de la muerte cotidiana
escondida detrás de las falacias de la producción de más y mejores
alimentos. Arrasan con la fertilidad y el agua, exportadas
masivamente a otros lares para contribuir al desarrollo ajeno y el
enriquecimiento ilegítimo de ellos y de las monstruosas empresas
productoras de transgénicos y agrotóxicos.
Llegan
a la intolerancia y la demencia extrema, rociando las escuelas con
sus niños en los patios, fumigando hasta los puertas de las
viviendas, enardeciéndose ante la prevención de los pocos jueces
dignos que intentan poner limite a sus atrocidades con resoluciones
eternamente apeladas y manoseadas con la complicidad de ejecutivos
prebendarios, obcecados ocupantes de cargos que no merecen ni
dignifican.
La
degradación moral y económica no es casual. La ignorancia
generalizada no es fruto de la falta de escuelas, sino de una
educación programada por el enemigo del Pueblo, apoderado de las
riquezas, pero también de las estructuras estatales erigidas para su
protección. Lo absoluto en su máxima dimensión, aplastando las
cabezas de quienes intentan modificar en algo o en todo semejante
delirio homicida de la sociedad y su destino de grandeza postergada.
Queda
la ilusión de la rebelión de los conscientes, de los fumigados sin
destino, de los parias despojados de sus tierras, de los que no se
rinden ante la historia contumaz de esta miserable oligarquía de
vuelo bajo y sentimentos nulos. Queda el sueño de un movimiento
masivo y popular dispuesto a dar vuelta la taba y cambiarlo todo de
nuevo. Y esta vez, para siempre.
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