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“Tolerancia
cero” era el lema de un famoso alcalde de Nueva York, amigo de la represión sin
límites a quien no se allanara a sus concepciones sociales. Con la disculpa de
la lucha contra la delincuencia, en realidad, esta expresión desembocaba en un
sistema expulsivo y segregacionista que estigmatizaba a quienes no se conducían
por los cánones fijados por la autoridad. Para decirlo en términos yanquis,
todos los que no eran blancos eran sospechosos, solo por no serlo.
No se salva
nuestra sociedad de tales fanatismos. No dejan de suceder, cada día, hechos que
reproducen las miserables discriminaciones que nos asombran, sólo cuando
suceden en lejanos países. Tal como allá, cuando se discrimina, se lo hace en
nombre de reglas fijados por el discriminador, que supuestamente el
discriminado no cumple. Reglas que son, en sí, degradantes de la condición
humana de las personas que no responden a lo establecido como “normal”.
En medio del
regreso a las fuentes de un neoliberalismo brutal y despiadado, la sociedad
profundiza las diferencias, hundiéndose en una vorágine persecutoria hacia los
diferentes y los débiles, empobrecidos por el mismo sistema que fabrica las reglas
que provocan sus miserias. Quienes se arrogan la conducción moral de sus semejantes,
se convierten en dueños de las vidas de los demás, arrastrando a una desgracia
segura a toda una Nación, en nombre de ideales tan vacuos como perversos.
Y, paradójicamente,
son las instituciones educativas las que dan basamento a estas discriminaciones.
Como los nobles de épocas añoradas por ellos, algunos de sus administradores y
docentes se convierten en adalides de la intolerancia, rechazando la sola
presencia, el mínimo contacto visual, con los pobres que ellos también, como
parte del sistema, colaboraron para que lo sean.
Un resto de
conciencia queda aún en la sociedad, la que obliga a mostrarse ante ella como
tolerantes a quienes no lo son. Cambiar superficialmente, para que nada cambie
en lo profundo, parece ser el gatopardista método que sostienen estos agresores
permanentes a la condición humana.
Cambiar las
estructuras que sostienen la reproducción de tanta cobardía, es la tarea indispensable
de quienes también somos intolerantes, pero solo con la injusticia.
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