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Batalla
naval. Así se llama el juego de mesa que se acostumbraba realizar en
las horas de ocio o en las horas libres escolares. En él, cada
jugador trata de adivinar en que casillero se encuentran los barcos
de la flota contraria, hasta que se logra “hundir” a todos.
Tal
vez siguiendo este concepto de juego naval, el gobierno argentino
puso en algún sector del mar a nuestro submarino ARA San Juan,
aparentemente para que forme parte de una maniobra conjunta con otras
fuerzas extranjeras. No sabemos cuales fueron las órdenes que les
dieron, no sabemos cuales fueron los objetivos que no se les dijeron,
no sabemos que pretendía lograr el gobierno y su inepto ministro de
defensa, si es que es capaz de manifestar alguna idea.
Lo
que si sabemos es que algo que sucedió en el trayecto recorrido por
la nave, provocó la desaparición y, probablemente, la destrucción
de la misma y el consecuente final mortal de la tripulación. También
conocemos la incapacidad de búsqueda propia, asociada a la enorme
capacidad de ocultamiento que forma práctica habitual de los
gerentes gobernantes.
Rehenes
de semejante inmoralidad comunicacional, los familiares de los
tripulantes navegan (valga la paradoja) por los medios de
comunicación, donde inútiles conductores de programas lacrimógenos,
relatan fábulas que no reconocen base cierta alguna.
En
ese ámbito pseudo-periodístico, nadie se mueve más al compás de
los intereses del relato estigmatizador que siempre propone el
ejecutivo actual, que la ya insoportable Carrió. Creyéndose siempre
dueña de las vidas ajenas, acostumbrada al lisonjeo de los lamebotas
del poder, no le importa destruir a quien sea y como sea para
mostrar saberes que solo son acumulación de odios generados por su
perversa condición inhumana.
Hasta
allí llegó su asquerosa forma de referirse a los tripulantes del
submarino, con el desprecio propio de quien no siente más que placer
cuando hace daño. El asombro es que, aún con semejante acción
depredadora, la verborrágica y mendaz cacatúa chaqueña, continúa
ejerciendo influencias sobre la sociedad, que la mira como una figura
política importante, cuando se trata simplemente de una psicópata
con patente de intelectual, otorgada por la más conocida de las
embajadas.
En
la cumbre del desprecio humano, en el podio “triunfador” de los
odiadores seriales, recibe todavía y a pesar de sus exabruptos, las
miradas complacientes de los ciudadanos sordos y ciegos por elección
propia, que prefieren sus ofensivas diatribas a la simple realidad,
tan evidente como el resultado final del horror de este sucio juego
donde lo único que se hunde es el honor y la verdad.
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