Imagen de "Milénico" |
Por
Roberto Marra
Uno,
que se considera un buen tipo, escucha los discursos de Sergio Massa
y otros políticos con similares estilos. Después trata, siendo
generoso, de encontrar el sentido de sus palabras, las razones que
los mueven a decir lo que dicen, el trasfondo de sus permanentes idas
y vueltas ideológicas. Ahí es cuando (a uno) la memoria le juega su
papel, elaborando un resultado final donde la suma, no casualmente,
tiende a dar siempre cero.
Con
el tono adecuadamente estudiado, con manifestaciones de humildad
impuestas por las circunstancias perdidosas, con la expresividad
atravesada por los movimientos de los ojos tratando de no separarse
de las líneas escritas en los “telepronters”, la retahila de
obviedades va cosechando algunos aplausos, algunos pautados y otros
auténticos, elocuentemente buscados con el tono de las frases de
remate de cada párrafo leído.
Uno,
que hace mucho que escucha discursos y tiene la manía de compararlos
históricamente, va descubriendo algunas “perlitas” dentro de su
desarrollo. Como la repetición, casi textual, de algunos dichos del
líder al que este candidato acompañó por un tiempo, hasta que “la
embajada” le sugirió otra vertiente para sus dotes engañeras.
Por
increíble que pudiera parecer, todas sus palabras refieren a
políticas que ya se aplicaron y fueron defenestradas durante el
presente gobierno de la oligarquía y sus ceos. Más increíble le
parece a uno, siempre atento a los devaneos de estos personajes de la
política y sus adyacencias politiqueras, el desparpajo de hablar
contra las leyes que el propio discursero votó o hizo que votaran
los miembros de su bancada que, desde las primeras filas de la
platea, tratan de esconder sus vergüenzas obsecuentes con el Poder.
El olvido, lo sabemos, forma parte indispensable del manejo
comunicacional de estos “populistas” de ocasión.
A
uno, que ya nada parece poder asombrarlo, le resulta difícil tragar
semejante manifiesto discursivo presentado como “programa” de un
probable gobierno, tan indefinido como puede, tan aceitado que
resbala de cualquier ideología, tan “decente” que enerva, tan
poco específico que dificulta la comprensión de su factibilidad
ejecutiva, sin encontrar las vetas que permitan aceptar algunas de
sus palabras como ciertamente sinceras, que entusiasme o resulte
viable para cambiar la miserable realidad que nos envuelve.
Uno,
que vive soñando con una sociedad justa, que anhela el fin de las
penurias populares, que se angustia por los desmanejos judiciales y
las bajezas periodísticas, vuelve a pasar por el corazón las
razones de la vieja doctrina falsamente esgrimida por este fantasma
de la política titiritera imperial, recuerda el calor de las
palabras de la perseguida mujer que alguna vez le diera cobijo y
descubre que, al final de las palabras, solo quedan los hechos. Y uno
se envuelve con ellos, los reconsidera y los sopesa con las fútiles
expresiones de quien solo busca otro refugio, que postergue su última
caída en el olvido.
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