Imgen de "EnOrsai" |
Por
Roberto Marrra
Argentina
se puede dar el lujo de saberse poseedora, por estos tiempos, del
carnaval más largo del Mundo, y de la historia. Ya hace más de tres
años que vienen pasando las murgas, aunque no para deleite de los
espectadores, solo para regocijo de los murgueros. El desfile
murguístico recorre cada rincón de nuestra geografia, involucra a
cada habitante con sus cantos de sirena, arrastra con ellos a una
parte de los observadores de ese desfile de ruidos insulsos, pero
atrapantes para oyentes desprevenidos. Transformó al País en un
“corsódromo” donde las alegrías son tan falsas como sus
“pasantes”, que cada tanto emiten algunos sonidos guturales que
no se alcanzan a comprender del todo, pero seguro se terminan
sufriendo.
El
conductor de este desfile de tristezas intenta mostrar energías que
nunca tuvo, con gritos destemplados estudiados para conmover a los
mirones de cerebros carcomidos por tanto tiempo de observar sus pasos
discordantes. Es allí cuando estallan las risas, expresiones más
del dolor acumulado que del talento del soso parlanchín de palabras
huecas que pretende continuar hasta el infinito con el corso a
contramano en el que sumergió a toda una Nación.
Promete
más murgas, nos avisa del alargue del desfile de comparsas, renueva
los disfraces con otros iguales, mostrando la incapacidad de ese
grupo de incompetentes mandamases para distinguir la realidad. Cuenta
con el respaldo, condicionado por pautas millonarias, de los voceros
de este insustancial bochinche murguero. Acostumbrados a mentir tanto
como a respirar, se asegurarán de mostrar las alegrias de los
imbéciles y ocultar las infinitas desgracias de los que nunca
participan de estos desfiles de falsedades.
Se
multiplican las tristezas de las “colombinas” y los “arlequines”,
bailando al ritmo de disonancias sin otro sentido que hundirse cada
vez más en un mundo de tormentos cotidianos. Desaparecen los
espectadores, alejados con vallas y amenazas. Se vacían las plazas y
las calles para que la murga y el murguero mayor puedan continuar con
sus malos pasos. A contramano de los viejos carnavales, matan la
felicidad de la libertad de unos pocos días, trocándolos por años
de escarnios y miserias consumadas a costa de la vida de quienes ni
siquiera dejan asomarse a la existencia.
A
pesar de todos sus esfuerzos, la verdad termina por surgir entre los
restos de conciencia de los tristes espectadores. Ni las vallas ni
las balas protectoras de estos horrendos bailes carnestolengos, de
esta comparsa del asqueroso mundo de la mentira programada, logran
acabar con la historia de un Pueblo que mantiene en su memoria los
recuerdos de los auténticos corsos, de las murgas realmente
festivas, de las carrozas construidas con la confluencia de tantas
voluntades solidarias.
Y
allí se asoman otra vez, rehaciendo la hazaña de volver a sentirse
dueños de su futuro, sin disfraces ni máscaras, con los colores de
los sueños revividos. Ya no miran más el desfile del horror de esa
sucia comparsa de inútiles y obsecuentes disfrazados de olvido
permanente. Y renacen, con la fuerza de la esperanza y la seguridad
de batir al enemigo de la murga del terror. Para terminar, por fin,
con el repugnante reinado de ese falso “Rey Momo” que intentó
apoderarse, vanamente, de la alegría popular.
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