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Se
dice que el resguardo de la salud es un derecho. Lo menciona la
Constitución, lo manifiestan las leyes, lo aseguran algunos fallos
judiciales. Pero la realidad, esa maldita entrometida, demuestra que
solo se trata de un deseo, una buena intención o, finalmente, un
resguardo hipócrita de la conciencia de los que deciden la vida y la
muerte de las mayorías para justificar el desatino de sus
acumulaciones de riquezas y poder sin límites.
La
mención en declaraciones, luego convertidas en letra escrita de
convenciones internacionales, tardó mucho en andar el camino de la
realidad palpable para la población. A fuerza de contar muertes y
discapacidades por millones, terminó por imponerse un criterio
aproximado a esa ideal forma de considerar la preservación de la
salud como un lógico derecho humano fundamental.
Pero
el sistema socio-económico, imperante casi en la totalidad del
Planeta, fue descubriendo en la salud una nueva vertiente de donde
extraer beneficios y sostener con mayor fuerza su ya extralimitado
poder sobre los habitantes. El avance científico y tecnológico en
ese rubro fue cooptado con fervor por las corporaciones oligopólicas
mundiales, para apoderarse con la facilidad que da la abundancia del
dinero, de los principales desarrollos destinados a los tratamientos
de las enfermedades y las prevenciones de las mismas.
Los
medicamentos se transformaron en la fuente de un poder casi omnímodo,
convirtiendo a los laboratorios que los crean y fabrican en los
verdaderos dueños de nuestras vidas (y nuestras muertes). Las
obscenas ganancias que obtienen por esos dudosos “elixires”
salvadores, son el resultado de un sistema basado en generar una
dependencia absoluta de ellos y un miedo mortal por su falta.
Los
inventos relacionados con los diagnósticos y tratamientos son el
otro rubro que aprovechan hasta el paroxismo los encargados de
atender nuestras necesidades sanitarias. Aparatos creados por muy
pocas empresas en el Mundo, se convierten poco menos que de uso
imprescindible, derivaciones seguras de nuestros médicos para
asegurar sus diagnósticos.
Todo
está relacionado, siempre, solo para tratar las enfermedades. O, a
lo sumo, para prevenirlas con vacunas que, no casualmente, proveen
también los mismos laboratorios que nos venden los medicamentos
cuando aquellas faltan (o fallan). Un sistema perfecto de acumulación
de riquezas sin límites, para la dominación de los necesitados de
las elementales necesidades creadas al efecto.
Centenares
de miles de millones se mueven por este aparato transnacional
sustentado en el miedo natural a la muerte. Tantos como se trafican
en armas para asegurar las otras muertes, reales y diarias. Los
mismos millones que se acumulan sin cesar en las arcas de los
perversos fabricantes del hambre y la miseria, verdadera enfermedad
originaria de todos los males que se padecen en nuestras sociedades.
El
resguardo de la salud, ese derecho tan mentado, no puede ser el
resultado solo del tratamiento de los enfermos. Es ese el último de
los pasos, cuando los actos preventivos no han dado resultado. Pero
prevención es una “mala palabra” para el sistema. Prevenir es
una acción que detestan los poderosos integrantes de la mafia de los
laboratorios mundiales y sus acólitos locales. El supremo negocio de
los tratamientos dejaría de serlo si se aplicaran planes para evitar
enfermedades.
De
esto se desprende el requisito primigenio de la privatización del
sistema sanitario, donde los efectores sean manejados como simples
empresas, donde el lucro sea su fundamento y la salud una de las
últimas consideraciones. Solo a través de esos “sanatorios”,
donde lo único que se sana son los bolsillos de sus dueños, puede
sostenerse tamaña afrenta a la razón y la lógica, donde pasean sus
cuerpos maltrechos los rehenes de este método impiadoso de
materialización del desprecio humano.
El
Estado (todos nosotros) termina por sostener (mal y a destiempo) lo
que la brutalidad inhumana sanatorial no provee. Un puñado de buenos
médicos ejercen sus tareas con la pasión propia de quienes creen
que la ética no es una palabra vacía. Pero no alcanza. Y no es
justo ni redituable para la Sociedad sostener semejante aberración
sanitaria, solo para beneficio de los pocos engreídos que hace rato
olvidaron su hipocrático juramento.
La
experiencia lo demuestra. Cuando hubo un sistema sanitario real, que
desde el Estado proveía lo necesario para evitar la aparición de
enfermedades o para tratarlas cuando ello no era posible, allí se
pudo comprobar que ese es el fundamento para hablar de salud como
derecho. Una salud basada en el fin del hambre y el abandono como
prioridad absoluta. Una salud donde solo el Estado sea su controlador
total. Donde todos y cada uno de los habitantes (empoderados por ser
y sentirse dueños de ese Estado) sea partícipe y beneficiario de la
acción sanitaria. Y donde ya no se subsidie más a los negociantes
de la salud, viles embaucadores y amorales constructores de las
falsas necesidades que nos han encadenado al carro inmundo de su
ilimitada perversión.
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