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martes, 3 de julio de 2018

MEDICINA (ANTI)SOCIAL

Imagen de "WordPress"
Por Roberto Marra

Uno, eventualmente, puede sentirse enfermo. Entonces uno se dirige al médico de confianza, que le sugiere algunos estudios para saber con mayor precisión los orígenes de su dolencia. Pero uno no tiene obra social ni prepaga que cubra la realización de esos diagnósticos especiales. Y como el costo para hacerlos es inalcanzable para su bolsillo enflaquecido, concurre al hospital público más cercano.
Allí le informan que deberá sacar turno, pero que solo se otorgan una “x” cantidad por día, solo a la mañana, por lo que deberá levantarse a las 4 para llegar a las 5 a la puerta del hospital con (supongamos) unos 3 grados de temperatura ambiente detras de una cola de cientos de padecientes similares. Cuando, ya desfalleciente por las horas de espera bajo la helada, logre acceder al mágico número del derecho a ser atendido, un desganado enfermero que oficia de administrativo, le informa que el turno es para dentro de un mes, al que deberá llegar en ayuno (cosa a la que ya está acostumbrado, aunque no por órden médica) y con innumerables fotocopias.
Mientras los síntomas que venía padeciendo se mantienen incólumnes sin que uno pueda hacer otra cosa que esperar el bendito turno, uno se pregunta si no le convendría pedirle unos pesos a un amigo para hacer el estudio en un sanatorio privado. El amigo le concede ese préstamo transitorio y uno solicita el turno telefónico. Cuando ante la pregunta ¿obra social?, uno responde -particular-, ya el trato es diferente. Uno siente que ahora es una persona, que la atención es privilegiada y el turno, expedito. Y uno piensa que ahora será atendido como se debe, no como en ese maldito hospital público.
Uno es recibido en el sanatorio con sonrisas de enfermeras, apertura de puertas automáticas, iluminación led y calefacción central. Y en dos días uno ya tiene su estudio y se dirige a su médico que, observando con cara de preocupación, le dice que el estudio no lo convence, que algo está mal hecho. Entonces uno vuelve al sanatorio y le explica eso mismo al inexpresivo administrativo que, ya no con las mismas ganas de la primera vez, le dice que tendrá que pasar al día siguiente para consultar a quien le hizo el estudio en cuestión.
Algo molesto, regresa a las 24 horas, para encontrarse con la lacónica respuesta del especialista sobre la inexistencia de fallas. Uno intenta expresarle la preocupación de su médico por el probable error, pero eso parece resultar injurioso para el interlocutor sanatorial, que se manifiesta ofendido por el tamaño desafío de un pobre médico que ni siquiera pertenece a su institución.
Sin el suficiente conocimiento para contradecirlo, uno regresa a su “pobre” médico, que termina insultando a los sanatorios por el desinteres en las personas, la falta de ética y otras cosas que uno ya ni entiende, padecimientos mediante que no cesan. Entonces uno busca refugio en Doña Cármen, la curandera del barrio, que le dará a tomar unos yuyos que, dice, le solucionará el problema en un santiamén. A la semana, sin que sus dolencias hayan cambiado demasiado, salvo por una persistente diarrea, uno se resigna a regresar al hospital y su fila interminable. Cuando al fin logra obtener su estudio, luego de tres semanas, uno vuelve al médico de origen, que le dirá, casi seguramente: -no te preocupes, es una virosis muy común, comé liviano y en una semana se te pasa- Y uno, que come liviano desde hace demasiado tiempo, piensa que la próxima vez, se toma un paracetamol... y listo.

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