Una
vez muerta Eva Perón, el gobierno justicialista emprende los
preparativos de su velatorio. Esa muerte había sido señalada en el
devenir de la historia nacional con una precisión raramente vista. Tuvo
lugar a las 20 y 25 del 26 de julio de 1952. Durante los años que aún le
restaron, el gobierno de Perón instauró en ese hito temporal un
noticiero que informara al país de sus avatares. El locutor decía: “El
noticiero de las 20 y 25, hora en que Eva Perón entró en la
inmortalidad”.
Los restos de Eva son trasladados al Congreso Nacional y
ahí quedan a la espera de la veneración popular, del amor sin límites de
los que ella, cariñosamente, llamó sus grasitas. Sólo ella podía
llamarlos así. Se forman largas colas para pasar junto a su figura
blanca, embalsamada, mirarle la cara breve y dolorosamente –los que en
serio la lloraban, que eran la mayoría– y seguir, dar paso a otro, y a
otro y a todos los demás, que ya eran multitud. Al anochecer, el tiempo
se pone lluvioso, húmedas las calles y barrosas. “Hasta el cielo se ha
puesto a llorar”, dice un tango de Troilo. Bueno, algo así. Las luces
son escasas. La cola avanza muy lentamente. Es, imposible dudarlo, una
ceremonia fúnebre, un adiós que no se quería, un adiós que –casi como
todos, aunque tal vez más– es un hueco que nada podrá llenar. Ella era
irremplazable.En este cuadro de dolor popular (que Borges, en su cuento El simulacro, definirá, con clara precisión y desdén de clase, como “el crédulo amor de los arrabales”, frase que marca a fuego, una vez más, la visión de los civilizados sobre el amor de las almas sencillas, intocadas por la cultura, manipulables, el alma del pueblo bárbaro, siempre materia mansa en manos de los demagogos) surge el personaje central del cuento de Viñas, La Señora muerta. Se llama Moure, y no ha ido al sepelio para ver a la “señora muerta”, ni para besar el féretro ni para aguantarse esa llovizna de julio, fría como la muerte que da marco a todo, pero impiadosa con los huesos, penetrándolos hasta el sufrimiento; tanto, como si nunca fuera a irse de ahí. Moure sí, Moure quiere irse de ese lugar macabro. Pero no quiere irse solo. Tuvo una idea ingeniosa, la perfecta idea de un piola de Buenos Aires, ya que no otra cosa es él, Moure, que fue a la cola de los “crédulos de los arrabales” para hacerse un levante, levantarse una de las tantas minas que estarían hartas ya de esperar su turno y bien podrían volver otro día, mañana por ejemplo, o pasado mañana o la semana siguiente, si nadie sabe cuánto va a durar eso. Mientras el público siga llegando, mientras la cola no disminuya, llueva o no llueva, la cosa va a seguir. Se acerca a una mujer y le da conversación. Al poco tiempo pregunta la pregunta cuya respuesta lo puede meter esa noche helada con una mujer en una cama, ardoroso y hasta desbocado. Le pregunta si no está cansada. Ella lo mira, tiene una cara serena, adolorida, pero ya resignada a ese dolor y tal vez a todos los que vengan de aquí en más. Ella no sabe qué decir. Probablemente no se autorice el cansancio, lo sienta indigno, una traición a la muerta, que se murió por no cansarse nunca, por trabajar hasta el último aliento por los pobres. ¿Así le va a pagar? ¿Con el cansancio mezquino de no tolerar una cola que lleva hasta su cara blanca, que ella quiere ver, y quiere que también ella la vea, porque ella, ahora que es inmortal, puede verlo todo, más que cuando vivía, más que cuando no era como es ahora, como Dios, inmortal? Moure se impacienta. “¿Quiere irse?” “Cuando me sienta bien cansada.” “Pero mire que tenemos para rato.” “¿Lo dice en serio?” “Yo siempre hablo en serio.” “¿Y cuánto dice que falta?”
Moure le acerca el dato: “Unas tres horas”. Antes les ha echado una mirada a los de adelante y vio que eran muchos, demasiados, todos amontonados, indescifrables, turbios en medio de esa oscuridad mojada. Para ella, tres horas son muchas. Aunque, agrega, a la gente le gusta esperar. “Esperar algo, cualquier cosa...”
Algunos soldados, con caras de sueño, reparten sopa, un líquido que echa humo y promete calor. Ella no quiere sopa. De chica se la hacían tragar. “Era un asco.” Moure se siente más firme, la victoria es suya. La cosa viene por el lado del hambre. De pronto, ella lo sorprende con una pregunta que no esperaba, brava la pregunta, difícil: “¿A usted le gustaba?” “¿Quién?” “La Señora. ¿Quién va a ser si no?”
La mujer desconoce que a Moure la Señora le importa poco, que no está ahí por la Señora. Que ahora está ahí por ella, y la mira fijo, y le calcula apenas veinticinco años. “Si me la pierdo soy un... era joven”, dice.
Decide avanzar. No aguanta más. Tiene que resolver ese asunto enseguida. Se le ocurre hablarle del sueño. Si lo tiene, él la puede llevar a dormir. “¿Tiene sueño?” “Hambre tengo.” “¿Quiere...?” “Sí.”
Ya está. La saca de la fila. Buscan un taxi. Ella dice que la lleve a algún lugar cercano. Parece que su cansancio suma tanto como sus ganas de comerse algo, de calentarse el estómago. Moure le dice al taxista a dónde quiere ir y también que no conoce mucho la zona, que él lo guíe. El taxista cumple con su tarea. Llegan al primer lugar. En esa época a los hoteles transitorios les decían “muebles”. (Aunque Viñas evita decirlo en su relato. Buscan un “lugar”.) El lugar está cerrado. “A otro”, ordena Moure. Pero la deriva fracasa una y otra vez. Nada está abierto. La mujer empieza a reírse. Le divierte ese largo paseo en busca de nada. De puertas de chapa con candados enormes. Y esos carteles desteñidos que apenas pueden leerse, aunque todos dicen: Cerrado. “¿Los llevo a otro?”, dice el taxista. “Sí –dice Moure–, pronto. Pero pronto, por favor.”
“Y toparon con otro portón, una gran tabla pintada de gris cerrada con un candado, y la risa de esa mujer aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le correspondía era quedarse en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo (...), pero las mujeres se ponen nerviosas y no sirven para nada y por eso son mujeres.”
“¿Todo está cerrado?”, grita, casi, Moure.
El chofer dice que sí y hasta parece asombrado por la ignorancia de su pasajero: ese hombre no sabe nada de nada, nada de lo que sucede en ese día y hace que suceda esto: que todos los hoteles estén cerrados. Sugiere: “En la provincia”. “¿Seguro?” “No, seguro no.”
Y le explica. Cautelosamente le explica. Como si reflexionara. Buscando darle algo de paz, de serenidad: “Hay que aguantarse. Es por la Señora”. “¿Por la muerte de...?” necesitó Moure que le precisaran. “Sí. Sí.” Locamente estalla: “¡Es demasiado por la yegua ésa!”.
Entonces, bruscamente, esa mujer dejó de reírse y empezó a decir que no, con un gesto arisco, no, no, y a buscar la manija de la puerta.
–Ah, no... Eso sí que no –murmuraba hasta que encontró la manija y abrió la puerta–. Eso sí que no se lo permito... –y se bajó.
Se trata de un gran cuento de David Viñas, antiperonista de toda la vida, pero un hombre que siempre tuvo su corazón del lado de los humildes. No es por otro motivo que su narración cala hondo en la conciencia autónoma, lúcida, de esa mujer sencilla. Que dice no, eso sí que no. Que pone un límite. Que afirma su opción libre, su amor no manipulado, no “bárbaro”, por la señora muerta que ese día no pudo ver. Viñas jamás habría escrito una blasfemia como la de Borges. Si algo revela la elección de la mujer ante Moure, decirle no, decirle “eso sí que no se lo permito” es su amor auténtico por la Señora. Su amor, que tal vez sea “el amor de los arrabales”, no es “crédulo”. Este adjetivo lo usa la derecha rancia y despectiva de este país para denigrar las opciones de los humildes. Su amor es tan crédulo que los tiranos lo atrapan con facilidad y lo instrumentan para sus proyectos propios, siempre opuestos a los transparentes valores de la república, de la cultura. Queda planteada una difícil pregunta para las clases poseedoras, los “dueños de la tierra”, como los llamó Viñas en una de sus primeras novelas: ya que ese amor, el de los arrabales, es tan crédulo, tan fácil de manipular, ¿por qué tanto les cuesta apropiárselo? ¿Por qué se lo apropian los tiranos y no los hombres de luces, de cánones y latines, los hombres “de bien”?
Tampoco Moure evita dejar caer sobre Eva Perón el adjetivo con que más se la señalaba en las reuniones oligárquicas o en los casinos de oficiales: yegua. El Diccionario de Salamanca ubica al adjetivo yegua dentro del lenguaje masculino. Significa vulgar. Pero también: “Mujer llamativa o que tiene muy buena figura”. Nadie ignora que una “mujer pública” como era Eva Perón y también una “mujer llamativa” o con muy “buena figura” configura en el imaginario soez de las clases altas la abominada figura de la hetaira. Ajena a la mujer de la burguesía, que pertenece ante todo a su familia, a su hogar, a la crianza de sus hijos. Sin embargo, los seres marginados por la cultura y la jactancia de clase de los dominadores saben dónde poner sus amores. No son crédulos de los arrabales sobre los que las clases altas deban imponer su linaje y conducirlos. Son seres libres, libremente han elegido sus opciones y libremente las defenderán. Si alguien les dice “yeguas” a las mujeres por las que han decidido ser representados, dirán con simpleza, pero para siempre: –Eso sí que no se lo permito.
*Publicado en Página12
No hay comentarios:
Publicar un comentario