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Uno,
eventualmente, puede sentirse enfermo. Entonces uno se dirige al
médico de confianza, que le sugiere algunos estudios para saber con
mayor precisión los orígenes de su dolencia. Pero uno no tiene obra
social ni prepaga que cubra la realización de esos diagnósticos
especiales. Y como el costo para hacerlos es inalcanzable para su
bolsillo enflaquecido, concurre al hospital público más cercano.
Allí
le informan que deberá sacar turno, pero que solo se otorgan una “x”
cantidad por día, solo a la mañana, por lo que deberá levantarse a
las 4 para llegar a las 5 a la puerta del hospital con (supongamos)
unos 3 grados de temperatura ambiente detras de una cola de cientos
de padecientes similares. Cuando, ya desfalleciente por las horas de
espera bajo la helada, logre acceder al mágico número del derecho a
ser atendido, un desganado enfermero que oficia de administrativo, le
informa que el turno es para dentro de un mes, al que deberá llegar
en ayuno (cosa a la que ya está acostumbrado, aunque no por órden
médica) y con innumerables fotocopias.
Mientras
los síntomas que venía padeciendo se mantienen incólumnes sin que
uno pueda hacer otra cosa que esperar el bendito turno, uno se
pregunta si no le convendría pedirle unos pesos a un amigo para
hacer el estudio en un sanatorio privado. El amigo le concede ese
préstamo transitorio y uno solicita el turno telefónico. Cuando
ante la pregunta ¿obra social?, uno responde -particular-, ya el
trato es diferente. Uno siente que ahora es una persona, que la
atención es privilegiada y el turno, expedito. Y uno piensa que
ahora será atendido como se debe, no como en ese maldito hospital
público.
Uno es
recibido en el sanatorio con sonrisas de enfermeras, apertura de
puertas automáticas, iluminación led y calefacción central. Y en
dos días uno ya tiene su estudio y se dirige a su médico que,
observando con cara de preocupación, le dice que el estudio no lo
convence, que algo está mal hecho. Entonces uno vuelve al sanatorio
y le explica eso mismo al inexpresivo administrativo que, ya no con
las mismas ganas de la primera vez, le dice que tendrá que pasar al
día siguiente para consultar a quien le hizo el estudio en cuestión.
Algo
molesto, regresa a las 24 horas, para encontrarse con la lacónica
respuesta del especialista sobre la inexistencia de fallas. Uno
intenta expresarle la preocupación de su médico por el probable
error, pero eso parece resultar injurioso para el interlocutor
sanatorial, que se manifiesta ofendido por el tamaño desafío de un
pobre médico que ni siquiera pertenece a su institución.
Sin el
suficiente conocimiento para contradecirlo, uno regresa a su “pobre”
médico, que termina insultando a los sanatorios por el desinteres en
las personas, la falta de ética y otras cosas que uno ya ni
entiende, padecimientos mediante que no cesan. Entonces uno busca
refugio en Doña Cármen, la curandera del barrio, que le dará a
tomar unos yuyos que, dice, le solucionará el problema en un
santiamén. A la
semana, sin que sus dolencias hayan cambiado demasiado, salvo por una
persistente diarrea, uno se resigna a regresar al hospital y su fila
interminable. Cuando al fin logra obtener su estudio, luego de tres
semanas, uno vuelve al médico de origen, que le dirá, casi
seguramente: -no te preocupes, es una virosis muy común, comé
liviano y en una semana se te pasa- Y uno, que come liviano desde
hace demasiado tiempo, piensa que la próxima vez, se toma un
paracetamol... y listo.
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