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Brasil es, hoy, un país con un
escenario económico grave y tenso, preocupante. Los agentes del mercado
financiero, los especuladores de siempre, dicen que es un panorama crítico y
caótico. No hay datos concretos para que se crea en esta versión. Pero para
creer que se trata de un cuadro tenso y grave, hay muchos.
Brasil es un país dividido, que enfrenta una oleada de insatisfacción
popular, amplia y hábilmente manipulada por los grandes conglomerados de
comunicación, y blanco del oportunismo vulgar de una oposición que no tiene
otro proyecto alternativo que pedir a gritos la renuncia o la destitución de
una mandataria elegida por mayoría de votos hace cinco meses.
Es también un país dividido entre los beneficiados de siempre, que
ahora reclaman la devolución de sus privilegios, y los ninguneados de siempre,
que lograron subir al escenario del mercado de consumo y de un bienestar
mínimo, y ahora exigen, con todo derecho, más y más.
El tránsito social que elevó, en los últimos doce años de gobierno del
PT, a más de 40 millones de brasileños de la pobreza a una clase mínimamente
media es motivo de críticas sonoras y severas. Dicen los privilegiados de
siempre que no se trata de otra cosa que una banal maniobra populista, que
costó miles de millones al Estado.
Es una reacción típica y previsible de una clase mezquina, que jamás
admitió perder algo de lo mucho que tiene para que muchos que no tenían nada
pudiesen tener algo.
Y, curiosa y paradójicamente, uno de los grandes nudos de Brasil es
precisamente esa nueva clase media, que vio cómo la vida mejoró a lo largo de
los últimos doce años, pero de la puerta de casa hacia adentro. Hacia afuera,
en el mundo de lo cotidiano, todo sigue igual: la salud pública que no cura,
humilla y mata; el transporte público que no transporta, tortura; la educación
pública que no educa.
En suma: uno de los grandes nudos en que se metió Brasil es precisamente
esa nueva clase social que fue llevada a las puertas del paraíso de la clase
media, pero no logró entrar. Quedó en el umbral, luego de haber conocido parte
de sus bondades, pero sin librarse del universo de maldades que atormentaban su
vida anterior.
Si se logra olvidar por un instante todo el inmenso océano de actuales
circunstancias vividas por Brasil –escándalos de corrupción, el agotamiento del
sistema de financiación de campañas electorales, el colapso de los partidos
políticos, la crisis terminal del llamado “presidencialismo de coalición”, que
establece y consolida el chantaje y el canje de intereses menores como
principio básico del quehacer político–, lo que se verá es un país en plena
contradicción.
Hay un partido, el PT de Lula da Silva, agobiado frente al bombardeo
de denuncias de corrupción. Y un gobierno, el de Dilma Rousseff, que parece
inerte. Sin embargo, también existe sólido espacio para creer que, con lucidez
y tiempo, se logrará salir del actual cuadro.
El problema es saber cuál será la herramienta mejor capacitada para
corregir los equívocos de la política económica a lo largo de los últimos dos o
tres años, bajo la primera presidencia de Dilma Rousseff. Y también saber cómo
quitar de la piel del PT el sello de corrupción, para retomar el proyecto de
crear un nuevo país.
El actual cuadro es motivado, de un lado, por una formidable y
tremenda campaña de los grandes conglomerados de comunicación, que alienta el
respaldo de una oposición que, a falta de propuestas concretas, se lanza al
peligroso ejercicio del “cuanto peor, mejor”.
En ese mismo cuadro, pero del otro lado, están las conquistas logradas
por el proyecto político que desde hace doce años preside el país. Y en ese
punto hay que considerar un detalle delicado: el mismo proyecto que llevó a por
lo menos 40 millones de personas –casi una Argentina entera– al mercado de
consumo, a la clase media, ha sido incapaz de propiciar mejor transporte
urbano, mejor educación, mejor sistema de salud, mejor seguridad pública.
Quizás el gran equívoco del proyecto de Lula y del PT haya sido no
haberse precavido frente a un dato específico: al crear una nueva e inmensa
clase media, creó un nuevo frente de reivindicaciones.
Los que ascendieron asumieron, muy rápidamente, las posiciones de las
clases medias tradicionales, las mismas que los reniegan y siempre los
renegaron. No se trata, de ninguna manera, de un caso de ingratitud: se trata
de un caso de falta de previsión.
Una falla estratégica grave de quienes, al lanzar e implementar un
plan de inclusión social de larguísimas dimensiones, creyeron que con esto
bastaba.
No, no basta: además de heladeras y automóviles y televisores, hay que
entregar al pueblo servicios públicos básicos y esenciales de calidad. Entre
ellos, la concientización. La idea de qué es ser ciudadano.
O sea, el derecho de reclamar derechos legítimos sin dejarse manipular
por quienes siempre se los negaron.
Eso es algo dramático y triste que se ve en Brasil: los ninguneados de
siempre, que ahora son alguien, lado a lado con los que los ningunearon
siempre, y siempre los ningunearán.
*Publicado en Página12
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