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Por José Massoni *
Merced al capitalismo
transnacional y sus socios nacionales, los argentinos son “habitantes” de su
país. La Argentina está globalizada y pertenece, en sus resortes básicos, a las
grandes corporaciones internacionales y a sus socios nacionales de gran capital
concentrado, entre otros la oligarquía agrícola-ganadera y grandes medios de
difusión. Desde 2003 el gobierno nacional concretó avances en cambiar la ruta
marcada por ese poder real. Pero estamos lejos de la independencia económica –y
por ende política– que se entregó al capitalismo internacional entre 1976 y
2003.
Cambiar disfuncionalidades como la brutal diferencia de ingresos entre
la ínfima capa privilegiada y el resto de la sociedad requiere una conciencia
social potente, inserta en una política regional similar en el Mercosur. El
frente político gobernante no alcanza: es la única fuerza de peso que pugna por
escapar a las reglas del capitalismo neoliberal mundial. Las demás, con sus
posturas contrarias a los derechos nacionales o sociales sólo aspiran a actuar
como casi todos los gobiernos: administradores locales del imperio global,
aceptando mansamente las órdenes imperiales.
Pero urge ahora ocuparse de un punto clave en la lucha entre los
sectores democráticos y la coaligada oposición conservadora: la administración
de justicia y el control de legalidad facultad del Poder Judicial.
La República paradigmática es la constitucional estadounidense,
contemporánea con su independencia. En ella, el Poder Judicial es
“contramayoritario”: supervisor de la constitucionalidad de los actos de los
poderes elegidos por voluntad popular. Desde siempre, su debilidad fue la
carencia de origen democrático. Thomas Jefferson, un fundador de ese primer
sistema republicano nítido, señaló que aquella facultad del Poder Judicial
resultaba una concentración de poder injusta. Los jueces no garantizarían el
proceso democrático porque, no siendo representantes del pueblo y siendo
inamovibles en sus cargos, dudosamente resolverían a favor de sus intereses.
Mucho se ha debatido sobre las facultades de los tribunales para enfrentar las
decisiones de los órganos democráticos. Carlos Nino sostuvo que es plausible el
control en un sentido restringido –como constatación del cumplimiento de las
condiciones del proceso de decisión democrático– y en sentido amplio que
maximiza el valor epistemológico del sistema con la premisa de “ausencia de
condiciones que presionen, de condiciones que amenacen, etc.” (el destacado es
mío). En cuanto a los límites de la facultad de contralor, concluye que son una
cuestión de razonabilidad, pues no existen límites fijos que puedan ser
señalados a priori.
Enjaezada por edificios monumentales, amplias salas de rico maderamen,
jueces y fiscales de alcurnia personal y catedrática, formalidades procesales
inescrutables para no iniciados y una jerga incomprensible para el vulgo, el
Poder Judicial argentino creció por completo apartado de los intereses populares,
más aún que su ejemplo estadounidense. Así conformó una corporación
aristocrática acompañante, sirviente y beneficiaria del poder real, ejerciendo
el rol que le imprimieron origen, estructura y normas procesales. La reforma
constitucional de 1994 fue útil en mínima expresión, creando un Consejo de la
Magistratura e imponiendo concursos para ternas entre las que debe elegir el
PEN al juez que examinará el Senado. Las relaciones y complicidades creadas por
la corporación y las prebendas logradas en siglo y medio, engendraron una
cápsula elitista que –salvo excepciones– coopta a forasteros. Es posible
observar a éstos (llegados desde concursos) procurando ingresar rápidamente en
el campo del privilegio y fallar evidenciando “pertenecer”.
El Poder Judicial justificó todas las asonadas que pisotearon la
Constitución (1930, 1943, 1955 y 1976) y les permitió exhibir una pátina de
republicanismo, con un “Poder Judicial independiente”. Desde 1983 los cambios
se redujeron a la integración de la Corte. De excelente nivel la primera
–1983/1989– la segunda fue resultado de una sesión ilegal de la Cámara de
Diputados, con quórum falso. El ardid permitió llevar a nueve los ministros de
la Corte y de inmediato el presidente Menem designó seis, que formaron la
llamada “mayoría automática” que convalidó la política del neoliberalismo
oficialista. Las tropelías perpetradas por la Corte “sícarlista” y la decisión
política del gobierno permitieron, en 2003, Constitución en mano, expulsar la
mayoría. Se redujeron los ministros primero a siete y luego a cinco y el
Presidente autolimitó su potestad de designación: los nominados debían superar
objeciones que cualquier ciudadano o institución formulara, y una audiencia
pública. Así surgió la actual Suprema Corte.
La primera comprobación grave es que, a más de diez años de funciones,
no ha tomado resolución alguna para cambiar el funcionamiento corporativo y
conservador del conjunto, siendo éste quien resuelve los asuntos cotidianos.
Peor, lo preservó al declarar inconstitucionales, velozmente, leyes
democratizadoras sancionadas en 2014, y la única que dejó en pie no la cumple
(ingreso por concurso de los empleados).
Los poderes fácticos son enemigos de un gobierno que les obstaculiza
la libre rapiña de bienes y trabajo humano en busca de la ganancia máxima. La
oposición no sólo es conservadora sino también reaccionaria: su programa de
gobierno es volver al régimen de capitalismo neoliberal cipayo, con sumisión
financiera, fuerte endeudamiento, baja del gasto público y costos laborales y
sociales. Inviable, por ahora, la vía violenta, utiliza otras armas. Una es
bombardear todas las horas del día con sus medios, con noticias sesgadas,
denuncias mentirosas y generación de angustia, miedo, desesperanza y depresión,
culpando al gobierno populista y corrupto, que sólo miente y roba. Los derechos
y beneficios en favor de los sectores populares son ocultados, tergiversados, o
producto populista. Otra es el actual Poder Judicial. Durante centuria y media
ha sido sostén del clasismo, del derecho de propiedad privada y las
prerrogativas de la autoridad, con ignorancia pertinaz de peticionarios
carecientes y contra el Estado cuando pretendió atenderlos. Ahora los poderes
reales le piden más. Debe utilizar su poder “contramayoritario” respecto de cualquier
reglamento, decisión, decreto o ley que roce la libertad absoluta de
expoliación del capital. Facilita la misión que no contamos con un Tribunal
Constitucional: la Corte no lo es. Los fallos “contramayoritarios” pueden ser
vertidos por cualquier juez –de cualquier instancia o fuero, en todo el país–.
Aun cuando la Corte Suprema haya decidido la constitucionalidad en un caso
idéntico, la decisión tomada por los órganos políticos habrá sido inaplicable
por tiempo impredecible, con seguridad prolongado. Ejemplo: la ley de medios.
Más de cuatro años transcurrieron hasta que el pueblo lograra la declaración de
constitucionalidad de la Corte, pero casi dos años después (pasaron ya seis) el
Grupo Clarín continúa incumpliéndola por decisiones de tribunales inferiores
sobre puntos de aplicación.
En síntesis, postulamos –para debatir– que en el siglo XXI mejorar la
democracia igualitaria y participativa es imposible con el diseño de las
instituciones de la República decimonónica. Las bases sociales materiales y
espirituales cambiaron de modo que algunas formas son disfuncionales al
progreso. El sistema capitalista mundial devino en extrema concentración con el
objetivo inamovible de lograr la máxima renta para el capital a como dé lugar,
sin freno admisible de ningún tenor. En lo económico, ha generado la enorme
acumulación de capital financiero que está dominando al mundo político, y en lo
social una brecha en irrefrenable aumento entre una ínfima cantidad de
supermillonarios y el resto de la humanidad, la mayoría pobre o indigente.
Contra esas políticas la Argentina ha luchado los últimos doce años, con
resultados encomiables. Pero no ha conmovido la estructura del poder que, sin
incisiva intervención popular mediante un gobierno con gran apoyo social –que
no existe en la subjetividad actual en la dimensión necesaria– no tomará rumbo
de independencia económica y mantendrá al país colgado de la exportación de
commodities, disponibilidad de la oligarquía o de capitales concentrados.
Apoya ese rumbo un poder del Estado sin origen popular, intangible y
sin límite temporal. El que permite, o no, que se produzcan cambios
trascendentes en el camino de mejor cumplir los principios constitucionales y
los tratados internacionales de derechos humanos y de preservación vital. Con
tal esquema institucional concretar postulados esenciales de la Constitución
mediante la profundización de los objetivos nacionales, populares, es
impensable. Deben establecerse las reformas que den posibilidad de aplicación a
las decisiones requeridas por la actualidad nacional, latinoamericana y
mundial.
Es crucial formar opinión social que construya la masa crítica que
precipite en una reforma constitucional, que incluya habilitar un criterio
conceptual del derecho abarcativo de toda la sociedad y no sólo del sector
poderoso. Cuando menos, debería instaurar un Consejo de la Magistratura
facultado para producir un cambio radical en el perfil del juez. Ello exige
candidatos de todas las concepciones, en el marco de compromiso con la
democracia participativa, la igualdad de derechos para todos, conocimiento de
nuestra historia y de la realidad económica y social del presente, dando
cimiento al imprescindible alto nivel jurídico que también deberán demostrar.
Es posible con un Consejo reflejo de la heterogeneidad social, en los antípodas
del vigente, que plasma solamente la representación de un pequeño sector de
profesión universitaria. La calidad representativa de ese sector, ínfima dentro
del resto de los ciudadanos y la multiplicidad de sus quehaceres, necesidades,
idiosincrasias, clases, capacidades económicas, niveles sociales, etnias, etc.,
no deja dudas sobre que la gestión de elegir a quienes “dirán el derecho” es
ajena al pueblo. Aun estimando la formación universalista que suelen tener
algunos abogados, la simbología de la gestión judicial denota un reducto
culturalmente pobre, un coto, que refuerza la histórica índole conservadora
corporativa de la judicatura. Sería inteligente acudir al novedoso ejemplo
boliviano. Allí los miembros del Consejo de la Magistratura –que integra el
Poder Judicial con sus atributos de independencia– son elegidos por sufragio
popular entre candidatos con notoria experiencia y moralidad, que propone la
Asamblea Legislativa, para mandatos de seis años, sin reelección.
Es igual de necesario establecer un Tribunal Constitucional, con
exclusividad para dirimir el acomodo o no de las normas a la carta magna, en
fallos vinculantes para todos los tribunales: terminaría la grave inseguridad
jurídica provocada por las decisiones contradictorias sobre un mismo punto y
una facilidad para la tergiversación del poder popular. Bolivia elige sus
integrantes por voto popular entre la selección realizada por la Asamblea
Legislativa, por mayoría de dos tercios. Creo que deberíamos examinar desde
esta perspectiva un método de elección de candidatos por parte de los poderes
políticos, para luego ser llevados a la compulsa popular de sufragios.
Sin reformas en el Poder Judicial del orden propiciado, o las que
surjan de la discusión, el desarrollo democrático, en las condiciones del siglo
XXI, corre alto riesgo que encontrar obstáculos insalvables.
* Ex fiscal, juez, camarista y primer titular de la Oficina
Anticorrupción designado por Raúl Alfonsín.
Publicado en Página12
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