“Las
armas las carga el diablo”. Así dice un viejo axioma que remite a
lo peligroso de la tenencia de esos artefactos inventados para la
muerte. Claro que las “armas” pueden adquirir diversas formas,
utilizar elementos alternativos a las balas, ser más adjetivos que
sustantivos, denominar otros métodos para otros tipos de muertes,
donde no necesariamente se concrete en eliminación física.
De
eso saben (y mucho) los generadores de las políticas económicas que
se aplican masivamente en el Planeta, creadas y sostenidas para la
acumulación parasitaria de fortunas en manos de un pequeño grupo de
psicópatas con delirios de elegidos por Dios para gobernar el Mundo.
Desde las entrañas de ese Poder nacen las miserias que terminan con
las vidas de millones de personas que, además, son fieles defensores
del sistema que los mata en nombre de futuros para los que nunca
sobreviven.
Leales
representantes de semejantes perversiones, los actuales gobernantes
de nuestro País cumplen con su misión asesina, aplicando a
rajatabla los designios del Poder y su imperio gendarme, destruyendo
lo que fuera un largo (y varias veces interrumpido) intento de
construcción de una Nación soberana, utilizando todos los métodos
que resulten al alcance de sus garras, culminando con la cimentación
de paradigmas autodestructivos en las empobrecidas conciencias de los
ciudadanos.
Con
una división de poderes que no es tal, con un entrelazamiento de
“servicios” y engreídos miembros del aparato judicial actuando
con el desparpajo de los impunes, se arman escenarios donde los
protagonistas son siempre sus enemigos ideológicos, señalados como
culpables antes de sentarse, siquiera, en el banquillo de los
acusados. A partir de allí, solo cabe la seguridad de sentencias
condenatorias de jueces sin honor ni moral, esas olvidadas e
imprescindibles condiciones para poder juzgar a otros.
La
impunidad, como resulta obvio, desata la arrogancia de los
integrantes del sistema. Hasta los de menores jerarquías adquieren
los vicios de la altanería que genera tamaña dimensión del poderío
sobre el resto de la sociedad. Exceden, a veces, sus histrionismos
maléficos, dejando un reguero de huellas que creen irrelevantes.
Hasta que surgen, dentro del propio sistema, los resabios de la ética
que se creía perdida para siempre, en la inteligencia de algunos
pocos funcionarios capaces de enfrentar al corrupto aparato judicial
donde actúan.
Son
las oportunidades que da la historia, entreabriendo una puerta hacia
la dignidad, mostrando una luz que ilustre la realidad tapada, por
años, con la telaraña de tantas falsificaciones de lo evidente. Son
las posibilidades que surgen ante los ojos de los más despiertos de
la sociedad, que intuyen que deberán transitar ese escarpado camino
de reconstrucción de la verdad para acabar con la ignominia de la
muerte cotidiana a manos de un Poder, hasta ahora, siempre exento de
sanciones.
Es
hora de tomar las armas, pero no esos horrendos artefactos que
atraviesan los cuerpos con sus proyectiles mortales. Son otros los
“pertrechos” que se deben adquirir, al simple costo de revisar
las conciencias, apartar los falsos rencores inventados por el
enemigo, eludir las zancadillas que han hecho tropezar mil veces con
la misma piedra de la miseria programada. Son las “dagas” de la
verdad las que se necesitan, para atravesar el cuerpo momificado del
aparato judicial, perforar sus pústulas malolientes y exhumar la
repugnante podredumbre de sus maldades antisociales.
Es
tiempo de la reconversión social, es momento de la decisión
racional de cambiar la vida, matando la desmoralización, asesinando
la mentira, arrasando con la vergüenza inmoral de la pobreza,
desatando la furia contra la indolencia, eliminando para siempre la
impunidad de los soberbios de la falsa justicia. Y construyendo otra
vez la Patria, la que siempre estuvo ahí, a la espera que se abriera
aquella puerta a la que fuimos invitados tantas veces por quienes
supieron comprender antes que nadie que, solo detrás de ella, nos
está esperando la auténtica felicidad popular.
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