En
la cúspide de la sinrazón, el Poder Judicial argentino ha venido
siendo parte de un sistemático plan de ocultamiento de la verdad o,
lo que resulta peor todavía, en la planificada tarea de inventar
“verdades” a medida del Poder Real, ese que tiene en los
tribunales a sus aliados más notables, por la importancia del
paradigma de “la justicia” como elemento básico para el
sostenimiento de una estructura dominante que impida el desvío de
los objetivos que tengan los poderosos y aplaque las contradicciones
que, sin dudas, aparecen en el desarrollo del devenir histórico de
la sociedad así encorsetada.
Son
el refugio final de los procesos degradantes a las que se someten a
las figuras más relevantes de los sectores políticos adversos a los
intereses de los poderosos en cuestión. Se autoadjudican una especie
de supra-poder derivado, en apariencia, de sus probidades
indiscutidas, de sus moralidades impolutas o sus ancestrales
herencias doctrinarias. Resultan ser la estación última en ese
recorrido funesto al que intentan obligar a cada líder popular que
se atreva a desoir sus “consejos”, una vulgar retahila de
miserables extorsiones destinadas a frenar los cambios que la
sociedad reclama por derecho y ellos obstaculizan por complicidad.
Entonces,
un día, se encuentran ante una persona distinta, una especie de
“clavo” que se resiste a ser extraído del muro de la verdad
popular, una voz que exclama la realidad con la fuerza de un huracán
de palabras, derrumbando el supuesto hábitat de “la justicia”,
extrayendo cada ladrillo de la destruída relación con ese paradigma
incumplido, obligando a los actores de ese drama escenificado por
estos creídos miembros de una “raza” superior, a desnudar sus
prebendarias maneras de disponer de las vidas y los bienes de quienes
no respondan a las “órdenes” de sus patrones ideológicos.
Esa
voz contundente pone de manifiesto mucho más que una defensa
personal. Esa persona introduce, con sus razones y evidencias, el
único virus positivo, el de la dignidad, en el carcomido cuerpo de
un Poder que huele a muerte cotidiana, a menosprecio por los débiles,
a descarte de verdades irrefutables y obsecuencia con los dueños de
un sistema social corrupto por su naturaleza genocida.
La
indignación encuentra su cauce en las palabras certeras, en las
ideas conexas con los hechos incuestionables, en la narración que
supera al “relato” mediatizado hasta el paroxismo, en la sorpresa
de los impávidos juececillos de neuronas escasas y bolsillos anchos.
Los payasescos personajes que promovieron la llegada de ese terremoto
verbal a los tribunales, se estremecen ante tanta enjundia oral,
frente a tanta audacia inteligente, tanto desparramo de injusticias
puestas en palabras hasta desarmar el aparato maléfico que atravesó
su vida y la de todos los argentinos.
El
derrumbe tribunalicio llega por efecto de la implosión de las
paredes jurídicas malversadas, gracias a las “bombas” de letras
ordenadas que se constituyen en pieza oratoria digna de estudio en
las propias facultades donde se han (mal) formado sus propios
juzgadores. La caída se produce irremediablemente, por la lógica
puesta al servicio de la búsqueda de los genuinos valores que
imprescindiblemente deben ser las bases de un tribunal que pretenda
imponer auténtica Justicia.
Se
asombran los pendencieros mediáticos ante el carácter de semejante
mujer, que parece emergida del Olimpo, haciendo tronar el escarmiento
de sus verdades sobre los oscuros funcionarios que empalidecen ante
tanta verborragia, que desparrama certezas y profundiza en realidades
siempre ocultas por las cortinas de las falacias convenientes para
sostener el inmundo status quo.
No
aprendieron a conocer a este espécimen femenino que se transformó
en el objeto de sus carreras de odios y mentiras. No comprendieron
nada de sus palabras de otros tiempos, cuando les anunciaba cada paso
que recorrerían en sus miserables procesos de degradación nacional.
No asimilaron nunca la naturaleza de sus pasiones, ni el orígen de
sus ilusiones de estadista sin par. No podrían hacerlo, porque para
ello se necesita ser humano, sentir los dolores ajenos como propios,
concebir el desarrollo como base para la felicidad popular.
Ahora
ha logrado aplastar, con su presencia y sus palabras, al aparato más
obsceno de persecución jamás imaginado. Ahora se ha plantado una
nueva vara, esta sí más alta que ninguna, a la que nunca podrán
saltar los paupérrimos representantes de un sistema puesto en
evidencia. Solo falta que “la Justicia”, así, con mayúscula,
penetre de una vez y para siempre en ese antro desprestigiado y
obsoleto, sumido en la más vergonzosa derrota ante esta mujer
inigualable, que hizo temblar los corazones de millones, convirtiendo
el dolor en esperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario