Hay
gente que cree que por cantarle o escribirle poemas a las cosas, esas
cosas terminan por hacerse realidad. Quizá sucedió así con la luna; la
luna no existía hasta que a los enamorados se les dio por usarla de
analogía de los amores inalcanzables, y la luna se apareció, redonda y
brillante, como nunca debería decir un poema. El resultado al fin no es
malo, porque un objeto que no servía para nada se volvió excusa para
traer hijos al mundo e inspiración de más poemas y canciones de amor.
Luego el hombre sintió la necesidad de ir a ver (tanto romanticismo da
diabetes) y la luna se volvió (porque se supo que lo era) un satélite
árido, inútil, sin agua ni aire, sin marcianos que conquistar, un
verdadero cascote, y que algún día se nos va a caer en la cabeza nada
más que para protagonizar una única épica en su vida y justificar su
existencia.
Ese mismo tipo de gente que hizo existir la luna de tanto nombrarla,
ahora se metió con Latinoamérica. O con la Patria Grande, como dicen
los mismos diabéticos. Es verdad que Latinoamérica ha generado casi
tantas canciones y poemas como la luna, además de vidas ofrecidas y
diásporas, pero eso no significa que exista. Existe, digo, está ahí, son
un amontonamiento de países grandes y torpes. Pero nada más. Y menos
para los blanquitos como yo, Vargas Llosa, Lanata y Macri. Nosotros
vamos a Europa y nos sentimos cómodos a la media hora de llegar, como en
casa. (Qué tendré que ver yo con los indígenas peruanos, los negros
cubanos, esa runfla mestiza que siempre habla con tonito de call
center).
Sí, no voy a negar que esa Latinoamérica que reivindicaban las
canciones, por la que dio la vida el Che, la del idioma común, de la
música, de la literatura, de la negritud, la Latinoamérica indígena,
existe. Al fin de cuentas es un territorio que está en los mapas y las
empresas de todo el mundo la tienen como objetivo. Algo debe significar.
Pero cuando me subí al avión camino a Ecuador para asistir a "Quito,
Ciudad de Letras", lo que pensaba era que eso de la Patria Grande mejor
dejárselo a los románticos, que siempre habrá.
A mí me hubiera gustado más visitar París, pero ya se sabe que un
evento llamado "Quito, Ciudad de Letras" difícilmente pueda realizarse
en París (aunque con la locura que viven los europeos, andá a saber). El
resto de los invitados eran Claudia Piñeiro de Argentina, Lucía Donadío
y Guido Tamayo de Colombia, Guillermo Samperio de México y Eduardo
Carrasco de Chile. Además del artista plástico argentino Diego García
Conde, dedicado a pintar siluetas de gentes en madera.
No sé cuándo evalué la posibilidad de aprovechar la volada para
rajarme del cerco kirchnerista. Tenía pasaporte (que según las redes
sociales, te lo niegan para que cuando haya que votar puedan encontrarte
fácil y llevarte por la fuerza), y dólares comprados legalmente (que
según las redes no te venden para que no te vuelvas un arbolito), y un
avión a mano (según las redes, manejado por uno de la Cámpora; ni me
quise asomar a la cabina, por las dudas).
Ya con un pie en el avión, me atacó la pena por esas pobres mujeres y
hombres, o sea todos y todas, que iban a tener que seguir soportando
lluvias y frío en las plazas para protestar por un miserable dólar.
¿Qué, acaso no merece respeto una persona que quiere viajar a Punta para
mostrar las tetas recién operadas o cruzarse con Tinelli en las dunas? Y
como si me faltaran estímulos, el avión estaba plagado de argentinos
que se fugaban a Cancún, Aruba, Disney, Punta Cana, Buzios. ¡Cuántos
cerebros en fuga! Cuántas manos de obra barata desperdiciadas por la
impericia de este gobierno, que (según las redes sociales) ahora se
prepara para controlar Youtube y quizá Google, de tal forma que cuando
uno ponga el nombre de una antigua novia, aparezca Cristina hablándote
directamente a vos, ¡y en cadena nacional!
La duda era, ¿adónde rajar? Europa está en llamas. EEUU no me gusta
(y creo que yo a ellos tampoco). Y el sol de Aruba es excesivo para mi
cutis caucásico (a Vargas Llosa le hace salir ronchas rojas, y él teme
que lo consideren comunista, y a Lanata el sol lo hace engordar;
rarísimo). En fin, luego de meditar ventajas y desventajas, comprendí
que mi destino era regresar a esta tierra, a mi familia y seguir
adelante con mi vida de gran escritor y mejor músico. Entonces cumplí
con mis obligaciones de representante argentino en Quito (que incluía
vigilar que Claudia Piñeiro tampoco se fugara) y me subí al avión de
regreso luego de protagonizar una anécdota que voy a contar en breve.
Curiosamente, el avión de regreso estaba repleto de argentinos que
volvían cargados de bolsas, riendo, bromeando, como felices. Al ver mi
cara de desconcierto, un vecino de asiento me aclaró que todo era un
montaje: las bolsas estaban rellenadas con pulóveres viejos ante la
imposibilidad de repletarlas como antaño, cuando íbamos a Miami y
gritábamos "deme dos" en cada esquina, las risas eran forzadas (en las
redes sociales avisan que en los aeropuertos te filman para saber si
adherís al régimen por la cara de circunstancia; y los kirchneristas lo
tienen contratado al tipo de Lie to me que te lee los gestos y le
informa ¡directamente a Cristina!), y las bromas eran de doble sentido:
se nombraba a Manuel Moreno para reírse del otro, o se decía Raskolnikov
pero el chiste iba dirigido a Kicillof. La yegua era la yegua.
Igual yo ya no era el mismo. Es que durante todo el viaje, de ida y
de vuelta, me la pasé mirando como bobo por la ventanilla del avión la
inmensidad de Latinoamérica, esos ríos infinitos, esos pueblos perdidos
en medio de las montañas, preguntándome quién vivirá allí, qué sueños
tendrá, si sabrá que se lo incluye como parte de una realidad
continental, se lo considera un hermano, sin importar si es indígena,
negro, caucásico, de origen chino o árabe. No sé en qué momento empecé a
creer que quizá esa Patria Grande existía. O que estaba empezando a
existir. Primero pensé que el salmón ahumado y los bocaditos de caviar
con gusto a mortadela que te dan en el avión estaban envenenados. Pero
lo que había envenenado mi escepticismo, hasta matarlo, era esa
grandeza, esas ganas de creer en algo que no fuera simplemente las
bondades de un pasado atado a una tradición más bien moribunda (la
europea), sino la necesidad de ver hacia adelante e imaginar un
continente que a fuerza de sangre y más sangre, se está volviendo algo
más grande que la luna (y más linda y más verde, y más sorprendente),
que ya no maltrata ni expulsa a sus hijos. Es decir: yo también me había
vuelto un romántico.
Es que en Quito (ciudad maravillosa, de gente maravillosa, capital
de un país en poderoso ascenso), sucedió lo que voy a contar a
continuación. El invitado a "Quito Ciudad de Letras" Eduardo Carrasco
(fundador de Quilapayún) fue convocado a cantar en un acto del
presidente. Diego García Conde y yo, que no teníamos mucho que hacer una
vez finalizado el evento, nos sumamos a la comitiva encabezada por
Miguel Mora, secretario de Cultura de Quito y líder de la banda Pueblo
Nuevo, que ese día iba a interpretar algunos temas.
No sé muy bien en qué momento me di cuenta de que estaba arriba del
escenario y que Rafael Correa estaba dando un discurso a dos metros. Los
detalles del discurso poco importan. Pero sí importa decir que lo
escuchaban más de veinte mil personas, quizá treinta, la mayoría jóvenes
e indígenas. Importa también decir que uno podría poner las palabras de
Correa en boca de Cristina o de Chávez, o de Evo, y significarían casi
las mismas cosas. De tal manera que los enemigos (ya sabe: grandes
medios, bancos, poderosos a los que se les tocaron los privilegios),
dicen y repiten las mismas y aburridas cosas: fraude, crispación,
discurso hegemónico, relato, etc.
Yo estaba ahí cuando Correa hablaba. Estaba ahí cuando la banda
Pueblo Nuevo, con Eduardo Carrasco en coros, interpretó "El pueblo unido
jamás será vencido", una canción del mismo Carrasco. Pocas cosas más
importan: que Correa nos saludó y nos dijo bienvenidos, que hay una foto
del diario Hoy de Quito del día 23 de setiembre (y que acompaña esta
nota), donde aparezco yo debajo del codo de Correa como Zelig al lado
del Papa.
Quizá la Patria Grande existe, después de todo; yo estuve ahí, como
espiando por el ojo de la cerradura. Un montón de tierra que bien servía
para el saqueo y para poca cosa más, se está volviendo una realidad que
uno (todos y todas) debería atender para que no se nos vaya a caer
también en la cabeza, no como la luna sino de manera simbólica, menos
real pero no menos dolorosa.
*Publicado en Página12
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