No
tiene rostro, tiene difusas cadenas de mails; no tiene programa, tiene
un rosario de acciones diseminadas cuyo contenido es el descrédito
sistemático del Gobierno; no tiene argumentos, tiene apariciones; no
tiene actividades, tiene operaciones; no tiene identidad odiosa, tiene
el odio como identidad. Si decimos meramente golpe, nos quedamos con una
definición fuerte, pero para designar una entidad improbable,
escurridiza.
Si decimos meramente desestabilización, nos quedamos con un
sentido clásico de derrocamiento, que sin embargo no termina de
definirse ni como acto ni como sujeto pleno. Lo borroso y lo rizomático
son las formas más decididas de la acción colectiva del golpismo sin
sujeto. Lleva y es llevado por la fuerza de lo encubierto, lo sugerido,
lo implícito.
Hay mérito en los reclamos salariales, el mérito reconocido por
todos, de establecerse en el punto de igualitarismo que debe regir la
sociedad del trabajo y los servicios comunitarios. Hay demérito en el
modo de manifestarlo por parte de un grupo numeroso de miembros de las
organizaciones armadas del Estado. En la distancia entre ese mérito y
ese demérito está el golpismo sin sujeto. Indeterminado, indeciso, es
tan circunscripto en las causas como expansivo en los efectos, tan
lógico en lo que reclama como ilógico en las derivaciones que suscita.
El golpismo sin sujeto niega ser un sujeto; por lo tanto niega ser
golpista. En algo tiene razón. De sus visibles boquitas pintadas no
salen sino críticas a la impostura o al desorden, y desde luego a los
que llama “relatos”, invirtiendo con ese término lo que a él mismo tanto
le fuera adjudicado. Por cierto, en el caso de los salarios de las
fuerzas de seguridad, hubo errores en la confección de planillas de
sueldo. Ocasión para ver descuidos o irresponsabilidades
administrativas, con un tono pegado a los hechos, fiel a lo que se
escucha de los manifestantes uniformados. Tampoco es inadecuado hacerlo
así: en política no es posible todo el día pensar con criterios
conspirativos. A la realidad nunca se la nombra fácil: se quiebra en sí
misma por obra de su misma propensión al azar.
Pero en el “pensamiento de trastienda”, que a veces aparece como un
zumbido interno en toda conversación, por casual que sea, se accionan
siempre ciertos poderes tácitos. Así, no podemos imaginar que varios
cientos de uniformados en una escalinata de un edificio militar no
signifiquen un sacudón que trasciende su origen en un problema salarial
–-grave, pero no desestabilizante–, para provocar entonces un efecto
transversal en toda la trama social, que vive siempre, y ahora más aún,
de un excedente de signos. Nunca alcanzan las instituciones establecidas
para interpretarlos. Ese excedente es el golpismo sin centro o con un
opaco núcleo central donde se sospecha que se puede ir más allá de todo.
Ese sentimiento, que suele adjudicársele al Gobierno –“vamos por
todo”–, existe solamente en lo que aquí llamamos golpismo sin sujeto, la
trastienda real de las sociedades mediáticas, naturalmente definibles
como un atraco y ficcionalización permanente de símbolos, donde del
justificable pliego de condiciones de cualquier grupo reivindicante se
pasa enseguida a la aureola imprecisa del efecto faccioso sobre las
instituciones.
Típico: se le confiere al Gobierno lo que constituye el verdadero
corazón secreto de los gabinetes desestabilizantes, a veces ni
sospechado por sus propios portadores, de que todo consiste en pasar los
límites. Pero hacerlo con la voz augusta del redactor linajudo de buena
pluma, mientras detrás bullen los denuestos que hubieran sido
inimaginables en el periodismo de hace apenas algunas décadas. Puede
escribirse cualquier cosa, de orden infamante y anónimo, en los
comentarios electrónicos de los diarios en los que alguna vez
escribieron José Martí, Rubén Darío y Lugones. Mientras tanto, por
encima, flota virginal algún escrito tremendo y acusatorio, pero escrito
por un periodista de visible trayectoria e idioma civilmente contenido.
Curiosamente, en estos días movedizos, se aparenta moderación. ¿No hay
acaso “moderadores” en el intercambio furibundo que ocurre en las
tinieblas del periodismo en la red? ¿Pero qué “moderan”? ¿El ascenso a
los extremos, la calidad del estigma, el grado de mácula sobre el
Gobierno? O sea, ¿moderan quién se anima a escribir el oprobio más soez?
¿No están en los diarios que se leen en pantalla, como si un trazo
metafórico dividiera entre luz y tinieblas, las mismas injurias
extraídas de bauleras obscenas que se leen luego en los llamados a “ir
más allá”? ¿Y ahora no ha decidido aquel gran diario tradicional, en
este tiempo excitado, poner debajo de sus artículos demolicionistas, la
sorprendente consigna que reza así: “Debido al tenor de los comentarios
esta nota fue cerrada a la participación”? ¿Cómo, ha triunfado la luz
sobre las tinieblas o la complementación entre ellas tiene ahora un
orden más avanzado? ¿Habrán percibido que aún no hay que “ir por todo” o
se trata más bien de un escalón superior de la denigración?
Es que ahora ya es posible superar los escritos más escabrosos solo
con imaginarlos. ¡El moderador por fin ha moderado! ¡Ahora dice que él
mismo está preocupado por las cosas que lee, por el “tenor de los
comentarios”! ¿Tenemos que agradecerle? Podemos concluir en realidad que
todos los insultos de sumidero que los grandes diarios publican ya han
realizado su tarea visible. Ahora es posible bajarles la voz y hacer que
adquieran mayor fuerza solo imaginándolos simular una tímida prudencia
frente a su orgánica imprudencia. Las palabras están arrestadas. Nadie
dice “respetaremos la democracia” si no se supiera que esos valores
están en juego. Democracia es palabra de última instancia. Cuando
aparece como señal de autocontención por los insubordinados (aquejados a
su vez de un evidente perjuicio a su salario) es que ella está
nuevamente en juego. Para que haya democracia, la democracia no debe
estar en juego, en el confín de lo impronunciable, solo declarada para
proteger los hechos desnudos del modo en que la desmienten.
Hace tiempo que la política argentina es en verdad una metapolítica,
una política que ya no es de primer grado, sino una política que se
hace sobre las ruinas de la anterior forma de hacerla. Si antes se
discutía sobre la orientación de las instituciones y el lenguaje, hoy se
discute para resquebrajar esas cosas por dentro. “Golpismo sin sujeto.”
Es la hipótesis no escrita de la larga agonía. Por eso es evidente que
no hay que gastar la rápida expresión “golpismo”, señalando con ella lo
que ocurre, porque lo que ocurre lo es aunque de otra manera. Siendo de
este modo, la palabra golpismo hay que interpretarla también de otra
manera. No lo es en su tipo de acción conspicua, pero sí en sus
maniobras invisibles. Tiene una característica a la que no vale situar
como una conspiración, precisamente por haberse sumergido glutinosamente
en una parte sombría de la lengua nacional. Podemos decirla en su parte
de verdad, pero no la interpretaremos a fondo si no hundimos nuestro
propio pensamiento en el modo en que se tejieron los hilos invisibles de
una lengua recóndita, sin rostro ni forma, que percute todo el día en
las ciudades. ¿Pero no estamos aún a tiempo de indicar cómo funciona esa
lengua del ultraje, invisible con su serpentina antidemocrática? Se la
debe mostrar ante las fuerzas de centroizquierda o de izquierda, a la
efectiva oposición democrática, para que actúen en el reconocimiento
verdadero de la situación, no por dádiva ni por ingenuidad, sino porque
ellas también están en peligro.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
Publicado en Página12
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