Conocer
la historia es una base imprescindible para formar nuestras
mentalidades, para configurar nuestras capacidades y comprender las
razones de los hechos que se viven hoy, directos herederos de
aquellos que, si no conocemos, nos impedirán caminar seguros hacia
los objetivos que nos propongamos. Más todavía, será difícil
elegir esos propósitos, por la falta de relaciones con hechos que
nos permitan comparar resultados y verificar causas de esos actos
precedentes que produjeron tales o cuales consecuencias.
Sin
el conocimiento real de los sucesos históricos verificables, solo se
podrá “navegar” entre incertidumbres que pueden ser, antes que
otra cosa, el resultado de transmisiones orales imprecisas y teñidas
de sentimientos devenidos de circunstancias tan diversas como cada
uno de los humanos. Los odios y rencores políticos, en general,
surgen de esos desconocimientos de la realidad o del acercamiento a
ella de forma tergiversada por la interesada manera de quien la
transmita.
Quienes
intentan dominar a una sociedad para sus propios beneficios,
individuales o sectoriales, se valen de esas ignorancias, las inducen
y las profundizan, con el fin de arrebatar las consciencias de las
mayorías para utilizarlas para sus objetivos, siempre opuestos a los
intereses populares, siempre enfrentados con la realidad y sus
causas.
Los
gobiernos que se fueron sucediendo en los inicios de nuestra
constitución como Nación, dieron el puntapié precursor de un
sistema educativo que se conformó bajo las premisas de los ganadores
de entonces, esa oligarquía que poco y nada deseaba que sus
gobernados supieran sobre la historia que los precedió, teñida de
desmanejos y desvaríos que arruinaron los ideales sustentados por
los grandes patriotas como San Martín, Belgrano, Artigas y tantos
otros de nuestra Patria Grande.
Nos
introdujeron en la historia con fantasías de caballos blancos,
costureras de banderas y épicas similares, dejando de lado los
profundos y elevados ideales que nutrieron a aquellos hombres y
mujeres que se jugaron sus vidas por el parto de una Nación
soberana. Nos privaron de saber de sus concepciones ideológicas,
sobre sus propuestas económicas, sobre sus búsquedas de
participación de un Pueblo recién nacido en la construcción de esa
esperanza libertaria.
Lo
mismo fueron haciendo a lo largo de nuestros dos siglos de
existencia, dando continuidad a la malversación de los
acontecimientos y sus motivos, para mantener a la población
atornillada a visiones fantasiosas de lo que fue y asegurarse el
sostenimiento de sus valores para preservar su poder. Con la llegada
de los movimientos populares insurreccionales del siglo XX,
esencialmente el peronismo, se vieron sacudidos esos fraudes
históricos, puestos en duda por genuinos investigadores que
intentaron comprender los orígenes de cada hecho que diera
fundamento a nuestra Patria.
Nada
fue igual a partir de allí, pero no lo suficiente. Porque no se
logró que las transformaciones sociales se instalaran en las aulas
para sacudir la modorra de un historicismo artificioso que sigue
hasta nuestro días, producto de las derrotas populares y el
desplazamiento forzado de sus gobiernos antes que pudieran concretar
todos sus objetivos de desarrollo inclusivo.
Mientras
tanto, producto de tantas décadas de esa educación amanerada y
clasista, se fueron instalando odios artificiales y rencores
desprovistos de razones ciertas, suficientes para mantener atascada a
la Nación en un atolladero, del que se pudo emerger solo por un
tiempo renovador de esperanzas que condujeron sendos líderes, que
entendieron que la historia debe ser contada como fue para renovar
las utopías, herramientas imprescindibles para construir el presente
y prospectar el futuro.
El
Poder Real, ese que ha permanecido desde nuestros orígenes manejando
nuestras vidas, la mayoría de las veces haciéndolas trizas para su
perversa conveniencia, ha penetrado con los nuevos instrumentos
tecnológicos comunicacionales las conciencias de grandes masas de
compatriotas, convirtiéndolos en un ejército repetidor de sus
consignas de odios basados en aquella historia malversada, lo que ha
sido suficiente freno a esa ilusión postergada desde siempre, de ser
por fin, una Patria soberana.
Más
que nunca, frente al final inminente del nuevo descalabro neoliberal,
ante la miseria consumada, entre otras razones, por la ignorancia de
la otra verdad histórica, la ocultada, la perseguida, la maldecida
por los dueños de casi todo (hasta de nuestros pensamientos), urge
elevar la voz de esa historia, pero más aún de transmitirla a las
nuevas generaciones, para que crezcan con la capacidad analítica que
las libere del regreso de estos fantasmas del siglo XIX, obscenos y
retardatarios, inhumanos y pusilánimes, oscuros integrantes de una
especie que deberá extinguirse por la fuerza de una educación
auténticamente popular.
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