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La
palabra “progresismo” ha adquirido un inesperado prestigio entre
nosotros. Muy curioso es, además, que una parte importante de quienes
hablan en su nombre son personas que suelen defender posiciones
genéricamente identificadas como “de derecha” (Morales Solá, por
ejemplo, acaba de decir que el último DNU de Macri es lo más progresista
de la política en los últimos años). El otro hecho llamativo es que,
últimamente la mayor parte de las veces, el progresismo es invocado
valorativamente por sectores de opinión opositora: el kirchnerismo usa
cada vez menos la expresión, aunque cuando lo hace es casi siempre con
sesgo positivo.
No es muy claro el linaje político de la palabra progresismo; en la
Argentina lo han usado tanto las corrientes liberales como conservadoras
de nuestra historia. No es difícil presumir el origen de su uso,
seguramente asociado a la cosmovisión evolucionista predominante en el
pensamiento de la recién nacida sociología a mediados del siglo XIX.
Progreso era entonces la razón, la técnica, el comercio, la industria.
Progreso era el nombre que el capitalismo se había ganado en las
reformas y las revoluciones contra los poderes dinástico-feudales. El
partido creado y conducido por Lisandro de la Torre (Demócrata
Progresista) aportó a la buena historia de la palabra una reconocida
voluntad reformista, aunque en su origen y en buena parte de su
trayectoria puede percibirse el peso de la tradición conservadora
argentina. Para la mayoría de los hablantes actuales, sin embargo, el
progresismo es un modo de nombrar a la izquierda o por lo menos a la
parte de ese universo que alcanza alguna forma de influencia sobre el
curso de la lucha política.
Antes de la década de los noventa, la palabra progresismo no había
conseguido una potencia evocativa considerable. En la efervescencia de
los años setenta se consideraba progresistas a las personas que
sostenían posiciones de izquierda, sin compartir ni las pasiones ni los
conflictos que solían acompañar entonces la experiencia de los que así
se definían. Ya desde la recuperación de la democracia, una revisión
profunda había atravesado a la política de izquierda y particularmente a
su mundo intelectual. Era el balance de una dura experiencia que para
algunos era una derrota y para otros era algo peor: la señal de la
definitiva frustración de una ilusión que devino tragedia. En la medida
en que las izquierdas que seguían autodefiniéndose así –sin el prefijo
“centro”– veían reducir o simplemente mantenían una muy magra cosecha
electoral, la política realmente existente que seguía apelando vagamente
a algunos valores de aquella tradición tuvo que buscar otros nombres.
El proceso de deslizamiento nominal se cierra dramáticamente con la
caída del muro de Berlín y la posterior extinción política de la ex
Unión Soviética: el uso de la palabra “izquierda” entró en un
pronunciado declive.
Ya en los años del menemismo, el progresismo entró en su época
dorada. Fue a refugiarse en ese campo una muy amplia y heterogénea gama
de familias y tribus políticas herederas de batallas anteriores.
Formaban el río del progresismo las corrientes de izquierda
radicalizadas reconvertidas en los ochenta a la socialdemocracia y las
de esas otras izquierdas que, por amor o por odio, habían seguido
girando en torno al agonizante socialismo real y sufrieron el impacto de
su caída; confluyeron entonces las fuentes del “peronismo verdadero”,
traicionado por el giro neoliberal de Menem y hasta grupos de radicales
desencantados con la débil oposición que ejercía su partido. Fugazmente
este conglomerado variopinto tuvo su hogar en el Frepaso de Chacho
Alvarez. Los diversos afluentes convivieron críticamente durante los
primeros años, más unidos por el brusco y considerable ascenso político
de su líder que por convicciones comunes sobre la práctica política de
entonces. No fue el trágico final de la Alianza, sino su propia
conformación, su triunfo y su experiencia de gobierno la que terminaron
con la experiencia del progresismo.
El final no llegó porque los progresistas hayan sido desplazados de
la coalición por los radicales, sino precisamente por lo contrario:
nadie estaba obligado ni impulsado a desplazar a nadie porque todos los
actores decisivos de ambas partes compartían básicamente los mismos
límites políticos. Y ésta, la de los límites es una cuestión central en
el relato de las peripecias progresistas. El progresismo es hijo del
doble fracaso de la lucha armada de los setenta y del derrumbe de la
experiencia del “socialismo real”. Nació como experiencia orgánica –años
más, años menos– en la época en que “la historia” había dado un
dictamen definitivamente negativo a toda interpelación revolucionaria
del capitalismo. La época del fin de la historia, del fin de los
relatos, del consenso mundial neoliberal. No todos los que se guarecían
en el flexible paraguas del progresismo compartían esos diagnósticos,
eso es cierto. Pero también lo era que la línea de fuerza hegemónica en
sus filas interpretaba el mundo en esa gran clave que vino por entonces
desde Europa y se llamó la “tercera vía”; era el discurso de la
inevitabilidad del neoliberalismo, sazonado por apelaciones a la
sensibilidad social y a la conjuración de los “nuevos riesgos” del
desarrollo, con la drástica ausencia de toda conflictividad orgánica y
de todo planteo hegemónico. No fue la discusión teórica la que cerró ese
efímero capítulo de la política de izquierda: fue el catastrófico 2001
argentino el que adelantó para nosotros lo que la actual crisis europea
pone hoy de relieve, el agotamiento de una etapa histórica del
capitalismo. Fue el abrazo del progresismo vernáculo, vergonzante pero
abrazo al fin, a las reformas de los noventa y es la colaboración de los
socialdemócratas europeos con la depredación de sus sociedades por la
maquinaria tecnoburocrática del capital financiero lo que parece indicar
el fin de lo que en los noventa se llamó progresismo.
El final del progresismo no significa el de sus nobles negaciones:
la negación de la aventura militar como equivalente de la revolución, la
del ninguneo de la democracia como mera formalidad encubridora, la del
partido de vanguardia y, antes que ninguna otra, la negación a concebir
las luchas actuales como momento de una saga cuyo resultado está escrito
en el destino de la humanidad y cuyo camino sólo pueden descubrir los
iluminados. Nada de lo democrático, de lo históricamente sensato del
progresismo se ha agotado. Lo que no tiene futuro propio –aunque pueda
tenerlo desdichadamente como discurso honorable de la derecha– es una
retórica que combina la denuncia de los males de la injusticia y la no
disponibilidad a asumir los conflictos y los costos de la lucha política
necesaria para superarlos. El progresismo suele ser, al mismo tiempo,
intransigente en sus demandas y moderado en sus prácticas, aunque
últimamente parece haber ido cambiando la moderación por la temeridad,
cuando de atacar al Gobierno se trata. Lo horrorizan las injusticias que
permanecen y lo alarman las formas “desprolijas” que se usan para
disputar con los sectores del privilegio. Quiere los millones de empleos
conseguidos pero se escandaliza por “la forma” en que se recuperaron
los aportes jubilatorios para el Estado. Dice simpatizar con la
democratización de los medios pero se enoja por el “ataque a Clarín”. Ha
pasado a cultivar un extraordinario conservadurismo político que tensa
con buena parte de lo mejor de la historia de sus militantes en nombre
de las inconsecuencias y los límites que tiene la política del Gobierno.
Nada hay, entonces, de tan extraño en las nuevas configuraciones
electorales que hoy se insinúan. Si los límites de mi acción
transformadora están dados por las “instituciones”, es decir por el modo
en que estas han funcionado bajo la hegemonía conservadora; si mi
adversario excluyente es el mismo que el que tienen los sectores
históricamente privilegiados y retrógrados del país; si cada conquista
que expresa viejos sueños y luchas de otros tiempos es considerada un
simulacro oficialista, entonces, qué puede tener de sorprendente que
forme parte de las mismas listas de mis nuevos amigos contra mis jurados
enemigos.
El progresismo de los noventa no era necesariamente mejor que el
actual, pero lo ayudaba la época. Las certezas inconmovibles de ayer,
hoy son profundos enigmas. Hemos visto el fracaso de una política
autocondenada a la claudicación por no hacerse cargo de los conflictos
reales del país y por pretender eludirlos con la apelación a las
“instituciones”. Hemos visto el reemplazo de la política por el
espectáculo de masas, los buenos modales con los poderosos, la negación
de la militancia y el respeto religioso por lo constituido. Aquel
progresismo vivía además en un tiempo vacío de antagonismo; no es que
hubiera una fuerza popular a la que el progresismo le cerrara el camino:
los años del menemismo fueron los años ideales de los adoradores del
pensamiento único.
Hoy está a la vista una disputa por la hegemonía. No una batalla de
buenos contra malos sino de dos ideas o, menos todavía, de dos
intuiciones sobre hacia dónde está yendo el mundo y hacia dónde tendría
que ir nuestro país. No es una filosofía acabada de la historia, ni una
ideología con misiones históricas y sujetos establecidos. Es la
sensación de que el mundo del capitalismo realmente existente está en
agonía, es decir está en ese instante resolutorio en el que un ser no
puede sobrevivir sin transformarse profundamente. Es, también, la
sensación de que Argentina forma parte del más dinámico proceso regional
de cuestionamiento al neoliberalismo en el mundo actual; un proceso de
afirmación de soberanía popular en contra del poder corporativo, de
reparación y redistribución de recursos sociales, de afirmación del
trabajo y la producción por sobre la especulación financiera como fuente
del bienestar y de restitución de la verdad y la justicia sobre el
pasado.
Por fuera de esta disputa histórica y obsesionada por la búsqueda de
una imposible neutralidad, el progresismo tiende a repetir la vieja
saga de una izquierda que combinó la fascinación teórica por la
revolución con la impotencia política y, en más de una ocasión, la
colaboración con las fuerzas históricas del privilegio. Es decir, un
progresismo que no es más que un nombre elegante del conservadurismo.
*Publicado en Página12
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