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Por Javier Chiabrando*
Recién llegó el 2014 y ya quiero que sea 2015. Es que la incertidumbre
de quién nos va a gobernar desde el año que viene y nos va a llevar a la
prosperidad japonesa no me deja dormir. Se imaginan: inflación, desocupación y
colesterol cero para todos, seguridad absoluta (los niveles de Finlandia; no
del queso, del país), nada de corrupción (ni lo policías manguearan pizzas, ni
los argentinos coimearán policías, evadirán impuestos ni se saltarán las reglas
de tránsito), inserción internacional semejante a la de los EEUU, besos del
FMI, de los fondos buitres, de la ONU; en fin, un país que merece habitarse.
Capaz que con esos niveles los argentinos hasta dejamos de llorar y todo. Qué
paraíso, señores.
Pero ahora estamos en 2014. Un
año largo por delante nos espera. Y hay que convivir con la inseguridad, la
inestabilidad, la inflación, tener un ministro marxista y no poderlo putear a
Moreno que está en Roma, sentado a la derecha del padre, quiero decir del Papa.
Yo, para paliar el tremendo momento ()nada
más que 28 millones de argentinos pudieron irse de vacaciones!; )y los otros 12 millones,
qué, la Pelopincho?), agarré un trabajito de verano: escribir una crónica para
un diario español sobre qué es ser argentino. "Y nada de hablarme de
Borges, de Maradona, ni de Gardel", me dijo el editor, "que de ésos
ya estoy hasta la coronilla; y para colmo tienen a ese Messi de los cojones,
háblame de la gente común, del precio del azúcar, de la receta local del
gazpacho". El editor, evidente hincha del Real Madrid, siguió: "lo
que yo quiero saber es cómo coño todavía están de pie con todas las noticias
horribles que nosotros publicamos de Argentina día a día". Y para terminar
me gritó: "Y no me vengas a refregar en la cara que tienen un papa y una
reina". )Cómo
hablar de Argentina sin mencionar sus íconos, sus símbolos? Luego de meditar un
rato, me fui al lugar donde podía reunir una postal del país: Mar del Plata. Y
nada de playas con modelos de revista Gente. No. Me instalé entre los lobos
marinos. "Querías Argentina", le mensajeé al editor, "acá tenés
Argentina". Estaban todos: turistas, artistas, políticos de campaña,
periodistas, deportistas, funcionarios y los correveidiles de siempre. O sea:
Argentina.
Me disfracé de heladero para
pasar desapercibido. Nadie me reconoció como el gran intelectual que disecciona
al argentino en sus notas. Ni Binner me reconoció cuando me compró un helado de
limón. Le pegó un mordiscón para que su cara tuviera gesto a algo al encarar a
los futuros votantes. El hombre andaba de traje, con el saco en una mano, los
mocasines en la otra, y el pantalón arremangado. No se le entendía mucho lo que
decía por el chiflido del viento kirchnerista, pero no tenía gran importancia
porque la gente no lo escuchaba, excepto uno que se acercó atento pero al fin
se supo lo que quería: que trajera a la Donda en malla. La arena kirchnerista
parecía ensañarse con Binner y le castigaba los tobillos desnudos. Un mártir,
vea.
Del Sel y Massa sonreían
seductores. La arena kirchnerista les entraba en las sonrisas y los dientes les
chirriaban como carrito de bolilleros viejos. Igual insistían en convencer a
los turistas de que hay que cambiar las reglas del juego, las mismas que les
permitían estar panza arriba rascándose y disfrutando del presente (asado,
mate, cerveza, facturas, churros; una vida terrible; eso sí, se podía comprar
en pesos). ")No
podemos esperar a mañana para hacer la revolución?", le gritó una piba que
parecía haber nacido para estar en un almanaque. "El mañana está ahí
nomás", dijo Massa y señaló simbólicamente el horizonte, justo cuando pasó
caminando Moyano, al que algunos (por el sol de frente) confundieron con lobo
marino extraviado.
De una combi bajó Macri al tiempo
que se soltaban miles de globos amarillos que en las alturas competían con el
insoportable sol kirchnerista. Los globos eran el sol, pero esponsoreado. Sol
privatizado, por qué no. Macri contó que lo más importante de su vida había
sido sacarse el bigote, que con la arena volando iba a estar haciendo señas
como jugador de truco. Estaba con la ideología desatada; un libro abierto.
Contó cómo le quedaba la malla a la vicejefa de gobierno y que Sturzenegger y
Rodríguez Larreta se ponían protector solar en la pelada. Antes de irse
prometió lo que le pedían: un sol que se podía apagar, agua calefaccionada,
arena con gusto a vainilla, reposeras ergonómicas y el doble de lo que
prometían los otros. Un insolente le preguntó por qué cada vez que había líos
él estaba de vacaciones, y Macri contestó que su proyecto de país incluía que
cada argentino viviera en el lugar donde vacaciona. Hasta yo aplaudí, vea, y
eso que no lo entendí del todo.
El caso más curioso era el de un
tipo de alpargatas y sombrero que parecía ido. Era un chacarero de la patria
sojera que en una entrevista osó decir que le iba bien. Para qué, lo dejaron
los amigos, la esposa, las amantes y los hijos. No lo perdonaron ni cuando les
regaló una 4 x 4 a cada uno. El pobre (que era medio llorón y pesimista, pero
no mentiroso), buscaba la manera de sufrir de verdad para volver a ser
aceptado. Venía de Rosario buscando que lo mordiera una palometa del Paraná,
pero había llegado tarde. (A las palometas se las comieron los que comían
gatos; me sopló al oído una señora que parecía muy informada). El chacarero
quería pisar un aguaviva para morirse de dolor y demostrar que por más que
estuviera podrido en guita sufría como ellos; aguaviva no encontraba, y de
errabundo pisaba las pastafrolas tamaño familia numerosa. Se ligaba unos retos
tremendos. Pero le habían tomado cariño; al fin de cuentas era un argentino que
sufría como todos; de puro ser argentino. A la noche dormía en una cosechadora
con aire acondicionado, wifi, cama de agua y televisor HD, estacionada cerca
del mar y que valía más que la escollera. De a ratos, con la espalda quemada y
lejos de sus seres queridos, era feliz porque era infeliz.
Yo le iba mandando notas al
editor gallego, y él respondía: "más vértigo, más vértigo". Así que
me acerqué al grupo de radicales que repartía volantes y boinas blancas y que
por error de logística sufragial decían "Bariloche, Votá Radicales".
Las boinas eran de lana, pero los turistas se las ponían igual, solidarios con
esos hombres que estaban allí hablando de un futuro no tan inmediato mientras
podían haber estado perdiendo el tiempo en acciones de gobierno. A cada uno que
se ponía la boina, yo le vendía un helado para comer y uno para ponerse arriba
de la cabeza. No entendí si era para combatir el calor o las ideas revolucionarias
que se les venían a la mente y daban vértigo ideológico.
A los grupos se sumaba gente y a
la vez se iba, que massistas de acá para allá, que intendentes de boina de allá
para acá, como si tejieran alianzas que duraban lo que una ola en una canasta.
Hasta Patricia Bullrich estuvo y se fue, volvió y se volvió a volver. Carrió y
Pino llegaron juntos pero se pusieron uno en cada rejunte, por si las moscas.
De pronto los grupos comenzaron a insultarse. Estaban por irse a las manos
cuando comenzó a oírse un mantra que decía "calma radicales, calma
radicales". Algunos creyeron que eran los espíritus de los próceres
radicales, también de vacaciones, pero era el agua que rozaba la arena en cada
ola y generaba ese rumor. Con tanta paz, algunos se durmieron. Ricardito
practico un discurso de cara al agua, como si pudiera ser oído en Africa. Y
Cobos me compró un helado. "Qué esté frío", reclamó como si
practicara su propositivismo.
Los despertó una scola do samba
que venía por el lado de La Perla. Desafinaban un poco y eran demasiado blancas
para ser do samba. Eran las chicas de la cacerola en actividades
revolucionarias "Suplemento Verano". Se las veía lindas, para qué les
voy a mentir. Con esas capelinas y esos pareos al tono con las cacerolas, eran
un espectáculo. Cantaban: "París para todos", "Punta del Este en
Miramar" y "No sé a quién votar pero al menos sé bailar".
Cerraba la scola una señora excedida en Mantecol y acompañada por su mucama
batiendo cacerolas. Pedía "el fin de las divisiones". De tanto en
tanto, la gordita acicateaba a la mucama para que le dé más fuerte a la
cacerola que oficiaba de pandeiro. Yo, con mi conciencia social de trabajador
(por ser heladero) que tenía desde hacía unos días, me acerqué y le dije si el
fin de las divisiones no podía comenzar con ella tratando mejor a la mucama.
"Ella no cuenta porque es paraguaya", me contestó y me invitó con
migas de Mantecol.
A la tardecita hubo una ceremonia
al lado del agua. Pensé que eran Hare Krishna o un rito a Babalao, pero no,
eran los muchachos peronistas que le rezaban a San Perón para les diga si
tenían que irse, quedarse, aliarse, venderse y si podían traicionar al menos
una vez al año. Cuando el sol tocó el agua un rayo de color rojo araño el cielo
y dibujó una especie de balcón celestial. Todos lo leyeron como señal. Leyeron
lo que se les cantó las pelotas. Dijeron al unísono: "(ajá!", y se fueron,
cada uno por su lado, convencidos de que San Perón los había autorizado a irse,
a quedarse, a aliarse, a venderse y a traicionar al menos una vez al año.
Algunos cantaban la marchita mientras se tocaban el huevo izquierdo con la mano
derecha. Del mar llegó una risa de burla; era otra vez el agua rozando la
arena, cambiante como el humor patrio.
La playa se fue vaciando. Yo
estaba agotado. Argentina agota. Fascina y agota. Porque el heladero es,
durante el verano, como el peluquero durante el año; y está obligado a escuchar
a todos y a cada uno, con sus manías, miserias y bondades. De darle bola a
todos, en la misma playa Argentina parecía ser el peor y el mejor lugar del
mundo. El más ingrato y el más generoso. El más amado y el más odiado. La
incomprendida. El lugar del que hay que huir. El lugar que hay que preservar.
El cielo. El infierno. Imposible definir eso. Eso le dije a mi editor español
en un msm: "Imposible definir Argentina. Stop. Buscate otro. Stop.
Contratá a Vargas Llosa sabe más que yo de mi país. Stop. Y yo hago más plata
vendiendo helados, sobre todo ahora que inventé el helado de gazpacho".
*Publicado en Rosario12
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