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Por Alfredo Zaiat*
La mayoría de los economistas
tienen debilidad con la palabra “distorsivo”. La utilizan cuando hablan de
impuestos, de tarifas y en términos generales de precios relativos. Esto último
significa que unos están más adelantados que otros, o sea, que son más elevados
o más bajos en comparación. La calificación “distorsivo” tiene una connotación
negativa que exige por lo tanto una inmediata reparación para evitar costos
mayores si se prolongaran esas condiciones. Determinar el valor de las tarifas
de servicios públicos o el del tipo de cambio, o crear un nuevo impuesto o
realizar variaciones en las alícuotas en los existentes, modifica la situación
de los actores económicos en relación con la que regía antes o en el mundo
ideal del liberalismo sin Estado. Es una interferencia en el funcionamiento de
la economía. La intervención introduce necesariamente “distorsiones” en el
comportamiento de los mercados.
En ese sentido, todos los impuestos o los subsidios
a los servicios públicos, como también los entregados a las empresas, son
distorsivos de un supuesto equilibrio de mercado libre sin injerencia estatal.
Por ese motivo el aspecto esencial en una estructura tributaria o de tarifas,
en la estrategia cambiaria o en la de precios, y en general en la política
económica, es precisar cuál es la orientación, alcance e impacto distributivo
de la intervención estatal necesariamente distorsionante del mercado para la
búsqueda de la mejor combinación entre eficiencia y equidad, que no siempre es
la misma sino que debe adaptarse según las circunstancias políticas y
económicas locales e internacionales.
La obsesión de la economía
convencional por la existencia de distorsión en ciertos precios no se expresa
con el mismo entusiasmo cuando evalúan elevadas tasas de ganancias empresarias
o concentración de la riqueza, o el retraso relativo de los salarios o los
niveles de pobreza. Estas variables también son “distorsiones” de la economía,
que para algunos están naturalizadas y no provoca reacciones demandando
modificaciones. Es más fácil lograr aprobación hablando de “distorsión de
precios relativos” que de brechas de ingresos distorsivas de la igualdad
social, y es más aceptado en el discurso dominante proponer el ajuste en
variables que impactan negativamente en los sectores más vulnerables, con la
suficiente convicción de que logran que la mayoría lo avale aunque vaya en
contra de sus propios intereses.
La pregunta que pocos responden
con rigurosidad es cuál sería la “distorsión” de los precios y cómo evaluarla.
La más habitual en el debate económico de coyuntura es que las tarifas y el
tipo de cambio están atrasados y, por lo tanto, la medida adecuada es subir las
primeras y la otra devaluar la moneda. Puede ser que ambas sean necesarias en
un determinado contexto político, social y económico, pero lo que debe saberse
es que implican la baja del salario real, que sólo con un aumento posterior
puede compensar esa pérdida inicial del poder adquisitivo. O sea, el sendero propuesto
por la mayoría de los economistas es afectar a los sectores con ingresos fijos
para ir corrigiendo las supuestas distorsiones en los precios relativos. ¿Es
necesario ese tipo de intervención en la que se predetermina como verdad
absoluta la “distorsión de precios relativos”? ¿Salarios bajos y tarifas altas
también son considerados distorsionados o, en cambio, son elogiados como
impulsores de la inversión privada con la falsa promesa del bienestar general?
¿Cuál es la vara de medición de la distorsión?
Una situación similar involucra a
los subsidios de las tarifas que estarían distorsionando el valor que pagan los
usuarios en el área metropolitana por servicios públicos esenciales.
Disminuirlos o directamente eliminarlos es la propuesta que reúne más consenso.
Bajarlos, además de un ahorro en las cuentas públicas, reduce el ingreso
disponible de los sectores a los que se les poda subsidios. En un artículo
publicado en Página/12 del lunes 23 de diciembre pasado, Fabián Amico señala
que “la explicación dominante acerca del efecto de los subsidios es simple:
dado que dichos gastos son ‘financiados con emisión’, por ende generan
inflación, llevando a nuevos aumentos del gasto y a una espiral insostenible”.
Afirma que es discutible si cualquier reducción del gasto agregado puede llevar
a la desaceleración de la inflación, pero menciona que en este caso la
reducción del gasto público (en subsidios) generaría directamente un shock
inflacionario, por la suba de tarifas que le seguiría, “lo que constituiría un caso
inédito en la comparación internacional y una muestra palmaria de la falta de
sensatez y pragmatismo del monetarismo argentino”.
Amico dice entonces que como es
difícil argumentar que la baja de los subsidios puede ser antiinflacionaria,
“se recurrió a la idea de que son regresivos en términos distributivos, además
de insostenibles”. Señala que la preocupación dominante, en realidad, no es la
equidad sino el control del gasto. Menciona que se podría subir la cantidad de
subsidios a los hogares más pobres o gravar con impuestos a los de mayores
ingresos, sin necesidad de bajar ni subir el gasto. Su reducción tiene un
impacto negativo sobre la demanda agregada y la base imponible, dando lugar a
menores ingresos fiscales y en consecuencia a un mayor desequilibrio de las
cuentas públicas. Amico explica que los subsidios son un gasto en moneda
doméstica y como tal es siempre financiable, provocando con el siguiente
interrogante: “¿Acaso habría algún ‘umbral’ tras el cual la situación se
tornaría explosiva? El silencio sobre este punto central es desconcertante”.
La aceleración en la variación
del tipo de cambio, medida que viene a dar respuesta a la distorsión del
supuesto atraso que afecta la competitividad de ramas de la producción
nacional, deriva en una intensificación de esa histórica fuente de tensión
inflacionaria de la economía argentina. Las listas de precios de las grandes
empresas proveedoras de insumos estuvieron subiendo de 3 a 4 por ciento mensual
en los últimos meses de 2013, y en el comienzo del nuevo año algunas aplicaron
alzas del 15 a 16 por ciento (por ejemplo Acindar y Sipar-Gerdau). La ortodoxia
no se cansa de repiquetear diariamente que la emisión monetaria y el gasto
público son responsables de los aumentos de precios. Los ciclos de inflación,
alta e hiper, sin embargo han tenido al mercado cambiario como uno de los
principales impulsores, en especial desde la década del ochenta. En la
actualidad, lo sigue siendo.
La lógica conservadora de
“sincerar precios”, definición que nace de suponer la “distorsión de precios
relativos”, propone subir tarifas, con la promesa de incentivar más
inversiones; bajar subsidios, con el objetivo de aliviar el frente fiscal; y
mejorar el tipo de cambio real, con el propósito de recuperar competitividad de
la producción nacional, además de encarecer el turismo al exterior para reducir
el flujo de divisas de las reservas del Banco Central. En un escenario
económico 2014 que se supone de menor ritmo de crecimiento que el año que acaba
de terminar, promover austeridad fiscal y mayor devaluación tendría como
resultado más inflación y desaceleración del crecimiento con riesgo de
estancamiento.
Las urgencias de corto plazo a
veces pueden nublar el horizonte de mediano y largo plazo de desarrollo
económico, que requiere de financiamiento interno y externo para la
articulación de una política de sustitución de importaciones específica (siendo
estratégica la energética), el desa-rrollo industrial y el fomento de las
exportaciones con medidas un poco más complejas que la de subir tarifas, bajar
subsidios y devaluar la moneda.
*Publicado en Página12
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