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Por
Roberto Marra
Los
sucesos de estos últimos cuatro años que, unidos, conforman la
historia que será relatada en adelante, se nos presentan como duras
imágenes agolpadas en nuestras mentes, mezcladas entre dolores
implacables y placeres imposibles, entre muros de sometimientos y
puertas que se entreabren a sueños truncados con golpes de miserias,
entre rabias incontenibles y palos en las cabezas de los atrevidos
que no cejaron nunca en sus empeños de búsqueda de dignidad, entre
balazos por la espalda a pobres desesperados y gritos de impotencias
desamparadas por una “justicia” de papel glacé.
Allí
estuvo ella de nuevo, mostrando el camino del que nos desviaron hacia
el desierto de la peor de las revanchas clasistas, señalando la ruta
hacia esa salida que parecía casi imposible encontrar entre la
maraña de procacidades empobrecedoras, perdida entre decretos sin
urgencias ni necesidad, tapialada con el grueso muro de la mentira
organizada, para abatir, desde adentro de nuestras conciencias, la
esperanza aplastada a garrotazos e hipocresías.
No
podía ser sino ella quien lo hiciera posible. No cabía otra
posibilidad, en medio de semejante desvarío incontrolable por el
supuesto “mejor equipo”, que no alcanzaba ni siquiera a
comprender sus propios actos deleznables. No había nadie más que
pudiera protagonizar la conjunción de las fuerzas requeridas para
expulsar el mal de nuestra Nación miserabilizada. No existía (ni
existe) quien le igualara en el coraje, la pasión y, mucho menos, la
capacidad pensante e interpretativa de la realidad, necesariamente
transformable.
La
bestialidad de los “ceos” que ahora son expulsados, estos
secuaces de un Poder que nunca abandona sus intenciones de dominación
absoluta, no pudo evitar, aún con la persecusión más despiadada de
la historia sobre persona alguna, someter a esta indomable, capaz de
domar al “dragón” que vomitó durante años el fuego de
falsedades más obsceno que se recuerde, con el solo fin de
derribarla, de hacer añicos su tenacidad y acabar con el paradigma
que los enloquece y obnubila desde 1945.
Montones
de homínidos parecidos a personas, desatados de furias arraigadas
solo en el odio irracional, conforman el último “regimiento” que
les queda a estos asesinos de niños hambrientos, de viejos arrojados
a la muerte prematura, de ladrones de esfuerzos ajenos, de
acumuladores de riquezas que nunca produjeron. Son los últimos
estertores de una clase que se resiste a desaparecer, que boquea sus
alientos finales en busca de la salvación de sus superioridades
económicas, odiando hasta sus últimos suspiros, haciendo de esa
mujer, el motivo de sus miserables vidas de inmorales traidores a la
Patria.
Pero
nada ni nadie pudo con ella. Nada impidió su templanza ni amilanó
sus certezas. Enfrentando a todos, disolvió los tribunales de los
injustos con un alegato memorable, hizo temblar a los cobardes
hacedores de su persecusión y construyó, en medio de semejante
acoso sin antecedentes, la herramienta que logró vencer a esa
repugnante maquinaria productora de los peores horrores populares.
Convocó, armó, desató nudos y envolvió pasiones desencontradas,
en una amalgama tan heterogénea como imprescindible para vencer a la
runfla de despreciables destructores de la República que decían
venir a salvar. Encontró y re-encontró a los y las mejores, hasta
convertir su propia postergación en la herramienta que logró lo
que, meses antes, parecía imposible.
Cristina
asume hoy, reivindicada, su nuevo puesto de lucha. Ahora se
convierte, otra vez, en aquella que bajaron de la carroza convertida
en calabaza en diciembre de 2015, creyendo que acababan con su vida
política. Miserables almas desalmadas, nunca comprendieron a quien
se enfrentaban, nunca supieron contra quien desataron sus furias
bestiales. Y terminaron derrumbados ante los pies de esta estadista
sin par, coronada con la honra del irrenunciable amor de su Pueblo.
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