Por
Roberto MarraImagen de "El Semiárido"
El “caso” Vicentín pone en evidencia mucho más que una estafa. Sorprenderse porque una empresa, de las dimensiones de este conglomerado exportador, evade impuestos, subfactura ventas, aplica métodos precapitalistas para el pago de su trabajadores, compra y extorsiona jueces y políticos, es digno de párvulos de jardín de infantes. Es, históricamente, la manera que estos “pulpos” tienen para llevarse las riquezas que (literalmente) roban al Estado, o sea a todos los ciudadanos, incluso a los idiotizados que salen con banderas y gritos estentóreos a defenderlos. Es la forma elegida por la mayoria absoluta de las empresas que se aprovechan de sus posiciones dominantes para manipular al Poder político o, en el caso que éste no le sea demasiado afín, provocar el desvío de sus objetivos o su lisa y llana destitución.
Desde la política, se suele actuar con bastante “precaución”, vista la correlación de fuerzas que se dispone en cada circunstancia. Ese cuidado en las relaciones con estos poderosos que se burlan de la Ley y se ríen de todos nosotros, escondiendo el producto de sus robos en guaridas fiscales y dejando un tendal de damnificados sin solución alguna para sus intereses, termina por diluir los probables métodos de coerción que el Estado dispone para recuperar las pérdidas nacionales derivadas de los actos ilegales cometidos por estos nefastos “empresarios”.
Actuar bajo las determinaciones legales, premisa básica de cualquier gobierno constitucional, no puede implicar la consideración diferenciada de unos y otros sólo por sus niveles de riquezas acumuladas. Sin embargo, tal cosa es lo que sucede siempre, cuando vemos el tratamiento que se ejerce con un simple ladronzuelo de baratijas, inmediatamente encarcelado preventivamente o, en el peor de los casos, directamente “ajusticiado” por el fácil gatillo de la policía. El clasismo está presente más que en ninguna otra actitud, aún cuando quien lo ejerza no esté haciéndolo con esa voluntad discriminatoria.
La realidad virtual a la que estamos sometidos desde hace tanto tiempo, ha hecho “olvidar” las razones primigenias de la constitución de los estados, supuestos ordenadores sociales que regulan las acciones individuales y las relaciones de todo tipo que se desprenden de la existencia misma de una Nación. El orígen histórico de ésta, salido de las mentes profundamente elitistas de los “ganadores” de la contienda que la originara, ha conformado una sociedad donde “los buenos” parecen ser los dueños de las riquezas (espúriamente obtenidas); mientras que los demás solo existen para ser utilizados como carne de cañón de sus maniobras leguleyas y sus repugnantes manejos económicos y financieros.
La mediática procaz y prebendaria ha hecho lo suficiente para profundizar el pozo de miserias espirituales y materiales donde se ha hundido la razón y la lógica, donde se arrojan como desechos a los seres humanos que no son útiles para sus amoralidades economicistas y sus acumulaciones obscenas de riquezas. Los gobiernos resultantes de las voluntades temerosas de soltar amarras del puerto de la deshonra, terminan accediendo a la continuidad, con mayores o menores niveles de señalamientos de los delitos cometidos por esas empresas representativas de la peor herencia de la historia malversada, a los métodos que permiten cambiar algo para que, en lo profundo, no termine por cambiar nada o, a lo sumo, muy poco y aparente.
Pretender más que eso, demanda algo más que simples insultos a los gobernantes. Imponer un nuevo sistema de relaciones con el Poder Real, donde ya no se lo trate con la diferenciada forma en la que se lo viene haciendo desde siempre, requiere de la voluntad valiente de quien ejerce el gobierno, pero más que eso, del imprescindible protagonismo de la sociedad, de su parte sana, de sus auténticos hacedores, esos que son cautivos de las arbitrariedades permanentes de los grupos económicos, por imperio del miedo al que están sometidos. Miedo que deriva de la extorsión para la obtención o permanencia de sus trabajos, vieja metodología para hacer lo que se les antoja a los poderosos, a costa de la muerte en vida de los sojuzgados a sus imposiciones.
Vicentín y tantos otros ladrones de su misma laya, no pueden ser tratados con mano de seda ni con escamoteo de las imposiciones que derivan de la aplicación exacta de las leyes. Estos traficantes de sudores, sangre y riquezas ajenas, no pueden seguir burlándose del Pueblo, mediante el “misterioso” proceder de jueces y fiscales apañados por el mismo Poder que lo hace con esa perniciosa empresa.
Es tiempo de Justicia, de una con mayúscula, de ponerle nombres reales a las cosas y designar a los delincuentes verdaderos con el mote que les corresponde. Hacerlo, significará un paso decidido y fatal para comenzar a derribar las estructuras de un Poder que no se retirará a “cuarteles de invierno”, sólo porque se lo soliciten. Sería el primer paso, el martillazo que rompa el nudo de la historia maladada y retome la senda de una Patria abandonada casi en el mismo momento que se pretendió liberarla. El primer paso, al fin, para conquistar la maltrecha, golpeada y estigmatizada soberanía popular. Y construir la añorada Justicia Social, tan postergada como la vida de los millones de habitantes de una Nación que no deberemos, nunca más, dejar en manos de los malditos “vicentines”.
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