Por Roberto Marra
Si uno observa con detenimiento el desarrollo de la comercialización de los productos de consumo masivo, los elementales para el sostenimiento de la vida de las personas (tal y cual como esa vida se da en estos tiempos), se podrá notar que todo se basa en un continuo reacomodamiento de precios, sólo justificado por la invariable avaricia de los que ejercen los oligopolios o monopolios de producción, distribución y venta al mayoreo. Después están las disculpas, esas constantes retahilas de discursos justificadores de semejante ejercicio de codicia ilimitada que poseen estos actores fundamentales para limitar el acceso al alimento y otras necesidades básicas de grandes sectores de la población.
Los comercios minoristas, empujados por los aumentos constantes de los precios de sus abastecedores y, en muchos casos, por una inconsciente (o consciente, tal vez en algunos casos) adhesión a los mismos procederes y taras que a ellos mismos perjudican, terminan de hilar el destino interminable de una masa inerme de personas que van viendo constreñida, mes a mes, su posibilidad de alcanzar a comprar los productos que necesitan para el acto más elemental de todo ser vivo: seguir vivos.
No se trata sólo de alimentos y bebidas, de leches o carnes, de verduras y frutas. Trasciende esos básicos elementos y se traslada a los servicios que posibilitan la cocción, la higiene, el calor, la iluminación, el traslado, la manutención de la salud o su recuperación, la educación imprescindible para la continuidad o la elevación del desarrollo personal y social y hasta la recreación como base de acceso a las expresiones culturales que insertan a los seres humanos en la dimensión que alimenta sus espíritus.
Todo eso se encuentra dominado, de una u otra manera, por un grupo muy pequeño de proveedores de tales servcios. Todo, o la mayoría de ellos, están cartelizados, como modo de sostener sus obscenidades patrimoniales, producto del pago de la mayor extorsión jamás imaginada por delincuente alguno, basada en la poderosa arma avasallante de nuestras urgencias y productora de sentidos adversos a las necesidaes reales de los individuos. Todo depende, en última instancia, de la voluntad de unos pocos especuladores que juegan en la “timba de la vida”. Pero de la vida ajena.
El neoliberalismo, la más abyecta expresión de un capitalismo degradante de la sociedad y los individuos, que busca sólo el infinito aumento de la rentabilidad de esos pocos dueños de todo, ha hecho estragos no sólo en en la economía y las finanzas de las personas y los estados, sino que ha profundizado la cultura del “sálvese quien pueda”, alejando la consciencia de pertenencia de grupo, o sectores, o clases, eliminando o apaciguando las luchas lógicas por evitar tales envilecimientos.
Ha convencido a la mayoría de la necesidad de que toda producción, todo servicio, toda distribución, toda comercialización, cada acto elemental para el mantenimiento de nuestras vidas, debe ser ejercido por actores “privados”. Ha convencido de la “necesidad” de la existencia de cada vez mayores conglomerados de empresas dominantes, prácticas monopólicas que ya casi ni se castigan. Ha penetrado cada rincón de la existencia social y regado el pensamiento crítico hasta hacerle florecer el desprecio por lo público, por la acción estatal, por la posibilidad de desarrollos virtuosos de procedimientos productivos ecológicamente sostenibles, por la participación mayoritaria de la ciudadanía en las decisiones que les competen.
“Nada de lo que deba ser estatal permanecerá en manos del Estado”, dijo en una ocasión, allá lejos y hace tiempo, un energúmeno con más procacidad que sus mandantes, que no eran otros que los que aún nos siguen aplastando con sus monsergas y sus perversidades. Tanto ha dañado el tejido neuronal mayoritario semejante afirmación, ridícula y trascendente a la vez, que hasta los gobiernos de origen claramente popular no se atreven a desarmar tanta estulticia depredadora de la realidad. Tanto ha traspasado la lógica propia de los pueblos, que éstos terminan adoptando esas afirmaciones como reales y definitivas, auto-negándose la capacidad de cambio fundamental de las estructuras establecidas para que todo continúe por los mismos carriles de la exacción y el engaño eterno de las generaciones por venir. Se ha impuesto el discurso de la “necesidad” de la participación de los grupos económicos dominantes en los manejos de cada uno de los servicios y producciones de todo tipo, como si un extraño “dios” del conformismo y la intrascendencia lo hubiera impuesto por “decreto divino”.
El cacareado “miedo” a la “intervención estatal” de los capitostes del Poder Real, elevado a la enésima potencia por sus medios de comunicación, tan abyectos y monopolizados como todo lo que sirva para la dominación y el mantenimiento del statu quo, ha logrado intervenir (paradoja del destino de las palabras) en lo más profundo de los pensamientos de la sociedad, garantizándoles una continuidad que no se debe ya permitir. La hora de la “intromisión” del Estado ha llegado. El tiempo de la re-estructuración productiva y de servicios, ha tocado su diana. Aceptar la continuidad de las actuales condiciones especulativas del “mercado”, un elemento tan falso y etéreo como sus inventores, conduce al callejón sin salida de una sociedad diezmada en sus consciencias y empujada al odio de sus semejantes como método de sobrevivencia.
Nada será fácil ni veloz. Nadie verá plasmada una nueva realidad de riquezas mejor distribuídas al instante de decidir cambiar estas monstruosas estructuras de poder inconmensurables. Pero la razón debe ser empujada hacia el lado de los buenos, los sentidos solidarios deberán volver a caminar entre las neuronas de los desposeidos y los abandonados, porque la voluntad dormida está lista para ser despertada por las ansias de hacer trizas tanta inmoralidad revestida de imposibilidad de ser modificada.
El Estado, ese vilipendiado administrador de las decisiones del Pueblo, deberá volver a tomar las riendas del carro de la renovación de la sociedad que le da su carácter insustituíble para ejercer el poder, que hace demasiado tiempo le fuera sustraído por los peores representantes de la malicia humana. Lo llamarán de mil maneras, lo denostarán con cientos de palabras inútiles. Pero aquí, en nuestra Patria, será Justicia, O, mejor aún, Justicia...lismo.
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