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¿Cómo es posible que los mismos
que nos dicen todo el tiempo que estamos viviendo el inevitable fin del ciclo
kirchnerista dediquen también todo el tiempo a montar operaciones destinadas a
desgastar al Gobierno y a crear climas de incertidumbre social y política? Si
el “fin de ciclo” fuera un hecho consumado, la cuestión principal para el
bloque social que combate al kirchnerismo sería la de promover una propuesta y
un liderazgo para el nuevo ciclo. Está claro, por un lado, que en política no
funcionan leyes mecánicas que determinan el futuro; lo que hay son apuestas,
programas, proyectos que luchan entre sí y determinan un resultado que nunca
corresponde enteramente al plan de ninguno de los contendientes.
El “fin de ciclo” es, visto desde esa perspectiva, la expresión del
proyecto de uno de los bloques políticos en pugna. Y significa algo bien
diferente y cualitativamente más importante que un mero relevo de funcionarios
al frente del poder ejecutivo. Significa el cierre de una experiencia política
signada por la colocación del Estado en el lugar de actor político sólido e
influyente, con grados de autonomía respecto de los poderes fácticos y
dispuestos a enfrentarlos en una dimensión desconocida en las últimas décadas
de nuestra historia.
La misma retórica habitual en los medios dominantes revela la esencia
de la cuestión: la vida política consistiría en una sistemática apropiación del
Estado por parte de un grupo político electoralmente exitoso. Se trata de los
clásicos temas del liberalismo político –la diferencia entre Estado y gobierno
y entre gobierno y partido– crasamente reducidos a una saga conventillera de
construcción de escándalos que giran de forma sistemática alrededor de la corrupción
en el manejo de lo público. El vodevil escandaloso envuelto en el ropaje de la
lucha contra la corrupción nunca incluye en su guión lo que Aldo Ferrer ha
definido lúcidamente como la “corrupción cipaya”; una interpretación posible de
ese concepto es el de la maquinaria financiera, mediática y política que ha
trabajado durante décadas para desindustrializar, empobrecer y vaciar al país a
favor de intereses cada vez más identificados, dentro y fuera de nuestras
fronteras. De esa corrupción, la de los evasores organizados por el HSBC, no se
habla. Solamente se habla –en la gran mayoría de los casos sin fundamento– de
aquellas irregularidades protagonizadas por funcionarios públicos.
La reaparición de la memoria como factor de la lucha política es uno
de los grandes logros de esta época. La épica contra el terrorismo de Estado,
que ha colocado en el centro del calendario argentino a la recordación del 24
de marzo de 1976, ha permitido inscribir las luchas actuales en una historia
política no reducida a un amontonamiento de hechos sino a un conflicto de poder
que, bajo formas distintas, recorre las últimas décadas de nuestra vida. Eso
tiene mucho que ver con la extraordinaria tensión actual de la lucha política
en la Argentina. Hay mucho más en juego que la definición de qué grupo político
ejercerá el gobierno en los próximos años. Por eso se ha puesto de moda la idea
de volver a la “normalidad”. ¿A qué se refiere esta añoranza de la normalidad?
¿Le llamamos normalidad a los golpes de Estado, a la persecución política de
las mayorías populares, a la represión y la muerte como recursos del poder, a
la extorsión de los poderes fácticos, a los golpes de mercado y, por fin, al
descalabro absoluto en el que terminó la experiencia del neoliberalismo
triunfante? La palabra normalidad, en este contexto, solamente puede tener un
sentido, el del “normal” funcionamiento del Estado como garante del poder real
en la Argentina.
Por eso puede entenderse que la profecía del fin de ciclo y las
operaciones desestabilizadoras cada vez más intensas puedan convivir. Porque la
profecía no es tal sino una apuesta existencial y porque el fin de ciclo no es
un cambio de gobierno sino un cambio de paradigma político-cultural, un regreso
a la normalidad de la democracia controlada por los poderes fácticos. La
cuestión no es solamente que la anormalidad sea derrotada en las urnas sino la
seguridad de que no siga expresándose como posibilidad política real en la
Argentina. Para eso, el Gobierno tiene que concluir su mandato en la situación
de máxima debilidad y desprestigio y eso no se resuelve en octubre sino en
estos días y en todos los que faltan para la elección. La oposición política
formal ha renunciado a cualquier forma de independencia o de distancia respecto
de esta apuesta del bloque de poder real: toda la cuestión para el cuadrante
opositor de la política argentina consiste en discutir cuál de las figuras y
cuál de los agrupamientos en los que está dividido es más funcional y más
eficaz para asegurar el cierre de esta experiencia política. De cómo evoluciona
esa relación de fuerzas internas dependen los agrupamientos, las escaladas y
los ocasos de las fórmulas políticas de la oposición. Esa pelea es la que
decide si lo que ayer era una gran promesa hoy se ha convertido en un estorbo.
Esa colonización de la política opositora por la agenda de las clases
dominantes resulta paradójicamente peligrosa para el proyecto del fin de ciclo.
Es así porque desaparece, o por lo menos se debilita, la mediación política.
Los mediadores políticos son los encargados de construir la eficacia
político-electoral de determinados discursos que expresan proyectos definidos
de poder. Pongamos el caso de un dirigente o de un grupo político que luce bien
colocado en las encuestas y con tendencias alcistas en el rubro. Sería lógico
suponer de ese grupo y de ese dirigente una actitud moderada y gradualista
dirigida a sostener la tendencia y a evitar giros dramáticos de la situación.
Claro, para sostener ese rumbo no se puede estar generando todo el día la
sensación de que vivimos arriba de un volcán a punto de estallar. No se puede
estar permanentemente diciendo que habitamos en el peor de los mundos, porque
la irrealidad nunca es una buena táctica electoral. Además, el líder en
cuestión debería tratar de colocar su propio cuerpo en el centro de la escena,
y eso significa la construcción de una personalidad política independiente y
con autoridad para dirigir, o por lo menos la apariencia de esa personalidad.
La realidad argentina no funciona así. El opositor del caso sabe que sus
niveles de autonomía se angostan porque no es un emergente independiente sino
un tornillo –muy importante, pero un tornillo– de un dispositivo que lo excede
y que lo condiciona. Nada más que como nota de color a favor de este
razonamiento, puede comentarse la queja de algún candidato por sentirse
abandonado hoy por los mismos círculos que construyeron, hace muy poquito
tiempo, su meteórico ascenso.
No hay, entonces, mediación. O si la hay, no habita en el terreno de
la política formalmente organizada sino en ámbitos menos visibles y no
expuestos al problema de la legitimación política. Por eso, a pocos meses de la
elección nacional prosperan la política del escándalo, la presentación
apocalíptica de una realidad económica, social y política que, comparada con
las épocas “normales” que se añoran, no luce nada mal. Estamos asistiendo,
además, a un sinceramiento extremo del conflicto político: se discute si existe
algo que pueda presentarse más o menos razonablemente como interés general a
cuyo servicio debe estar el Estado o el llamado interés general es un eufemismo
para designar una jungla de grupos e individuos que disputan recursos sin
regulación política alguna, lo que determina que siempre son los mismos (o un
sector cada vez más reducido de los mismos) los que ganan. Por eso la
corrupción pública es el argumento excluyente, porque la conclusión de cada uno
de los shows mediáticos que giran a su alrededor termina con la conclusión de
que, como lo dijera Biolcatti en cierta fiesta rural, el Estado es un gran
saqueador. Ahora bien, este modo de plantearse el escenario preelectoral es,
hasta ahora, muy bien interpretado y aprovechado por el Gobierno. El último
episodio mediático alrededor de una gigantesca mentira de Clarín sobre una
cuenta bancaria en el exterior a nombre de Máximo Kirchner es ilustrativo al
respecto. Empezó con una tapa infame y terminó a las pocas horas y no porque la
textura plagada de condicionales de la denuncia mostrara su inconsistencia. Si
fuera por una cuestión de consistencia, la denuncia de Nisman a la Presidenta
por encubrimiento del crimen de la AMIA ya no formaría parte de ninguna agenda
política ni seguiría dando vueltas entre los rechazos de jueces y cámaras y las
apelaciones de Moldes. Lo que enterró la operación y revirtió el rol de
acusados y acusadores fue la intervención política de Máximo Kirchner. La
desmentida fue el punto de partida de una explicitación del drama político
argentino en sus trazos esenciales, de quién es quién en la política nacional.
Fue la colocación de la desfachatez periodística en el justo lugar de la
operación irresponsable de desestabilización política.
Una vez más, la intensificación del conflicto beneficia al gobierno de
Cristina Kirchner. Los que se quejan por ese uso político de la contradicción
son los mismos que añoran los tiempos normales en los que la contradicción se
escondía debajo de la alfombra para reaparecer tumultuosamente en la forma del
desbarajuste social y político más importante de nuestra de por sí trajinada
historia política.
*Publicado en Página12
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