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En la Argentina de estos días
electorales se discuten muchas cosas. Algunas tienen que ver con la
dramaticidad de una escena en la que, probablemente, se jueguen los próximos
años en términos de continuidad o no del proyecto kirchnerista; otras, más
solapadas y subterráneas, tienen que ver con las estrategias de la derecha que
busca recuperar el terreno perdido eligiendo, como centro de su despliegue,
capturar sentido común y opinión pública aprovechando la máquina comunicacional
que está funcionando a todo vapor desparramando denuncismo serial y lenguaje
del odio y la descalificación. Siguiendo las huellas de este dispositivo de
poder que nunca dejó de reconstruir sus aspiraciones desde una constante guerra
de posiciones con el gobierno nacional, me encontré con uno de los últimos
artículos que publicó Nicolás Casullo cuando, en el 2008, estábamos en pleno
conflicto con las patronales agromediáticas; un conflicto que, como ya he
destacado muchas veces, marcó a fuego esta etapa del país. Cito, porque me
parecen ejemplares y anticipatorios para pensar la actualidad, algunos tramos
de su reflexión alrededor de lo que, ya en esos años, llamábamos “la nueva
derecha”.
“Derecha. Herencia de los asambleístas de 1789 en París. Palabra que
muy pocos asumen cabalmente hoy. Definición que ha perdido lares ideológicos.
¿Dónde empezar a buscar la derecha? ¿En la oposición al Gobierno? Por cierto.
¿En la interna del justicialismo? Sin duda (cuando ni siquiera asomaba el
candidato del algoritmo publicitario, le quedaba claro a Casullo que desde el
interior del PJ vendría una parte central de la ofensiva de la derecha. No se
equivocó). ¿Cómo repensarla en sus formas actuales? A partir del lockout del
agro se vuelve a discutir ahora el tema de la derecha política e ideológica,
frente a la nueva nación agraria como ‘reserva moral de la nación’, según
ciertos medios golpistas, evocantes de añejas ‘reservas morales de la patria’.”
“Dilema enredado y a examinar, cuando la derecha no pretende ser, hoy
en la Argentina y en otros países, un partido desde sus antiguas prosapias, o
que busque un nuevo traje que la delate. Tampoco una programática que ‘aparezca
contra alguien en especial’. Más bien una adopción para todos, que se yergue y
aduce la desintegración de ‘anacronismos’ basados en las vetustas ideas de
‘conflicto’ político, de ‘intereses opuestos enfrentados’, de ‘lucha social’.
La derecha es, desde hace años, activa: de avanzada. Es una permanente
operatoria cultural de alto despliegue sobre la ciudadanía, como comienza a
evidenciarse en nuestro caso con el apoyo de importantes sectores ‘al campo’.”
Casullo comprendió, en medio del fuego mediático, que los recursos que
se estaban poniendo en movimiento ya no respondían a las viejas trincheras
ideológicas de la derecha, que en gran medida habían quedado anticuadas, sino a
esos nuevos recursos nacidos del interior de los lenguajes audiovisuales y de
los laboratorios del marketing y la publicidad. Lejos de identificarse como
exponente de una contrarrevolución social y cultural, la derecha, ausentada de
esas tradiciones por simple estrategia política, prefirió apropiarse de
modalidades y lenguajes que no le pertenecían. El giro espectacular de Macri
después de las elecciones de Buenos Aires es fiel reflejo de este oportunismo
desideologizado que le permite, a la derecha, pasar de un enunciado
ultraliberal a una defensa del rol activo del Estado. Nada es sustancial, todo
puede comprarse en el mercado persa de ideas desnutridas de toda verosimilitud.
Es el reino de los encuestólogos y los asesores a lo Durán Barba. La “nueva
derecha” habla el lenguaje evanescente y liviano de la jerga publicitaria que
transforma a la política y a los candidatos en una mercancía más, pero también
ha abandonado la retórica puramente reaccionaria para mimetizarse con los
nuevos lenguajes políticamente correctos y ofrecerse como garante de una
sociedad más descontracturada.
“La derecha en Occidente –proseguía Casullo dándole espesura
conceptual a su intento de desentrañar lo nuevo de una vieja ideología–
constituye un armado modernizante desde una opinión pública mediática expandida
diariamente. Configura el reacomodamiento de un tardo capitalismo, camino hacia
otro estado de masas, incluidos amplios segmentos progresistas
conservadurizados (punto central para comprender la pregunta que se suele
formular con insistencia: ¿Qué les pasó a esos antiguos progresistas que hoy se
han convertido en funcionales a la nueva derecha?). Operatoria que busca plantear
el fin de las ideologías, el fin de las disputas de clase, el fin de las
derechas y las izquierdas, precisamente como premisas disolventes de todo
sentido de conciencia sobre lo que realmente sucede con la historia que se
pisa. No azarosamente crece desde que el dominio económico tuvo que endurecer y
dividir el planeta, desde los ‘80, entre perdedores y ganadores netos. Lo
mediático es hoy su gran operador: el espíritu de época encarnado, diría Hegel.
Derecha como Sociedad Cultural que nos cuenta el itinerario de los procesos.
Que coloca los referentes y las figuras, y decide cómo encuadrar lo que se
tiene que ver y lo que no se tiene que ver. La derecha, desde esta operatividad
cultural, es la disolvencia de lugares y memorias. Es un relato estrábico, como
política despolitizadora a golpes de primeros planos y títulos sobreimpresos.”
Un buen ejemplo de esto, sigue afinando su análisis crítico Casullo,
“podría ser Eduardo Buzzi, representante de la Federación Agraria, que concita
en su discurso todos los signos de la desintegración de lo ideológico”. Del
agrietamiento de lo que antecede a una historia, y también de lo que la
proyectaría hacia adelante. “Se sitúa en una zona propicia de un discurso
pospolítico, magmático. En un no lugar, que en realidad es ‘el lugar’ propicio.
Todo se vuelve equivalente, decible, posicionante. Ex militante del PC, miembro
de la CTA, ha aportado, sin embargo, con su voz la argamasa política clave en
su alianza con Miguens y Llambías, para situar a la oligarquía agraria en el
pico de sus aspiraciones como nunca en los últimos 50 años, en tanto histórico
conglomerado de poder.” A su vez –paralelo a las cacerolas antipopulares de
Barrio Norte pidiendo la caída del gobierno–, “Buzzi llegó a solicitar nada
menos que la reestatización de YPF, se arrodilló devoto frente a la virgen
campestre de la nueva ‘patria agraria’, y demandó, junto a las rutas, imitar lo
que hacía Evo Morales en Bolivia, el líder indígena jaqueado por la sojera
Santa Cruz de la Sierra, socia ideológica de nuestro agro alzado repartiendo
escarapelas ‘por otro ordenamiento’ que respete dividendos”.
Viniendo desde orígenes ideológicos liberales, también se podría
construir la ruta de la desideologización de candidatos como Macri y Massa que
vuelven a apelar, como antaño, a los slogans forjados en la patria
publicitaria, cáscaras vacías heredadas de una democracia transformada en
escenografía sin contenidos. Peligroso ha sido cuando, desde el propio
kirchnerismo, se buscó “espejar” a los candidatos de la derecha restauradora.
Uno de los rasgos de la actual disputa electoral es que desde el FpV se busca
diferenciar con contundencia su proyecto, hoy encabezado por la fórmula
Scioli-Zannini, del que postulan tanto el macrismo como el massismo. Una
disputa entre la lengua de la política y el habla del marketing y la
despolitización. Daniel Scioli, que en algún momento de su trayectoria pareció
estar más cerca de lo segundo, hoy se encuentra ante el desafío de expandir los
grandes logros de estos 12 años. Así está planteada la diferencia en la
Argentina: continuar, bajo nuevas condiciones y dificultades, un proyecto
inclusivo y democratizador marcado a fuego por los gobiernos de Néstor y
Cristina Kirchner, o, por el contrario, retroceder, bajo las formas ilusorias
de una derecha que no se nombra como tal, a la hegemonía de las grandes
corporaciones económico-mediáticas que hoy se encuentran representadas,
fundamentalmente, por Mauricio Macri.
Hace tres décadas, y a raíz del rotundo empuje con que se expandió la
estrategia de la revolución conservadora, el francés Pierre Dommergues planteó
con una comprensión anticipatoria lo que terminaría por realizarse a escala
mundial y sólo cuestionado por las experiencias democrático-populares
sudamericanas: “Los neoconservadores se proponen una revolución cultural que
destrone el actual régimen de partidos y deje atrás a los referentes sociales
de la izquierda democrática. La lucha se dará en el campo cultural y de
mass-media para un tiempo de reordenamiento de mercado donde desaparezcan las
variables de izquierda y derecha como paradigmas de orientación social, en pos
de limitar a las demandas democráticas y a los Estados de corte social. Se
ofrece, como sustitución, un liberal conservadurismo y un liberal modernismo,
que más allá de sus divergencias coincidan en la voluntad de imponer una nueva
repartición de la riqueza, disciplinar a la mano de obra, descalificar toda
política que se resista a este disciplinamiento y establecer una nueva forma de
consenso. Es una amplia operación de reestructuración cultural de
gobernabilidad para correr a la sociedad en su conjunto hacia la derecha, a
través de un Partido del Orden Democrático. Es una nueva sociedad de la
información para un nuevo tiempo moral”. Sin duda estamos discutiendo el abrumador
éxito de esta profunda estrategia cultural, que tres décadas atrás fue
estudiada para entender no sólo qué sería la sociedad conservadora, sino, sobre
todo, cómo esa batalla en el plano de las interpretaciones –desde la derecha
política en EE.UU. y hacia el orbe– significaba invisibilizar este propio
proceso resimbolizador para una nueva edad del capitalismo.
La revolución conservadora –afirmada en un decisivo proceso de
transformación cultural– significó la permanente constitución de un nuevo
sentido común, a partir de una inédita capacidad tecnoinformativa para generar
estados de masas. “No se está, por lo tanto –señalaba con aire provocador
Casullo–, frente a una conspiración imperialista. Ni frente a una entelequia de
la CIA. Asistimos sí a una edad civilizatoria de éxito tecno-cultural de los
poderes –de las derechas– sobre los desechos de una histórica izquierda que
había predominado como conciencia mayoritaria de masas para la edad ‘del
progreso social y de los pueblos’ entre 1945 y 1980. Discutir la derecha en
nuestro país es entonces debatir, en principio, no un partido ni una figura. Es
desollar una cultura que se fue desplegando, supuestamente ‘fuera de la
política’: en lo indiscernible de las posiciones. En cómo me compro una remera
o miro al otro. Cultura común y silvestre, que recién se activa políticamente
cuando las circunstancias de los dominios societales lo creen necesario. Puede
ser con una nueva ley contra inmigrantes de la Unión Europea. O con la calidad
de presunto terrorista a ser desaparecido en cualquier parte de USA. O con los
millones de sin trabajo, sin papeles, sin escolaridad, que registran como
abstractos ‘ciudadanos votantes’ y se resisten a las falsas mesas ‘del
consenso’. Sujetos que precisarían de una ‘salvación moral’ a cargo de las
clases pudientes que los rescate de ser acarreados como ganado. Cultura de
derecha, que hospeda a las políticas de derecha.”
Hincando el diente en el corazón argumentativo de una derecha que no
suele definirse como tal, Casullo avanza en su impecable y sutil descripción
ideológica de quienes también hoy se ofrecen a la sociedad como “el cambio”
para sacar al país de su decadencia: “La historia –siguiendo el hilo de su
desconstrucción del neoliberalismo de época–: será siempre, por sobre todo, el
hallazgo individual. El caso. Las antípodas de las masas como historia. La
pobreza: una latente amenaza delictiva, un paisaje de miseria inalterable como
tipología geográfica de ‘lo malo’ en la ciudad. La cultura ajena al espectador.
El hambre: algo que ya no tendría ideología ni biografía social, un icono
suelto en la vidriera para cualquier retórica del espinel político. Lo
policial: lo que debería incorporarse idealmente, como ortopedia, al núcleo
familiar protegido”. (Ahí está Massa vociferando su demanda de más represión y
arremetiendo contra el nuevo Código Penal acusándolo de “permisivo y a favor de
los delincuentes”). “Un policía al lado mío. El Estado regulador, interventor,
recaudador: un espacio ineficiente (ilegitimado), que ‘gasta mi dinero’ y corrupto
(por político). La política: un descrédito en manos de zánganos que podría
existir como no existir para lo que hace falta. La nota policial: en tanto
amedrentación y reclamo de seguridad, pasa a ser el verdadero estado social de
la vieja política a cancelar. Lo que escapa a la ‘Ley y concordia’ del mercado.
Lo comunitario: una utopía solitaria entre yo, el negocio y ‘mi bolsillo’
(tenga 100 pesos o mil hectáreas adentro).”
Lo nacional: un espacio a-histórico, siempre al borde del caos que
sólo victimiza. Con habitantes nunca representados por nadie, sólo por el foco
de la cámara, y donde la única noticia es que la política ya ha fallado,
siempre, antes de empezar. “La nueva comunidad pos-solidaria –concluye Casullo–
es ahora una sociedad en tanto arquitectura de servicios que ‘me debe servir’
con la eficiencia modélica de lo privado selecto. Ya no soy parte de la memoria
de lo público, de los hospitales sociales y universidades, políticas hoy en
crisis, sino que me trasvestí en un cliente exigente del otro lado del
mostrador. La libertad: el simple pasaje desde el ‘libre consumidor’ al ‘libre
sufragista’ sin identidad, alabado por sin partido, por vaciado en cada
elección, a punto de comprar algo ‘genuinamente’ entrando al escaparate del
cuarto oscuro. La gente: un ‘yo’ sublimado, absuelto en tanto construcción
narrativa. Una unidad personal ‘auténtica’, que representa un muchos en tanto
estos muchos no se constituyan en otro tipo de ‘yo’ (como sujeto político
identificado), y permanezca como infinita clase media de ‘empleados’ por el
capitalismo, en una competitiva y ansiada igualdad de explotados. Lo sindical,
lo popular, los desocupados: una realidad indiscernible de hombres de a
‘grupos’. Algo que debe vivir a distancia de mi vida y que ‘el Estado no atiende’.
Seres organizados para algo que nunca se sabe. Imagen mítica en pantalla con
palos y pasamontañas. No blancos, peligrosos en conjunto, dirigidos por vagos,
punteros, jefes de barriadas y líderes pagados. Un otro cultural y existencial
que como nunca, en la Argentina de la plenitud informativa y formativa, ha
alcanzado casi el apogeo de una lucha cultural de clases de lo gorila sobre lo
peronista, como un racismo no disimulado sobre lo popular, gremial y piquetero:
universo de la negatividad política, del voto subnormal y de politizados a
propinas.”
Sobre este tablero mediático hegemónico, “la nueva derecha, hoy como
semilla de república agroconservadora, juega siempre de local. El trabajo del
sentido común, de ver el mundo, le viene ya dado. Y desde ahí aspira ahora a
convertirse en bloque social histórico, desde sus núcleos de neorrentistas,
nuevos arrendatarios y bisoños inversionistas especuladores que le amplían sin
duda el campo cultural de ciudadanía”. Poco se puede agregar a este cuadro magníficamente
trazado, hace unos pocos años cuando algo fundamental comenzó a cambiar en
nuestro país, por Nicolás Casullo. El cuadro de una nueva derecha que ha
encontrado, o eso cree al menos, nuevos recursos y un nuevo candidato para
insistir con su regreso al poder
*Publicado en Página12
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